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Las huellas del genocidio armenio

El Gobierno de Turquía sigue negando oficialmente que la deportación y muerte de más de un millón y medio de armenios en 1915 constituya un genocidio Pero el debate se ha abierto en la sociedad turca, algo impensable hace pocos años. Hoy, en el centenario de aquella tragedia, ya se habla públicamente de la herida armenia

Andrés Mourenza
El padre de Irag Vardjavedian nació en Maras (sur de Turquía), pero fue deportado en 1915. Vardjavedian reside hoy en Estados Unidos y posa con un retrato de su padre y sus tíos tomado en un orfanato libanés en 1920.
El padre de Irag Vardjavedian nació en Maras (sur de Turquía), pero fue deportado en 1915. Vardjavedian reside hoy en Estados Unidos y posa con un retrato de su padre y sus tíos tomado en un orfanato libanés en 1920.Andrés Mourenza

Jesucristo, Moisés, Mahoma… Los profetas fueron personas muy inteligentes en su tiempo, pero ¡me gustaría ver cómo se las arreglarían ahora!”. Como la de otros armenios en Turquía, la vida de Hayrabet Babikyan nunca ha sido fácil. “Yo es que soy un poco ateo”, se justifica, y prosigue con su lista de agravios: “Este año pagan muy mal las naranjas, por la guerra. También he plantado papayas, pero en este pueblo nadie las quiere. No saben apreciarlas”.

Las negras nubes se amontonan sobre la cordillera de Yayladag. Al otro lado se encuentra Siria; de este, Turquía. El anciano observa a las puertas de su hogar, como el vigía de un tiempo que pasó, el superviviente de una larga estirpe a punto de desaparecer. Su aldea es Vakifli –el último pueblo exclusivamente armenio que queda en Turquía– y está situada en la ladera de la legendaria Musa Dag, es decir, “la montaña de Moisés”, pues según la leyenda islámica el profeta hebreo se reunió aquí con un misterioso santón local. Pero para los armenios el lugar, ubicado en la costa sureste de Turquía, tiene un significado aún más especial: estas cimas vieron uno de los pocos actos de resistencia exitosa frente a los otomanos durante el llamado Genocidio Armenio o Meds Yeghern (gran calamidad), del que ahora se cumple un siglo. Su insurrección fue inmortalizada en la novela del escritor austriaco Franz Werfel Los cuarenta días del Musa Dagh, aunque los locales afirman que en realidad fueron 50 las jornadas de combates.

Al término de la primavera de 1915, las seis villas de Musa Dag recibieron la orden de evacuación: como la gran parte de los armenios del Imperio Otomano, serían deportados a los desiertos de Siria. Pero las noticias que llegaban de otros lugares desde que el 24 de abril se iniciasen las primeras detenciones y deportaciones indicaban que no se trataba de simples “traslados temporales” de la población –como aseguraban las autoridades–, sino de lo que parecía un plan destinado a desarraigar a un pueblo con siglos de existencia en estas tierras. “Se echaron al monte sin saber qué encontrarían allá arriba, ni cuánto tiempo permanecerían; portando sobre sus hombros mantas, colchones y cazuelas, enfilados de a uno, como hormiguitas, por senderos estrechos”, narran las historias contadas por los mayores de Vakifli.

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La suerte quiso que, cuando las municiones estaban a punto de agotarse, un buque francés advirtiese las señales de socorro de los 4.000 que resistían en Musa Dag. Tras más de mes y medio en la montaña, fueron evacuados a Port Said (Egipto). Solo al final de la I Guerra Mundial regresaron a su tierra –entonces bajo ocupación francesa– para encontrar que de sus antiguos hogares apenas quedaba piedra sobre piedra. Reconstruyeron sus pueblos y sus vidas, pero los infortunios no terminaron ahí: en 1939, este territorio fue anexionado tras un referéndum a la nueva República de Turquía, heredera del Imperio Otomano. Temerosos, los habitantes de las seis villas de Musa Dag marcharon a Siria. Solo los vecinos de Vakifli decidieron permanecer. Hoy quedan 130.

Hasta hace 35 años, un monumento en la cima de Musa Dag recordaba al barco francés que socorrió a los armenios. Hayrabet Babikyan guarda una foto en la que posa sobre la escultura que, no en vano, levantó su tío materno. Pero en 1980, cuando el general Kenan Evren tomó el poder en Turquía mediante un golpe de Estado, los militares la volaron con dinamita, algo que Babikyan no perdona: “¡Ese canalla de Evren y sus generales! Pensaban que destruyendo la estatua borrarían lo que pasó. ¡No! Lo que ocurrió es historia y está en los libros. No puedes hacerlo desaparecer”.

