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EL PULSO
Columna
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La muerte provisoria

El haitiano Max Beauvoir estaba llamado a convertir el vudú, un culto un poco desaforado, en una religión como cualquiera

Martín Caparrós
Max Beauvoir, jefe supremo del vudú haitiano, en 2010.
Max Beauvoir, jefe supremo del vudú haitiano, en 2010. Chip Somodevilla (Getty)

Hillary y Bill Clinton eran rubios y jóvenes y estaban asustados. Una mujer negra decapitaba un pollo de un mordisco, un hombre negro se pasaba una antorcha por el pecho, dos o tres más se agitaban como poseídos. Hillary y Bill, quietos en un rincón, se apretaron las manos: era su luna de miel, habían pagado 20 dólares y no dejarían que nada lo arruinara. Los hombres y mujeres bailoteaban, el sacerdote negro gritaba cosas raras.

Después, cuando los espíritus de la luz y las sombras se cansaron, el sacerdote les explicó que, en el vudú, Dios se manifiesta en esos alborotos, y les profetizó un futuro de grandeza; se lo podría considerar un visionario si no fuese porque les prometía lo mismo a todos. Como los visitantes seguían interesados, les contó su vida: se llamaba Max Beauvoir, había estudiado química en Nueva York y bioquímica en la Sorbona e investigaba la síntesis de ciertos esteroides hasta aquella tarde en que su abuelo, sacerdote vudú, reunió ante su lecho de muerte a la familia. Fue entonces cuando él, Beauvoir –les dijo–, entendió que los caminos del Señor son realmente inescrutables:

–Tú seguirás la tradición.

Dijo el abuelo, y lo apuntó con un dedo huesudo; no era algo que se pudiera rechazar. Ni era tan original: en Haití hay 6.000 houngans –sacerdotes vudú–, muchos más que médicos o curas. También hay 401 espíritus activos pero, faltaba más, un solo dios: el vudú tiene raíces africanas y cristianas.

Beauvoir aprendió las ideas y las técnicas y, en unos meses, un científico ateo y racionalista se había vuelto un jinete de espíritus. A mediados de los setentas, ya cuarentón, vivía, sobre todo, de montar ceremonias para los turistas. También en su país, uno de los más pobres, los que podían usaban su religión para pagar las cuentas.

No era el único uso. Durante décadas, el vudú fue parte importante del aparato de poder de los dictadores Duvalier –Papa Doc, Baby Doc–: les servía para aterrar opositores, legitimar matanzas, refinar torturas. A veces las religiones hacen cosas de ésas. Cuando Baby Doc cayó, masas enfurecidas mataron a un centenar de houngans; Beauvoir se salvó de milagro. Años más tarde, cuando otro religioso, el excura Jean-Bertrand Aristide, llegó a la presidencia, Beauvoir se sintió amenazado y emigró a Washington, donde vivió muy pobre, montó un templo en su piso de tres piezas, insistió en que la suya era una religión tan seria como todas –y que nunca clavaban alfileres en muñecos.

Aristide lo seguiría poco después: en 1994, expulsado por unos generales, llegó a la capital y se hizo muy amigo de los Clinton; Bill, ya presidente, estuvo a punto de lanzar una invasión –la Operación Democracia– para reponerlo. Faltaban horas –helicópteros y submarinos listos– cuando alguien pensó en pedirle a Beauvoir que convenciera al general usurpador de entregar el mando. Su llamado fue un éxito.

Aristide volvió, volvió a caer; Beauvoir se quedó en Washington. En 2008 los houngans haitianos decidieron organizarse y le ofrecieron ser su sumo sacerdote; en Puerto Príncipe lo recibieron con un tapiz de pétalos de rosa. Debía poner orden en la danza zombi, convertir un culto un poco desaforado en una religión como cualquiera. Para eso tenía un templo coqueto en las afueras de la ciudad, desde donde predicaba a los más pobres y hambrientos, su grey natural, y a todo el resto.

Hasta que se murió, hace unos días. Me había impresionado su historia muchos años atrás, cuando fui a su isla a entrevistar a Aristide, y ahora me carcome una duda: me pregunto cómo será morirse si uno cree, como creen los vudús, que las personas no viven una vez sino 18, nueve como hombres, nueve como mujeres. Lo imagino como un mal trago, nada muy tremendo: una anestesia general. Eso, claro, si es que lo creía.

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