¿Somos cada vez más listos?
A través de tres generaciones de una misma familia española, sometida al test de inteligencia breve de Reynolds, nos adentramos en el estudio de la evolución de la mente
Julia Montejo (Pamplona, 1972) proyecta una imagen acogedora. Reconoce su habilidad para conectar con la gente. El trato con ella es muy fácil, instantáneo. Novelista, guionista de cine y televisión, escribió y dirigió su primera película, Sin retorno, en 2001, antes de cumplir los 30 años (el filme ganó varios premios; entre ellos, uno del Festival de Cine de Málaga). Para ella, la inteligencia es “una herramienta para descubrir el mundo, para adaptarnos, para buscar felicidad”. Un recurso, en suma, que proporciona curiosidad por aprender, vital para salir airoso de apuros que pueden arruinar una oportunidad profesional importante en minutos.
Ella recuerda sus primeros contactos en Hollywood y la llamada que su agente le hizo antes de tomar un avión para Los Ángeles (California). Había logrado varias entrevistas con productoras interesadas en nuevos escritores. Le pidió una buena idea para una película que se pudiera resumir en una frase, lo que se conoce en la jerga como high concept, un concepto potente. Estas reuniones con productores creativos son como una puja para un estudio. Una prueba de fuego, asegura Julia. El productor está deseando escuchar la próxima película de éxito resumida en una frase tipo “Indiana Jones es un arqueólogo que trata de evitar que el Arca de la Alianza caiga en manos de los nazis”. “Es como un disparo, una oportunidad muy breve. Si en cinco minutos no funcionas, estás perdida”.
Julia contaba con una desventaja inicial. Su lengua nativa no era el inglés y nunca había vendido una idea a Hollywood. Tuvo varias entrevistas durante una semana en las que usó su inteligencia para ponerse en el pellejo del productor. Empatía para escuchar y hacer suyos los comentarios, añadiendo la experiencia de cada entrevista a la siguiente. “Es preciso extraer la esencia de lo que vendes y envolverlo de forma atractiva”. En el avión se le había ocurrido una comedia acerca de María, una joven que se ve obligada a subastar su virginidad. Al finalizar esa semana crítica, el interés se convirtió en rumor y le ofrecieron un contrato para escribir el guion. En Hollywood es difícil predecir el final de cualquier proyecto. La productora se arruinó y no pudo ratificar el contrato, pero Julia logró vender la opción a otra productora. Ahora, como ha sucedido con muchas historias que luego se convertirían en éxitos, el guion espera su momento dentro de un cajón. Julia logró algo nada fácil, llegar a ser una guionista española con representación en un mundo creativo y cruelmente competitivo.
Ella admite que para sortear obstáculos utiliza una persuasión mezcla de una voz cálida, la empatía para conectar y su capacidad de estar alerta y reaccionar a tiempo. Eso le ha dado resultados estupendos, como lograr el permiso de la prisión de Tampa (Florida) para meter las cámaras allí y entrevistar a un reo de familia española, Joaquín José Martínez, cosa que no lograron sus colegas de otras cadenas americanas o españolas. ¿Consiste en esto la inteligencia? Cristina Acedo, directora del gabinete de psicología EnPositivo en Madrid, decidió someter a Julia a una prueba, el test de inteligencia breve de Reynolds (RIST, en inglés), para comprobar el nivel de la inteligencia fluida –la capacidad para razonar en abstracto, relacionada con la adaptación y la agilidad para manejar una situación nueva– y el de inteligencia cristalizada –relacionada con la experiencia adquirida, la comprensión del lenguaje y la orientación espacial–. “A pesar de ser muy inteligente, Julia presentaba la lógica ansiedad ante la prueba”, explica esta psicóloga. La capacidad intelectual de Julia (su cociente intelectual o CI) resultó ser 129 (en la escala del RIST, un valor superior a 130 es “considerablemente por encima del promedio”, que oscila entre 90 y 109).
