Adultos a la fuerza
Solo los campos de refugiados del sur de Chad acogen a 696 menores que han llegado al país sin sus padres huyendo de la guerra en las naciones vecinas
Bachirou Ndjingui tiene siete años y la mirada triste y huidiza. Hace años que perdió a su padre y hace poco más de uno vio morir a su madre. Le asesinaron las milicias cristianas anti-Balaka cuando trataban de huir juntos de las balas desde República Centroafricana hacia Camerún por la guerra que enfrenta a ese grupo con los musulmanes Seleka, que se hicieron con el poder en 2013. Bachirou, que entonces tenía seis años, entendió en el bosque de golpe lo que era la muerte. Nadie tuvo que explicárselo. Muerte significaba para él soledad.
La crudeza de la guerra había obligado a la familia a separarse en su huida. Su hermano, de 12 años, y su hermana, de ocho, habían salido de República Centroafricana con una tía. Así que de pronto Bachirou, rescatado por una mujer tras el asesinato de su madre, se vio viviendo en un campo de refugiados, Garoua-Boulaï, de un país, Camerún, que no era el suyo. En ese momento dejaba de ser Bachirou para pasar a ser lo que en la jerga se conoce como un menor no acompañado.
No tendría por qué haber entrado en esa categoría, según cuenta su tía Marimu Adamu, de 23 años, sentada en el suelo a escasos metros de su chabola en el campo de refugiados de Belom, al sur de Chad. En el citado asentamiento camerunés estaban sus hermanos y su tía. Pero nadie lo sabía, tampoco la mujer que lo vio solo, lo acogió y lo llevó con ella a Djako, otro campamento para las víctimas de la guerra. “Unicef operaba allí y hacía fotos a todos los niños que habían llegado sin sus padres para distribuirlas y tratar de localizarlos”, continúa Adamu.
Bachirou, de 7 años, llegó solo a Camerún huyendo de la guerra. Hoy vive con sus tíos en Chad
Ella, su marido Abdul Karim Mussa —hermano de la madre de Bachirou— y sus dos hijos llegaron a este asentamiento de Chad en 2014 y no habían sabido nada de la familia hasta que de pronto llegó a sus manos una de aquellas fotos. De inmediato reconocieron a Bachirou, que ahora, desde hace tres meses, vive con ellos. “Cuando llegó tenía miedo, se sentía inseguro”, cuenta Adamu delante del muchacho mientras da de mamar a su bebé. “Pero enseguida se adaptó. Tenía relación con mi hijo de siete años desde hacía tiempo y no tardó en acostumbrarse”. ¿Recibió al llegar algún tipo de ayuda psicológica? “No, le regalaron agua y una mosquitera, pero no tuvo apoyo psicológico”, cuenta la mujer.
Bachirou asiste mudo a la conversación, bajo un sol que calienta sin piedad y en medio de la expectación de toda la chiquillería del poblado en el que viven 18.700 refugiados. Ha contado poco de lo que ocurrió aquel día en el bosque. Pero es difícil que lo olvide nunca: “Por favor”, escuchó que decía su madre a una mujer al desplomarse en el suelo , “llévatelo y sálvalo”.
La historia del pequeño Bachirou ha tenido un desenlace poco habitual por relativamente feliz. No es muy frecuente que los menores no acompañados que llegan a los campos de refugiados acaben reencontrándose con sus familias. Y son muchos. Solo en los asentamientos del sur de Chad hay 24 niños que llegaron solos y 672 sin sus padres pero sí de la mano de algún familiar o allegado.
Aboubakor Adamou, hijo de ganaderos nómadas, tiene 13 años y es el mayor de cinco hermanos. “Mis padres, que vivían en Bambari, me enviaron a estudiar en la escuela coránica a 80 kilómetros de la capital”, cuenta mirando al suelo en el puesto que la Cruz Roja tiene en el asentamiento de Maingama. “Cuando estalló la guerra era imposible moverse. No podían venir a buscarme, cada uno tenía que salvarse como pudiera”, continúa. “Mi marabú (líder religioso) pagó un coche y me trajo a Chad”.
Eso fue hace dos años. Ahora vive con la familia de Mahamat Bello —otro marabú que lleva incrustado en su brazo en forma de bala el conflicto de República Centroafricana— y continúa con sus estudios coránicos.
“Yo no puedo hacer una distinción entre este niño y mis cinco hijos”, dice Bello, que accedió a acoger al chaval a petición de Unicef, institución que busca las soluciones de urgencia menos traumáticas para los menores no acompañados mientras trata de localizar a sus padres.
“El objetivo final es siempre que vivan en familias”, explica Marcel S. Outara, subdelegado de Unicef en Chad en su despacho de la sede que el organismo tiene en la capital del país. “Es siempre lo mejor para el niño. Y con más razón en estos casos”. Los menores que llegan solos a los campos de refugiados suelen estar “mentalmente perturbados”, lamenta, "por eso tratamos de facilitarles espacios lúdicos, lugares para jugar, interactuar entre ellos, para que vuelvan a sentirse niños. Muchas veces no quieren comer, están muy afectados por no estar con su familia. Hay que trabajar con ellos de una manera social y afectiva. Es lo más difícil, tenemos psicólogos trabajando con ellos”.
Unicef tiene un programa para menores no acompañados. "El objetivo final es que vivan en familias”
Yaya Ibrahim, centroafricano de 15 años, vivía en Bangui cuando estalló la guerra. Su padre, comerciante, estaba fuera de la ciudad. Su madre cogió a sus hermanos pequeños y buscó el amparo de familiares en otra localidad. Él prefirió quedarse para sacar un dinero vendiendo aceite en el mercado. “Cuando mi padre volvió, la situación era insostenible y decidimos salir del país y acogernos al programa de repatriación del Gobierno de Chad. Nos montaron en dos coches diferentes. Desde entonces no le he vuelto a ver”.
Ibrahim cuenta que tenía el número de contacto de la familia, que llamó y no le contestaron. Lo intentó con un tío de Arabia Saudí que le dijo: “Tu madre está bien, está con tus hermanos en Camerún. De tu padre no sé nada”. El muchacho llora mientras cuenta su historia. Vive acogido por Hasania Sila, madre de ocho hijos ya mayores, pero no se le ve integrado. “No pararé hasta encontrar a mis padres”.
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