Enrique Olvera, el nuevo rey latino
Está llamado a ocupar el cetro de los fogones en Latinoamérica. Desde su restaurante Pujol esboza una nueva versión de México para servirlo con pasión
Febrero de 1997. Nueva York. Restaurante Le Bernardin. Ahí ocurrió. Enrique Olvera tenía 20 años y le acompañaba su padre. Los negocios habían mejorado algo y el progenitor quería darle un buen regalo a su hijo, estudiante de cocina. “Reserva donde quieras”, le había dicho. Iba a ser su primera vez en un templo culinario. Acudió con vaqueros y camisa. A la entrada le tuvieron que prestar una americana para dejarle pasar. Pero una vez dentro, en el cálido receptáculo de Le Bernardin, aquello llegó. Hay quien siente el fluir del universo en el aleteo de una semicorchea, él lo descubrió en un suflé de mejillones al vino blanco; que luego pasó a un halibut en escalopa de foie gras y trufa negra envuelta en una col de napa, y terminó con unas peras con caramelo. Sutil, elegante, rotundo. El éxtasis.
Descubrió el fluir del universo en un suflé de mejillones con vino blanco
En aquella cena, Enrique Olvera nació para el mundo de la alta cocina. O quizá pasó al revés. Poco importa. El hecho es que el aprendiz de cocinero, que hasta entonces no pensaba más que en acabar preparando buenas pastas y quesadillas, salió transformado por la experiencia.
–Me maravilló, sentí como un aura encima de mí.
Enrique Olvera está sentado en una esquina de la mesa de invitados, junto a los fogones de su restaurante Pujol. Calle de Francisco Petrarca, 254. Ciudad de México. Han pasado 18 años desde que sintió la llamada. El aprendiz se ha vuelto vanguardia. Su apellido figura entre los grandes. Brilla en ese nuevo Olimpo de chefs ligeros y juveniles que han hecho de los sabores y texturas una geometría variable del pensamiento. En su caso, todo está resumido en Pujol, el centro de su imperio. Abierto en 2000, en este local mínimo y discreto dio con la fórmula del éxito. Deconstruyó México. Y lo sirvió en uno y mil platos -que ha recogido en el libro México de adentro hacia afuera, editado por Phaidon-. El bocol huasteco. La vaina de escamoles. El elote con mayonesa de hormiga chicatana, café, chile costeño. La infladita de huevo, salsa de chapulín, frijol con hierba de conejo…
México depurado y servido en una atmósfera casi irreal. Paredes negras y manteles blancos para destacar rostros y platos. Camareros con suelas de goma para no ser oídos, flores sin aroma para no interferir en los alimentos, aguas de burbuja pequeña para respetar el paladar. “Lo único que importa en Pujol son los comensales y la comida”.
El resultado asombró al mundo y la sorpresa devino en otros locales y espacios gourmet. Olvera incluso volvió a sus orígenes en Nueva York. En la ciudad de ciudades abrió el afamado Cosme. Pero nunca dejó Pujol, el restaurante que lleva por nombre una corrupción de su primer apodo (El Pozole-Pochol-Pujol). Ahí intenta revivir, día tras día, esa caricia divina que una noche de febrero le prendió. Ahí está sentado ahora con una camiseta gris y un café en la mano. Tranquilo, pausado, apenas cambia de postura durante la conversación. Responde a todo y con claridad.
–¿Cuándo supo que tenía éxito?
–Cuando dejé de necesitarlo.
–¿Errores?
–Muchísimos, personales y profesionales. Soy muy arrojado y me he dado un madrazo detrás de otro. No les tengo miedo; estoy acostumbrado y los asumo, pero no me gustan, me encabronan. Sé el esfuerzo que representa para mucha gente venir a comer a Pujol.
–¿Tiene la ambición de ser el número uno?
Disfruto mucho de la transformación; pensar algo y luego probarlo me parece mágico
–No creo en los números para los restaurantes. Mi mamá dice que Pujol es el mejor de México. Pero si le preguntas a la mamá de René Redzepi te dirá otra cosa. La buena cocina es subjetiva y emocional. Cada uno disfruta según sus referencias culturales. No se pueden comparar peras con manzanas, papayas con mangos. Yo mismo no sé cuál es el mejor restaurante del mundo.
–¿Y distingue la genialidad?
–Se distingue la calidad de la idea, los buenos productos, la inteligencia del cocinero. Antes uno iba a un restaurante a comer sabroso, ahora se acude a por una experiencia. El cocinero se ve obligado a competir con un espectáculo del Cirque du Soleil. Hay que ofrecer más elementos que solo una buena cocina, pero tampoco se trata de ir mucho más allá. Porque si te sales de tu corral, empiezas a hacer locuras. Ahí está el detalle fino.