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El test de Reynolds pone un número sobre la mesa. Pero los números suelen ser peligrosos, propensos a interpretaciones erróneas o superficiales. La inteligencia humana es mucho más, tan extraordinaria como misteriosa, con muchas habilidades. Una podría ser la capacidad para “mantener bajo control nuestro temperamento”, dice Roberto Colom, catedrático de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid. La posibilidad de abrir una puerta en Hollywood pone nervioso a cualquier aspirante. Julia insiste en que esa habilidad emocional la heredó de su madre, Julia Rodríguez Romero (Santa Olalla del Cala, Huelva, 1947). Aprovechamos la oportunidad para explorar periodísticamente el recorrido de la inteligencia y cómo se ha transformado a través de tres generaciones de españoles gracias a la colaboración del gabinete de psicología de Cristina Acedo. Buscamos candidatos y finalmente conocimos a Julia, su madre y sus hijos. Y nos preguntamos si nuestros descendientes son efectivamente más inteligentes, y si la inteligencia crece con cada nueva generación.
La respuesta a esta pregunta tiene perplejos a los expertos y nos ha conducido a un viaje en el tiempo. Se gestó en la mente de James R. Flynn hace más de treinta años. Flynn es profesor del departamento de Psicología de la Universidad de Otago, en Nueva Zelanda. No es psicólogo de profesión, pero se ha convertido en una figura de calibre mundial en el campo de la inteligencia gracias a sus inquietudes políticas y filosóficas.
Hacia 1980 se topó con algo mientras comparaba valores de la capacidad intelectual en grupos de blancos y negros que ingresaron en el Ejército estadounidense para participar en las dos guerras mundiales y el conflicto de Vietnam. Flynn había nacido en Washington DC, de familia irlandesa. Educado como católico, abandonó pronto los estereotipos raciales de la época para centrar sus esfuerzos en refutar el racismo. En 1978 se sugería que la brecha observada entre los valores CI de blancos con respecto a los negros se explicaba por factores genéticos. Los negros mejoraban las notas de las pruebas con respecto a sus antecesores, incluso más que los blancos, lo que no le sorprendió mucho.
Flynn decidió estudiar los manuales y metodología de los test de inteligencia –WAIS y Stanford Binet– por si se parecían a las pruebas militares de ingreso. Descubrió que los test más recientes se actualizaban respecto a los de 20 años atrás, y los examinadores solían pasar las pruebas nuevas y viejas al mismo grupo. Flynn se sorprendió al comprobar que en los test de inteligencia los niños obtenían siempre mejores CI en las pruebas antiguas –como si fueran más listos que la generación anterior–. Observó que los más brillantes en los viejos test también sacaban mejores notas en los nuevos pese a ser más difíciles. Si uno era bueno en una cosa, tendía a ser bueno en todas las demás.
Al otro lado del teléfono, desde su hogar en Otago, este profesor de barba y pelo blanco sugiere que pensemos qué ocurriría si los atletas de ahora pudieran viajar en el tiempo para participar en los Juegos Olímpicos de hace 20 o 30 años. Por ejemplo, un saltador de altura y el requisito para participar. “Hoy el baremo suele estar en los 2,13 metros, mientras que hace 20 años podría ser de 1,82 metros. Así que para un saltador actual, su media sería muy superior a la de los Juegos de hace dos décadas”. Nuestro atleta sería un superdotado en el pasado. De manera análoga, Flynn descubrió que los chicos sacaban 100 puntos en los test recientes y 108 puntos en los antiguos. “Las normas para los que se examinaron hace 20 años eran más flojas”. Las diferencias entre generaciones lanzaban un mensaje provocador. Al igual que los atletas de hoy, que corren más rápidamente y saltan más, también parecemos mejores a la hora de sacar notas más altas en las pruebas de inteligencia.
Flynn decidió investigar si ocurría lo mismo en otras partes del mundo. Escribió a sus colegas para que le remitiesen resultados de pruebas. En un sábado de noviembre de 1984 recibió “una bomba” en su buzón de correos, describe en su libro Qué es la inteligencia (Tea Ediciones): una carta del psicólogo holandés P. A. Vroon de estadísticas de CI de jóvenes holandeses de 18 años. Los datos eran sencillamente increíbles. Entre 1952 y 1982 habían ganado 20 puntos al realizar el test de Raven.
¿Qué mide esta prueba? “Inteligencia abstracta, la que usamos para resolver un problema en el que el conocimiento previo es poco útil, y no necesitamos acudir a una base de datos”, responde Roberto Colom. Una adivinanza visual para acertar con una figura o forma de entre varias y rellenar el hueco de una serie, como la pieza de un puzle. O deducir un número a partir de una secuencia. Para sacar una calificación excelente no hace falta comprender la teoría de la relatividad de Einstein o haber leído cien obras maestras de literatura, ni acumular conocimientos enciclopédicos. Hay que razonar por analogía, de forma abstracta, con las pistas de la prueba. En principio, la educación recibida en las escuelas a lo largo de años no tendría que mejorar los resultados.
