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MORBUS NAUTICUS
Columna
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Ay, Manete

Era una de las personas más increíbles que he conocido. Con una memoria prodigiosa y una inteligencia natural que no llegó a aplicar en carrera universitaria alguna

Ha muerto Manete. La miniatura de Don Quijote, bromeaba. A los 89. Enviudó de sí mismo, según le gustaba decir de otros. Poco después de recibir su primera tarjeta sanitaria. De que en el hospital se asombraran de ver a alguien que a esa edad no se había tomado nunca la tensión y cuyo médico de cabecera había abandonado este mundo hacía décadas. ¿Última inyección? En 1946… Días antes confesó que no podía más: Estoy fotut. Jodidiño. Me he convertido en un despojo de casquería… Y con su típico humor, similar al de La Codorniz y al de mi padre, otro Manuel Vias, añadió: “Yo ya quiero causar baja en el escalafón… No tuvo jamás cargo alguno, ni siquiera en su casa, en la que sólo vivía él. Era una de las personas más increíbles que he conocido. Con una memoria prodigiosa y una inteligencia natural que no llegó a aplicar en carrera universitaria alguna, a consecuencia de un trauma de dimensiones genéticas que sufrió su padre, arquitecto, al que, por haber construido colegios para la República, impidieron ejercer la profesión durante la dictadura de Franco. Su Excremencia, cascarrabiaba Manete, que hubiera querido exiliarse, no al norte del Ebro, sino del Loira. Sin embargo, vivió bien, porque era muy rico, intelectual y espiritualmente. Un hombre libre y bueno, mi tío, al que conocí en la plaza del Obradoiro por casualidad. Coleccionista de lunas llenas y experto en el Camino de Santiago y en casi cada rincón de España, que recorría en autobús o a pie. Austero y bohemio, como el maestro Fortea, guitarrista del que fue alumno aventajado. Adorador de cordilleras y valles y de tantas mujeres soñadas. Esas jovencitas rubias que me dan flojera, decía. ¡Viva Manete! Lástima que no haya por aquí iconos de bracitos con puño. Ese puño que alguien me enseñó a levantar en el crematorio y en los cementerios.

 

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