–¿Y no es una tiranía? ¿No ha pensado nunca en cerrar Pujol?
–Lo pienso todo el tiempo. Creo que los restaurantes cumplen ciclos, como cualquier expresión humana. Afortunadamente, estamos en constante cambio y eso me ha permitido no aburrirme. Ahora estoy en una etapa que me encanta. Quizá moverlo, quizá cerrarlo, pero siempre tendré restaurante.
Olvera ama la perfección. Su vida es una búsqueda. De niño pasaba horas jugando con barro, en la panadería de sus abuelos nunca abandonaba el horno. “Siempre me ha gustado la conexión entre mi cerebro y mis manos. Disfruto mucho de la transformación; pensar algo y luego probarlo me parece mágico”.
En esta senda fueron determinantes los estudios en el Culinary Institute of America, la noche en Le Bernardin, pero también el maestro de maestros, el catalán Ferran Adrià. “Él nos enseñó a toda esta generación que no había límites, que uno es responsable de sus propios platos y que en la búsqueda de nuevos sabores había una manera de hacer cocina”. Bajo su influjo, Olvera se sumó al vendaval de la modernidad. Su nombre se fue agigantando. En el círculo de sus amistades y de su inspiración entraron su amigo René Redzepi, Andoni Luis Aduriz, Michel Bras, Alice Waters, Thomas Keller, Ignacio Mattos, Carlos Mirarchi, Estanislao Carenzo.
Pujol se construyó en esta interacción. Pero nunca perdió su pie en la realidad de su tierra. Olvera, como buen cocinero, disfruta del cielo culinario que son las calles de México. Las gorditas de chicharrón en un puesto de la esquina, una tlayuda (una tortilla típica) en el mercado de Oaxaca. “Todo eso tiene una intensidad de la que muchas veces carece la alta cocina. Lo disfruto mucho, pero evito el exceso. Esta carrera es de boxeador y si no te cuidas acabas en la bancarrota”, bromea.
Esa pasión por México sostiene su cocina. Pero sometida al alambique de su personalidad. Olvera es mexicano y universal. Sincrético. En su proceso creativo, que él define como “suelto y orgánico”, combina la técnica más ancestral con la tecnología de vanguardia. El objetivo es ambicioso, aunque él lo exprese en términos familiares.
–Tenemos la obligación generacional de hacer las cosas mejor que nuestras mamás. Yo quiero hacer mejores tortillas que mi abuela. Eso no significa que necesite una nave espacial, sino entender mejor los procesos. Conocer es una manera de perfeccionar. No se trata de introducir cambios radicales, sino de convivir con las dos filosofías. Adoro las técnicas de la cocina tradicional, son sabias, pero también lo son las modernas. Ya quisiera mi abuela haber tenido uno de esos aparatos modernos.
–¿Se siente artista?
Olvera deconstruyó México y lo sirvió en uno y mil platos. México depurado y servido en una atmósfera irreal
–No, para nada. Aunque no me gusta que digan que soy empresario, reconozco que lo soy. Pero artista no.
–¿Y la belleza?
–Lo bien hecho es bello. La cocina puede llegar a parecer arte, pero no lo es.
–¿Es un placer?
–Es un placer y no es efímero, porque se queda contigo toda la vida.
En Olvera hay una pulsión vital irrefrenable. Ahora mismo asegura que se siente feliz. Que adora lo que hace y que no quiere estarse quieto. En su cabeza bullen los proyectos. Habla de ellos con pasión. También de su cocina. Y de sus tres hijos. Y de su esposa. Y de sus amigos cocineros. Y de Pujol. Olvera vive atrapado en su necesidad de entregarse al día a día. De evitar que se le escape la vida sin haberla saboreado, cocinado, servido. Perfeccionado. No es una elucubración. Lo lleva marcado en su carne. Su antebrazo derecho luce una inscripción: “Lo que importa es el camino, no el final”. Ese es su destino. Tatuado en la piel.
–Siempre he pensado que tienes que disfrutar de tu vida. Cuando alcanzas tus metas te dices: ¿y ahora qué, y todo este esfuerzo habrá valido la pena? La única manera es gozar del recorrido. Por eso me lo tatué. Para no olvidar que tengo que vivir en el presente y disfrutar este día.
Ha pasado una hora de conversación. De la cocina no deja de llegar el bullicio de cacerolas. En las calles de México llueve. Enrique Olvera, durante todo este tiempo, apenas se ha movido de su sitio. Del corazón del restaurante Pujol.
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