Turquía niega que los hechos de 1915 constituyan un genocidio y alega que la deportación era necesaria por las actividades quintacolumnistas de parte de la población armenia, que durante la I Guerra Mundial apoyaron a las tropas imperiales rusas y asesinaron a multitud de musulmanes (el Imperio Otomano era aliado de Alemania). “Dicen en la televisión que fuimos nosotros, los armenios, los que matamos a los turcos y no al revés. Entonces, ¿por qué no hay armenios en Turquía?”. A Babikyan se le enrojecen los ojos, a punto de llorar de rabia. “En todo el mundo, vayas a donde vayas, levantas una piedra y hay un armenio. ¿Por qué? Porque siempre hemos estado huyendo de las matanzas”.

Con todo, la apertura al mundo, ligada al progreso económico y desarrollo social que ha vivido Turquía en los últimos 15 años, ha dado un respiro a las minorías religiosas. Curiosamente ha sido bajo el Gobierno islamista de Recep Tayyip Erdogan. Y es que la ideología de modernización promulgada por Atatürk, fundador de la Turquía contemporánea, iba de la mano de un nacionalismo en ocasiones extremo, heredado por los partidos laicos. Aunque oficialmente el Gobierno turco sigue negando el Genocidio Armenio, los debates se han extendido, especialmente en este año que se cumple el centenario. Varios miles de turcos se manifestaron por el reconocimiento del genocidio el pasado 24 de abril, algo impensable hace unos años. “La situación ha progresado gracias a los movimientos sociales y, especialmente, a Internet. Ahora hay acceso a información que antes no se publicaba en Turquía”, explica Alexis Kalk, de la asociación cultural armenia Nor Zartonk, de Estambul. Y se ha comenzado a hablar de la herida de los armenios, a contar las historias familiares que hablan de deportaciones y huidas, pero también de turcos que protegieron a sus vecinos, de vidas en común. En definitiva, de recuperar la memoria.

Se echaron al monte, como hormiguitas, en fila de a uno, sin saber lo que encontrarían”

De una población de entre 1,5 y 2 millones de armenios que habitaba en el Imperio Otomano antes de la I Guerra Mundial, hoy solo quedan entre 50.000 y 70.000, casi todos en Estambul. Son, en su mayoría, descendientes de los sobrevivientes del Meds Yeghern.

En el barrio estambulí de Feriköy, solo una bandera turca señala la presencia de la iglesia de Surp Vartanants. La puerta asemeja a la de cualquier otro edificio de viviendas, pero tras ella se abre un patio en el que se yergue el templo, además de una escuela y una consulta médica, todo muy recatado y escondido. No llamar la atención ha sido la estrategia de supervivencia para una comunidad como la armenia, de religión cristiana en un país en el que el 99% de sus ciudadanos son musulmanes y en el que el Estado ha hecho del nacionalismo turco la ideología oficial. ¿Cómo vivir de otra forma si en los manuales de historia te acusan de ser quien provocó las masacres de la I Guerra Mundial y la televisión te muestra como enemigo? “Mirando para otro lado”, es la lacónica respuesta de Snork Besiktasliyan, uno de los dirigentes de la fundación que administra la iglesia.

Cuando en la calle escucha un improperio –la misma palabra “armenio” se usa como tal–, el señor Besiktasliyan agacha la cabeza y, simplemente, hace como que no ha oído. También sabe que jamás podrá optar a ciertas posiciones en la Administración o que sus hijos serán rechazados en algunos empleos por ser armenios. Pero no le importa, ya se ha acostumbrado, le basta con que no le molesten demasiado, le dejen hacer su vida de pequeño comerciante y rezar en la iglesia los domingos.

Durante décadas, los armenios de Turquía han vivido de este modo, guardando para sí las historias familiares y el dolor de una herida sin cicatrizar, procurando no levantar la voz siquiera para reclamar las muchas propiedades que les confiscó el Estado tras el genocidio, temiendo que la historia se repitiese. Y en algunos momentos dio la impresión de que la pesadilla no había terminado: por ejemplo, en 1942, cuando el Gobierno aprobó un impuesto racista exigido a las minorías no musulmanas; o en el pogromo de 1955, cuando la turbamulta asaltó los negocios y viviendas de los griegos de Estambul –y también de algunos armenios–; o en 2007, cuando las balas disparadas por un joven ultranacionalista segaron la vida de Hrant Dink, el intelectual turco-armenio más influyente; o en 2013, cuando se produjo una cadena de ataques en serie contra varias ancianas armenias, una de las cuales fue apuñalada hasta la muerte, con una cruz grabada en su cuerpo.

Tatul Anusyan, presidente del consejo espiritual del Patriarcado Armenio de Constantinopla.
Tatul Anusyan, presidente del consejo espiritual del Patriarcado Armenio de Constantinopla.Andrés Mourenza

Son solo detalles los que diferencian a Feriköy de cualquier otro barrio de la inmensa urbe a orillas del Bósforo. Al acercarse la Pascua, se venden huevos pintados en las pastelerías; en los estantes de los quioscos se pueden encontrar ejemplares de alguno de los tres periódicos armenios que se publican en Turquía, y últimamente algunos partidos políticos han comenzado a felicitar las fiestas cristianas a sus habitantes. Pero ahí queda todo, la vida de la comunidad se hace de puertas para dentro, para no llamar la atención.