Cuando Flynn empezó a agrupar las estadísticas procedentes de 13 países, se quedó estupefacto. Solo en Estados Unidos, desde 1932 hasta 1978 –a lo largo de 46 años–, el americano medio había ganado una media de 13,8 puntos en su CI. En 1984 lo publicó en Psychological Bulletin, sugiriendo que en cada generación nos hacemos un poco más inteligentes, a menos que existiera un fallo en las pruebas. Poco después, los psicólogos Richard Herrnstein y Charles Murray bautizaron el fenómeno con su apellido, pese a que Flynn admite que no fue el primero en señalarlo –hay referencias publicadas de hasta 1936–.
El efecto traspasa fronteras. Los argentinos urbanos han ganado 22 puntos entre 1964 y 1998; los niños de ciudades brasileñas, de Estonia y de España han crecido al mismo ritmo que los estadounidenses, y los surcoreanos, incluso el doble; Kenia, Turquía, Arabia Saudí y Sudán han experimentado una “explosión de inteligencia”, señala Flynn en su obra Are We Getting Smarter (Cambridge University Press). Robin Morris, del King’s College de Londres, y su equipo publicaron en la revista Intelligence, el pasado marzo, un análisis de 405 pruebas de Raven hechas por 202.468 personas de 48 países y a lo largo de 64 años. Ratifica el efecto Flynn “en cada grupo de edad”, escriben los autores: un aumento de 20 puntos CI desde 1950 de media en el mundo y en otras pruebas, mejores cuanto más recientes. El efecto es más intenso en China e India. Ahora “es mayor en países con menores ingresos. Me resisto a llamarlos en desarrollo”, nos dice Morris por teléfono.
¿Por qué? Morris sugiere que “hay 2.000 millones de personas que aún tienen deficiencias de yodo, lo que puede afectar a su función mental”, por lo que las mejoras en las dietas podrían explicar el aumento. La luz eléctrica, antes escasa en estos países, “podría dar ahora más inteligencia. La gente puede pasar ahora más tiempo resolviendo problemas y cuando oscurece podría hacer cosas que son estimulantes para la mente”. Pero admite que son especulaciones.
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Cualquier padre se sentiría orgulloso al comprobar que sus hijos son más inteligentes. ¿Podemos esperar que el efecto Flynn ocurra también dentro de las familias? Roberto Colom, que ha realizado estudios en España que muestran una ganancia por década de tres puntos CI y es el mayor experto español a nivel internacional, cree que es algo que no está al alcance de la metodología actual. No ve sentido en comparar “a un chaval con sus padres y sus abuelos”. Explica que los estudios se hacen en “individuos comparables de distintas generaciones” y que además “presentan distintas puntuaciones brutas en el mismo test estandarizado de inteligencia. Por ejemplo, chavales de primero de Secundaria o adultos con un nivel ocupacional medio en Berlín, Ámsterdam o Madrid evaluados en 1950, 1970, 1990 y 2010”. Robin Morris concede que encontrar el efecto dentro de una familia supondría “un estudio fascinante” y muy difícil de llevar a cabo. El investigador tendría “que pasar el test a una persona y esperar a que sus hijos o hijas alcanzaran su edad para someterles a la misma prueba”.
Pero investigadores como el psicólogo noruego Jon Martin Sundet no han dudado en afirmar a El País Semanal lo contrario. “Hemos establecido que el efecto Flynn también aparece dentro de las familias, al menos en Noruega”. Sundet cita un ambicioso estudio entre hermanos nacidos en tres periodos y separados unos cinco o seis años en el que se ve, en las pruebas de ingreso en el ejército, que el hermano más joven obtiene mejores notas que su hermano mayor cuando se examinó a la misma edad. El propio James Flynn está convencido de que el efecto sucede en las familias. Cita el de jóvenes holandeses de 1982. “Los investigadores cogieron una muestra al azar de los resultados y observaron los valores CI de sus padres, quienes también pasaron las pruebas de los militares, creo que hace unos 27 años atrás”, explica pausadamente. “Los chicos ganaban entre 18 y 19 puntos comparados con los de sus padres. Es decir, podría ser una diferencia parecida a los 20 puntos ganados a lo largo de generaciones separadas 30 años”. Eso significa que “el holandés medio de 1982 se encuentra en el percentil 90 de la generación de sus padres”.
