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el pulso
Columna
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Folies Bergère

Mi terapeuta tiene una oreja sobredimensionada, que escucha lo que nadie más percibe, y una boca pequeña, que apenas dice nada

Mi terapeuta tiene una oreja sobredimensionada, capaz de escuchar lo que nadie más percibe, y una boca muy pequeña, que apenas dice nada. Es un negociador especializado en persuadir a los problemas del paciente, armados y parapetados en su interior, a que se asomen para encontrar una solución. Viste como un pulcro funcionario retirado: un jersey de pico en invierno, la camisa blanca y planchada en verano. Su consulta es una habitación luminosa con un sofá claro de piel en un lado, una silla ergonómica negra, algunos cuadros. Parece un cuarto de estar, pero nunca hay ningún libro sobre la mesa baja, ningún vaso olvidado, jamás hay pelusas ni mancha alguna en la alfombra blanca.

Cada vez que le pago, me acuerdo de Woody Allen: ¿De dónde venimos?

Todo está estructurado y pautado, igual que un escenario. Me recibe de dos a tres, la hora del almuerzo. Tan pronto nos sentamos, hay unos instantes de silencio y luego dice: “Usted dirá”. Me recuerda a un viejo chiste: “Un psiquiatra es un hombre que va al Folies Bergère y mira… a los espectadores”. Escenificamos una comida a la inversa: yo vomito y él, con su voz pausada, separa los trozos revueltos: esto por aquí, esto por allá, puf, qué mala pinta tiene eso, vamos a dejarlo a un lado, ya lo veremos luego. Luego me ayuda a masticar los pedazos, a tragarlos y, si hay suerte, por fin a defecarlos. Cuesta un riñón, pero el dinero es muy útil para desdramatizar. Cada vez que le pago, me acuerdo de Woody Allen: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Hay posibilidad de tarifa de grupo?

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