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EL PULSO
Columna
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La rebelión de los clientes

Las trampas de la alimentación son una de las obsesiones favoritas de los países ricos

Martín Caparrós
Vani Hari, autora del blog 'Food Babe'.
Vani Hari, autora del blog 'Food Babe'.Andy McMillan/NYT (Contacto)

La señorita se presenta sola: “Mi nombre es Vani Hari, pero ahora me conocen como The Food Babe. Durante buena parte de mi vida comí todo lo que quise. Era una adicta a las chuches, bebía gaseosas, nunca tomaba verdura, frecuentaba los fast foods y me llenaba de comida procesada. Mi dieta típicamente americana me llevó donde típicamente te lleva: a un hospital. Fue en una cama de hospital, hace más de diez años, donde decidí convertir la salud en mi prioridad número uno”.

Ahora Vani Hari tiene 35, la sonrisa colgate y un blogfoodbabe.com– que, sólo el año pasado, consiguió 54 millones de visitas. Allí muestra su antes y después: una chica gordita se transformó en belleza normalizada porque empezó a comer sano y, para eso, dedicó su vida a estudiar qué nos venden las compañías alimentarias so capa de comida. Food Babe denuncia la cantidad de componentes nocivos que traen los alimentos envasados y es una pesadilla para esas compañías, pero es, sobre todo, el síntoma de una tendencia. Las trampas de la alimentación se han transformado en una de las obsesiones favoritas de los países más ricos: libros, revistas, webs, emisiones de radio y de tevé las rastrean. Lo que comemos debe ser fiscalizado: la comida –como todo lo que nos metemos en el cuerpo– es sospechoso. En tiempos sin cuerpos sociales bien definidos, muchos intentan defender el último bastión, el refugio final: el cuerpo propio.

Las trampas de la alimentación son una de las obsesiones favoritas de los países más ricos

Es cierto que la mala alimentación ya ha causado una epidemia mundial de gordura, que afecta especialmente a Estados Unidos: uno de cada tres americanos –los más pobres, los más expuestos a la comida basura– es obeso. Y la alimentación paranoica empieza a producir efectos. En el corazón del Imperio Fastfood, las grandes corporaciones pierden peso: McDonald’s cambió de jefe tras nueve trimestres de baja de las ventas, Kellogg’s lleva siete, los beneficios de Kraft se redujeron un 62% el último año, Coca-Cola lanzó un plan para ahorrar 3.300 millones de euros en cinco años. Y, para adaptarse, mutan sus productos o, por lo menos, sus imágenes: dicen que usan ingredientes naturales, excluyen colorantes o transgénicos, ofrecen ensaladas –a ver si recuperan a sus clientes en fuga. En estos días nada vende más que decir que algo es sano y que ha sido producido en condiciones justas. El mercadeo cambia para que el mercado pueda seguir igual.

El rechazo de la comida sospechosa forma parte de un fenómeno más amplio: la rebelión de los clientes. Ahora –tiempos duros para la política– la ciudadanía se ejerce en el consumo: cada vez más personas compran comercio justo, manzanas orgánicas, chirimoyas no fertilizadas, lanas teñidas naturales. Así, contribuyen a favorecer ciertas ideas del mundo: intercambios más equitativos, mejores condiciones laborales, cuidado de la Tierra, boicot de químicos diversos.

La insurrección de los consumidores avanza –con más ímpetu cuanto más rica es su sociedad, porque suele ser cara: los productos que favorecen cuestan más que los otros. Pero la discusión central no es ésa: sus críticos dicen que si tu acción contra las injusticias del sistema económico pasa por tu condición de consumidor, consolidas el sistema que produce esas injusticias –que se basa en definirte como un consumidor. Otros contestan que, ya que hay que consumir, mejor hacer valer tu opinión en ese acto. Otros, que qué me importa el lugar donde me ponen o me pongo, que lo que vale es no dejarse engañar ni enfermar, cuidarse.

The Food Babe, mientras, sonríe con docenas de dientes: está convencida de que ella –y otros como ella– están cambiando lo que cuenta.

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