El mayor error sería considerar que nuestros antecesores eran más estúpidos, dice Flynn. “La mayoría de la gente que trabaja en este campo se dedica a medir, pero casi nadie piensa en términos históricos o arqueológicos”. Admite que su trabajo le ha llevado a convertirse más en un arqueólogo de la mente humana que en un científico armado de un calibre y obsesionado con los datos. “Imagina que eres un arqueólogo que viene del futuro y todo lo que encuentras de nuestra civilización son los resultados de los campos de tiro”, explica, en referencia a los aciertos de una diana a 100 metros del tirador. “En 1865, los mejores tiradores eran capaces de disparar una bala por minuto. En 1898 encuentras que el ritmo ha subido a 10 balas por minuto. En 1940 ya son 50 balas (aciertos) por minuto. Si eres alguien solo preocupado por medir, la prueba te indica cómo de firme es tu pulso o tu agudeza visual, pero es ridículo. La gente no puede mejorar el pulso o la visión en solo 50 años”. Un historiador investigaría en los campos de batalla y encontraría que en la guerra civil americana se fabricaban fusiles de ignición por chispa. En 1898 se usaban rifles de repetición, y hacia 1950, ametralladoras. “No lograban más blancos por ser más precisos con las manos, sino por la evolución de las armas”.
Para Flynn, el mundo ha cambiado. Y con él, los estímulos. “Cuando hoy observamos las cosas, las clasificamos de forma automática, hacemos hipótesis y razonamientos lógicos. Pero en el pasado, las personas observaban el mundo y trataban de conseguir ventajas. Si a principios de 1900 le hubieras preguntado a alguien qué tienen en común los perros y los conejos, te habría respondido que los perros cazan y se comen a los conejos. Es una respuesta pragmática, pero hoy sería incorrecta. Hoy respondemos que ambos son animales”.
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Es difícil dejar de pensar en esta arqueología de la mente cuando, al conversar con Julia Rodríguez Romero, la madre de Julia, ella rememora el mundo siendo una chiquilla de 14 años, hacia 1961, en Santa Olalla del Cala; recuerda que entonces lloraba cuando su madre decidió que ya no iba a estudiar el Bachillerato pese a las excelentes notas que solía obtener en la escuela. Las maestras de la escuela nacional la adoraban. El mundo de aquel pueblo andaluz estaba desprovisto de estímulos. “Solo escuchábamos la radio, o tomábamos alguna lectura prestada de vecinos”. Su madre era tan posesiva que no permitió que recibiera clases ni en su hogar, ni siquiera cuando un familiar se ofreció para prepararla. Con la puerta de los estudios cerrada, a esa muchacha solo le quedaba estudiar corte y confección por deseo de la madre en una fundación regentada por monjas. Pero en ese lugar también existía la posibilidad de estudiar secretariado. Algo dentro de ella se rebelaba contra esa imposición. Las monjas permitieron que estudiara secretariado sin pagar, y confección, para satisfacer a su madre. Y a los 17 años Romero entró a trabajar como administrativa en una empresa de minería de la zona.
Toda esa presión por parte materna produjo en ella una necesidad de aprender. El aprendizaje se convirtió en conquista. Cuando le pregunto a esta mujer qué es para ella la inteligencia, no lo duda. “Convertir las dificultades en ventajas”. Es lo que ha hecho durante los momentos más duros. La inteligencia ayuda a encontrar el equilibrio.
Roberto Colom cree que la inteligencia es una herramienta “para cambiar el mundo”. Y eso es precisamente lo que logró Rodríguez Romero con el suyo. En vez de buscar la confrontación con su madre –de la que es imposible desvincular el lazo afectivo–, ella decidió resistir en la sombra. Esperar su oportunidad durante años en los que luchaba por liberarse de esa posesión materna. Ella sigue preguntándose ahora si hubiera sido tan feliz de haber tenido circunstancias más favorables. La gente feliz suele ser inteligente, pero no tiene por qué ocurrir al contrario: la inteligencia no siempre garantiza la felicidad. “Hay una base de la inteligencia que es la toma de riesgos. Una decisión que implique que tengas que salir de tu zona de confort. Para mí, eso es un signo de inteligencia”. Esa oportunidad llegó cuando ella contrajo matrimonio en Sevilla con un ingeniero de minas que vino de Bizkaia –su esposo actual, Eduardo, padre de Julia–, quien recibiría un telegrama el 27 de diciembre de 1970 con una oferta de trabajo en Pamplona para presentarse allí a principios de enero, en días. La decisión era inmediata: partir hacia el futuro, quedarse en el pasado. Y el miedo, el enemigo a vencer. “Es eso lo que nos bloquea”.
