El miserable
A medida que nos alejamos del mundo rural y de los oficios vamos perdiendo los nombres
A medida que nos alejamos del mundo rural y de los oficios de siempre, cuando ya ni los pintores pintan nada, vamos perdiendo los nombres. Los de las flores y los de los árboles, los de los pájaros y los de las aguas, los de las telas y hasta los de los colores. Y los de todos esos utensilios que tanto nos facilitan la vida y que a menudo tampoco sabemos describir. Pásame el chisme ése, decimos cuando queremos que alguien nos alcance un guadijeño. O el descorazonador de manzanas. Necesito un flusflus. ¿O se llamaba fuchifuchi?
Pero hay profesiones en las que aún se hila muy fino. En algunas sastrerías, como las de toreros. O entre fogones. De todos los útiles que se emplean en una cocina, hay uno cuyo nombre siempre me fascinó. Tal vez porque su uso allanaba la satisfacción de mis particulares gustos culinarios. El miserable. Ignoro si ése es su verdadero nombre o si se trata más bien del resultado de su bautismo forzoso por parte de algún miembro de mi familia. Si el que tienes de toda la vida de pronto se pudre, prueba a comprar uno. Entra en una tienda de artículos para confitería, donde en otra ocasión los has visto desplegados en una de las paredes. Pide el dichoso artefacto y se te quedarán mirando con la boca abierta. Tendrás que explicar que un miserable es esa pala o espátula con cabeza de silicona aplanada y mango de madera o metal, ahora de plástico, que sirve para mezclar ingredientes, pero sobre todo para aprovechar hasta la última gota de una salsa o de una crema.
No me apasiona la comida. Tampoco pretendo pasar por una gourmet. Me gusta beber en vaso o a morro. Nada de olisquear el vino en copas balón. Y, lo confieso, podría alimentarme casi tan sólo a base de esos pringues pegajosos. Más que en juntar palabras, soy una experta en el miserable arte de rebañar.
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