Contra el público
Dicen que hacer periodismo es contar lo que alguien no quiere que se sepa. Quizá, cada vez más, sea contar lo que muchos no quieren saber
Se llamaba Gareth Jones como quien se llama Juan Pérez y aun así, en esos días confusos, su nombre resonó en tres continentes. Había nacido en Gales en 1905, hijo de un profesor y una maestra, y fue un alumno de primera –Cambridge incluido. Hablaba francés, alemán, ruso; en cuanto se graduó lo contrataron en el Foreign Office, pero pronto prefirió ser su propio hombre. En 1931 hizo su primer viaje por la Unión Soviética, como negro de un americano rico, el señor Jack Heinz, príncipe del ketchup. Después volvió a Londres para redactar las memorias de Lloyd George, ex premier británico, pero su momento llegó a principios de 1933, cuando viajó a Alemania para contar la llegada al poder de unos señores de camisas marrones y designios negros.
“Si este avión se cayera, la historia de Europa cambiaría. Porque a unos pocos metros de aquí está sentado Adolf Hitler, canciller de Alemania y líder del despertar nacionalista más volcánico que el mundo haya conocido”, escribió, desde el avión oficial nazi, en febrero de 1933. “¿Cómo consiguió este hombre de aspecto tan ordinario que 14 millones de personas lo tomaran por un dios?”.
El mundo rico lo miraba con cierta simpatía, porque Hitler les ayudaría a combatir el comunismo; Gareth Jones les decía que se cuidaran: el nazismo “era una masa de dinamita humana”. Y en marzo se tomó un tren a Ucrania. Alguien le había dicho lo que todos callaban: que el Gobierno de Stalin estaba hambreando la región, que sus habitantes morían como moscas. El 29 de marzo publicó en varios periódicos un despacho que sería famoso: “He caminado a través de pueblos y granjas colectivas. Por todos lados oí el mismo grito: ‘No hay pan. Nos estamos muriendo”. Jones explicó que los comunistas lo negaban y decían que si faltaban alimentos era por culpa de los campesinos –y que, ya en el tren, tiró una cáscara de naranja en la basura y un hombre se abalanzó para comérsela.
Sus reportes, publicados en el Manchester Guardian y el New York Evening Post, no consiguieron que Occidente interviniera, y provocaron desmentidas fervorosas: los intelectuales más influyentes apoyaban la revolución soviética, y no querían saber. El jefe de la oficina rusa del New York Times, Walter Duranty –premio Pulitzer 1931–, escribió que la historia era falsa, y muchos lo sostuvieron. Jones insistió, citó fuentes, contó; cinco meses más tarde, Duranty todavía sostenía que “cualquier noticia sobre hambruna en Rusia es exageración o propaganda malintencionada”. Para entonces unos ocho millones de ucranianos habían muerto de hambre. La decisión de no mirar no es un invento actual.
Jones fue expulsado de Rusia y se fue a explorar el Extremo Oriente. A veces se preguntaba para qué sirve hablar cuando nadie quiere oír lo que dices; después pedía que le volvieran a llenar el vaso. Recorrió China, Japón, Mongolia. Por allí andaba cuando los japoneses ocuparon Manchuria; Jones quería contarlo, pero lo secuestró una banda mongola. Pidieron por su rescate 100.000 pesos de plata mexicana; mientras negociaban llegó un enviado del Soviet que –se dice– pagó más. Lo fusilaron en el justo medio de la nada el 22 de agosto de 1935; el día siguiente habría cumplido 30 años.
Pasaron 80 años; a mí me gusta recordarlo como ejemplo de eso que los periodistas hacen cada vez menos: escribir contra el público. Nuestros medios se inventaron tantos medios –clicks, retuits, megustas– para averiguar qué quieren sus clientes que no reparan en medios para satisfacerlos, y así se llenan de listas y consejos y dietas y tetas. Dicen que hacer periodismo es contar lo que alguien no quiere que se sepa; quizá, cada vez más, sea contar lo que muchos no quieren saber.
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