Ella pudo cumplir el sueño universitario con el acceso para mayores de 25 años, la matriculación en Psicopedagogía, los estudios musicales, ganar por oposición una plaza de secretaria de alto cargo en la Universidad Pública de Navarra hasta su jubilación... Rodríguez Romero se convertiría en una de las primeras personas de Pamplona en usar el correo electrónico. Era el año 1994. Los primeros ordenadores habían llegado a su universidad, y el correo electrónico era una rareza limitada al ámbito universitario. Ella empezó a usarlo para intercambiar con su hija mensajes instantáneos. Por entonces, Julia cursaba el último año de Periodismo en la Universidad de Misuri, en Estados Unidos. Su madre recuerda el impacto que causó que ella pudiera comunicarse instantáneamente con su hija.
A sus 68 años, la puntuación CI de Rodríguez Romero, según el RIST, fue de 105, lo que encaja dentro del promedio general. La diferencia con Julia hija es de 24 puntos, y en el tiempo, ambas separadas casi lo mismo, un cuarto de siglo. “Julia Rodríguez Romero es una persona muy empática y estaba preocupada por dar su máximo en la prueba, algo que hizo sin ninguna duda, aunque también le preocupaba que los resultados fueran favorables para su hija”, indica la psicóloga Cristina Acedo, que realizó las pruebas de selección de los candidatos para este reportaje.
Piense en la inteligencia como el músculo del cerebro hecho de muchas partes. Dependiendo de nuestra rutina gimnástica, el día a día mental, desarrollaremos más un tipo de inteligencia que otro. ¿Cuáles fueron las exigencias del mundo de hace 50 o 100 años y cómo modelaron la inteligencia humana de los que nos precedieron? Flynn señala las entrevistas que el neuropsicólogo ruso Alexander Luria hizo a los campesinos rusos en la década de los años veinte del siglo pasado, con preguntas del tipo: ¿qué tienen en común los cuervos y los peces? “Absolutamente nada”, respondían. “Un cuervo vuela, el pez nada. Puedes comer peces, pero no cuervos. Un cuervo puede pescar un pez, pero no al contrario”. “¿Pero no son ambos animales?”. “No”.
Flynn habla de un mundo mental atado a lo concreto. “Hace 100 años, la gente aceptaba lo que le decían sus padres. Si estos consideraban que los negros eran inferiores, no se cuestionaba. Si por el honor de una familia había que matar al violador de una hija, se aceptaba. Pero hoy somos muy diferentes. Siempre ponemos a prueba nuestros principios morales universales”, narra este profesor de estudios políticos. “Cuando estudiaba en la Universidad de Chicago y regresaba a casa, mis padres tenían prejuicios raciales, habían sido educados así. Solíamos preguntar a nuestro padre lo que sucedería si al día siguiente se despertara y descubriera que su piel era negra. ¿Merecía ser perseguido por eso? Y respondía: ‘¡Es la cosa más tonta que jamás has dicho! ¿A quién conoces que se haya despertado por la mañana y descubra que es negro?’. Él no se tomaba en serio las cuestiones hipotéticas”
El escritor científico Steven Johnson asegura que la cultura popular, en vez de hacernos más estúpidos, nos hace más inteligentes. El mundo ha cambiado también en la pantalla catódica. Sugiere que analicemos los guiones de las series de televisión de los años setenta como Starsky y Hutch. Las tramas eran simples y apenas requerían concentración del espectador. La serie policiaca Canción triste de Hill Street en 1981 introdujo múltiples caracteres, cada uno con su propia historia. En 24 hay un capítulo en el que intervienen 21 personajes, cada uno con una historia distinta, afirma Flynn. Los espectadores quieren satisfacer su necesidad de series ricas, complejas y con personajes de claroscuros, y existe una dirección en doble sentido. Sí, la televisión ha cambiado porque nosotros también estamos cambiando.
