La política, el placer y la carne
A pesar o precisamente porque la evaluación de la IARC tiene un alto rigor científico, nos deja cavilando sobre sus significados e implicaciones prácticas. Pero antes que nada: no pienso quitarme del placer de comer buena carne de vez en cuando. No porque vaya a hacer oídos sordos a lo que dicen los científicos de la OMS, sino porque sé que podemos compaginar la atención al conocimiento científico con los placeres de la vida.
Las evaluaciones de la IARC merecen el máximo respeto y, de hecho, hace pocas semanas un grupo de más de cien investigadores hemos explicado y defendido en un artículo científico su modo de trabajar: independiente, honesto y con el máximo rigor científico. Cualidades absolutamente necesarias y preciosas en un mundo de ríos revueltos. Quizá la complejidad del trabajo que los expertos hacen para la IARC, y una cierta tradición de explicarnos a medias, hace que esta Agencia no aborde todas las cuestiones que su informe nos deja en la cabeza.
No pienso quitarme del placer de comer buena carne de vez en cuando
Los expertos resaltan que sus conclusiones tienen más impacto a nivel de salud pública que a nivel del individuo, además de recordar el valor nutricional de la carne. Y podemos añadir: y un valor cultural y emocional. Cuántas parrilladas no habremos compartido en familia y amistad. Sin estas cosas la vida no tiene sentido. Ni lo tiene introducir en ellas el oxidado cuchillo del miedo: ningún mal nos hará, ese día al aire libre en compañía, esa grasa dorada y crujiente, esa carne chispeada de marrones y negros. Ese día. Lo malo es cuando la grasa y la carne son de pésima calidad y su consumo rutinario.
Si la IARC y la OMS no pueden ayudarnos a concretar más qué medidas personales y qué políticas pueden mejorar el problema de la carcinogenicidad de la carne procesada y de la carne roja, entonces habrá que pedir que nos informen con rigor y aporten elementos para reflexionar nuestras autoridades, medios de comunicación, organizaciones ciudadanas y expertos. Pasado el susto inicial o el “prefiero no saberlo”, la grima, perplejidad e incredulidad, hay que informarse y pararse unos minutos a reflexionar.
Lo malo es cuando la grasa y la carne son de pésima calidad y su consumo rutinario
Propongo tres tipos de preguntas. Primera ¿puedo comer menos carne y de más calidad? Muchos ciudadanos, podemos. Y, en principio, hasta la clase trabajadora sufre niveles alarmantes de obesidad; pero ello no significa que pueda comer de más calidad, pues es más caro; tanto la carne como las frutas y verduras que tan a poco suelen saber. A ver si alguna organización política o ciudadana logra mejorar la calidad de la carne que comemos sin provocar mayores desigualdades en la dieta y la salud. Segunda ¿estamos resignados a que solo el precio sea un cierto indicador de calidad de la carne? y ¿por qué los consumidores tenemos tanta desconfianza hacia los certificados de calidad, y en especial hacia los de la agricultura ecológica? Ésta es otra alternativa práctica; en España, demasiado minoritaria. El coste. Y tercera ¿debe tanta parte del peso del problema recaer en los ciudadanos individuales o podemos lograr políticas públicas y privadas que lo controlen? Empecemos preguntando qué hacen en concreto las autoridades de salud pública, industria y agricultura, habitualmente tan sensibles a los grupos de presión. Continuemos con las autoridades económicas, siempre ciegas ante las consecuencias que sus políticas tienen para la salud y el medio ambiente. Y no olvidemos las políticas de las colosales industrias de producción animal y de distribución de alimentos. Al principio de una nueva campaña electoral ¿no es éste un momento excelente para que nos expliquen en detalle las políticas que aplicarían caso de que les votásemos?
Miquel Porta es catedrático de salud pública en la Universidad Autónoma de Barcelona e investigador del Instituto de Investigaciones Biomédicas Hospital del Mar
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