Matrimoniadas
El terapeuta me pidió que llevara a mi marido a la siguiente sesión
El terapeuta me pidió que llevara a mi marido a la siguiente sesión. Cuando entramos en la consulta, nos sentó ante una mesita baja donde había colocado una pequeña cámara plateada. Nos contó que nos iba a grabar. Quería vernos juntos, quería que ambos nos viéramos juntos. Miré de reojo a mi marido: estaba tieso como una estaca. Nos iba mal, tan mal como para haber llegado a aquella situación tan carente de pudor, tan extraña. El terapeuta puso en marcha la cámara y nos hizo algunas preguntas; muy serios, evitando rozarnos, fuimos contestando, intentando no mirar la luz roja, que parpadeaba como un ojo maligno y burlón. Al terminar, nos citó para ver juntos la cinta y comentarla. Regresamos a casa en silencio, recelosos ante una indefinida pero precisa amenaza.
No recuerdo qué nos preguntó, qué dijimos. Recuerdo la tensión, el desasosiego, el anhelo también, la angustia que se prolongó hasta que regresamos a la consulta una semana después. Esta vez, en la mesita baja, junto a la cámara, había una pantalla de ordenador. Nos sentamos como quien espera la sentencia de muerte. El terapeuta accionó el on, pero la pantalla permaneció negra. Pulsó botones de encendido y apagado, desenchufó y volvió a enchufar la toma de electricidad; todos sus intentos fracasaron, la cámara se había estropeado. Cuando salimos, nos fuimos al bar de un hotel cercano donde un pianista tocaba sin descanso como si el piano fuese un organillo. Brindamos, aliviados. Nuestra historia era una pantalla en negro, que es lo mismo que una pantalla en blanco.
elpaissemanal@elpais.es
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