El efecto Flynn en las familias fascina a Michael Mingroni, investigador de la Universidad de Delaware (Estados Unidos). “Definitivamente, y por término medio, los niños suelen tener un CI más alto que sus padres, ya que las ganancias han sido muy rápidas”. Cita un estudio realizado en su país en el que los niños eran más altos que sus padres y también tenían un CI más alto a lo largo de las generaciones. Y otro en Hawái. “En las familias cuyos padres eran japoneses o chinos y norteamericanos, los valores CI eran más altos en los niños, mientras que en las familias de padres europeos y norteamericanos, los valores de los niños eran más bajos que los de sus padres. Y no sé por qué”, admite en un correo electrónico. Añade que la mayor altura física se ha incrementado al mismo ritmo que los valores de inteligencia de los test. Los padres con un alto CI suelen tener hijos con valores altos, aunque no necesariamente superiores. La inteligencia tiene una fuerte carga genética, aunque desconocemos aún los genes implicados, explica Roberto Colom. Mingroni añade que si se comparasen los hijos a los 20 años con respecto a sus padres ya en la cuarentena, la mayor parte de las diferencias “podrían atribuirse a la mayoría de las diferencias observadas al efecto Flynn”.
Julia lee algunos fragmentos de su tercera novela, Lo que tengo que contarte (Lumen), una historia de asesinatos de balleneros ocurrida en 1615. Su ambición actual es escribir cada vez mejores novelas. Literatura, cine, televisión, y también la música, piano y ballet. Convencida de que todo es parte de una educación integral para convertirse en una escritora competente. “La música es un estímulo para el desarrollo de la inteligencia, de la concentración, el lenguaje abstracto, el sentido del ritmo, la memoria”. Quiere que sus hijos experimenten lo mismo.
Eduardo ya lee sin dificultad en clave de sol y de fa, e interpreta, a sus nueve años, partituras nada fáciles. Se ha matriculado de segundo curso de violín en el conservatorio (CI de 132 según el RIST, 3 puntos más que Julia, 27 más que su abuela). Es un niño curioso, tranquilo, muy educado, y también está alerta a todo lo que se le dice. Le pido que recuerde algunas preguntas de la prueba y escribe en el cuaderno de notas. “Parece muy seguro de sí mismo, tranquilo, racional y más parecido a su padre”, comenta la psicóloga Cristina Acedo. Su hermana, Cecilia, ha comenzado piano hace unos meses, ya empieza a leer música y a tocar pequeñas piezas. La pequeña igualó el CI de su madre de forma notable. Con siete años recién cumplidos, está rozando la frontera del sector de la población cuya capacidad intelectual está bastante por encima de la media. Es una niña abierta, espontánea, muy empática. “La veo más parecida a Julia, es más emocional”, indica Acedo. “Su resultado no ofrece diferencia significativa con su madre. El CI de Cecilia no tiene por qué aumentar necesariamente con la edad, aunque podría hacerlo si trabaja los índices de los que se compone la inteligencia”.
El efecto Flynn está ahí. En la búsqueda de otros candidatos para este reportaje hasta que conocimos a Julia y su familia, Cristina Acedo sometió al test de Reynolds a otras abuelas, hijas y nietos. Los resultados fueron muy interesantes. Diez puntos o más entre una abuela de 70 años (CI 106) –una generación más ilustrada y con mayor bagaje de lectura– y su hija de 45 (CI 114), y entre 5 y 10 puntos con respecto a los pequeños de entre 7 y 10 años (CI de 121 y 131).
Pero el desarrollo de una faceta de la inteligencia humana tiene también su contrapartida. Corremos el peligro de aislarnos del mundo, sin saber nada de él, entre un mar de símbolos y analogías. “No es suficiente razonar de forma lógica”, advierte James Flynn. “Solo puedes poner esta lógica en marcha si estás informado sobre el mundo moderno. Cuando era más joven, los estudiantes leían mucho más”. Ahora el sistema universitario produce especialistas que solo leen de lo suyo. Un signo preocupante. “Si uno no lee de forma amplia y variada, te transformas en un ciudadano del medievo, solo vives en la burbuja del presente y no sabes nada del mundo moderno y de su historia”.
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