El atrio de Surp Vartanants sirve de lugar de intercambio de noticias: los familiares de un fallecido reparten bollos siguiendo la tradición de los ritos cristianos orientales, se comenta quién se ha casado o ha tenido un hijo. En el interior del templo, el olor del incienso y los cientos de velas encendidas hacen el ambiente pesado, pero los asistentes se agolpan, sentados o de pie, para escuchar la homilía del párroco Tatul Anusyan. Junto a los armenios de Turquía rezan también emigrantes armenios llegados desde la paupérrima República de Armenia, en el Cáucaso, que han acudido a Estambul en busca de trabajo. Son fácilmente distinguibles por sus ropas y el cardado del cabello de las señoras, similar al de otros lugares de la geografía exsoviética. O por sus brillantes dientes de oro, una forma segura de acarrear los ahorros de toda una vida.

“Hay turcos que nos confunden con inmigrantes de la República de Armenia, pero nosotros somos hijos de esta tierra de Anatolia, llevamos siglos aquí”, se lamenta Anusyan, enfundado en la túnica tradicional de las dignidades eclesiásticas armenias, que le otorga el misterioso aspecto de un personaje salido de La guerra de las galaxias.

En cualquier lugar, levantas una piedra y hay un armenio. Siempre hemos huido de las masacres”

“¿Ves?”. Hazaros muestra una fotografía, de un sepia gastado por el tiempo, en la que un soldado tocado por el típico fez otomano sujeta un rifle. “Es mi abuelo materno mientras prestaba el servicio militar en el Imperio Otomano. Nosotros no venimos de ningún sitio, ya estábamos aquí antes de que llegasen los turcos”. Pero eso no fue óbice para que, en 1915, su abuela paterna fuese enviada al terrible desierto de Deir ez Zor (Siria). Bajo el calor implacable de Anatolia y Mesopotamia, los convoyes de los armenios deportados se tornaron en marchas fantasmales, tal era el estado de sed, hambre y enfermedad que les azotaba. Narran las crónicas de diplomáticos y misioneros que fueron testigos de los hechos que quienes alcanzaban los desiertos de Siria se enterraban en la arena para evitar más quemaduras solares, pues de su ropa apenas quedaban jirones; o que los hambrientos se lanzaban al suelo para devorar las briznas de hierba que crecían en las lindes de los senderos, reducidos así a la bestialidad más primitiva por los tormentos padecidos. La abuela de Hazaros sobrevivió, pero pagando el alto precio de ver expirar, uno a uno, a sus cinco hijos. Luego regresó a su ciudad natal, volvió a casarse y, como gesto de desafío a la muerte, dio a sus descendientes los mismos nombres de los vástagos fallecidos. Una forma de resistencia silenciosa.

Otros, en cambio, han decidido dejar el miedo atrás y expresarse libremente, como es el caso de algunos armenios que habían mantenido su identidad oculta durante décadas.

Pese a crecer como un musulmán de fe aleví (chií heterodoxo), Mihran Pirgiç Gültekin asegura que desde niño intuía que era armenio. Quizá porque su madre seguía manteniendo, inconscientemente, tradiciones cristianas, como pintar huevos de rojo durante la Pascua. “Aunque supiese de mis raíces, no vivía como un armenio. Tras el asesinato de Hrant Dink sentí que tenía que hacer algo por defender mi identidad: acudí a un tribunal y pedí que cambiasen mi nombre (Selahattin, musulmán) por uno armenio (Mihran Pirgiç)”. El paso al frente de Gültekin –que anunció en periódicos y revistas– le granjeó no pocos problemas con su familia, especialmente con algunos de sus primos, que son militantes convencidos del partido ultranacionalista turco MHP: “Les dije que en realidad nuestra familia es armenia y ellos se pusieron rojos de ira. Me llovieron los improperios. Mi tía, que sí sabía algo de nuestra historia familiar, se echó a llorar y me contó que sus hijos, cuando estaban enfadados, le insultaban llamándola ‘hija de armenio”.

La catedral armenia de la Santa Cruz (siglo X), en la imagen inferior, está en la isla de Akhtamar, en el lago de Van, al este de Turquía.
La catedral armenia de la Santa Cruz (siglo X), en la imagen inferior, está en la isla de Akhtamar, en el lago de Van, al este de Turquía.Andrés Mourenza

Gültekin asegura que, como él, hay decenas de miles de “criptoarmenios” en toda Turquía; algunos porque, siendo niños durante las deportaciones de 1915, fueron acogidos por familias musulmanas; otros debido a que, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, se convirtieron al islam para evitar las persecuciones o el pago de mayores tributos. Y aún hoy hay quienes desconocen su pasado. O lo ocultan.

Hay muchos ejemplos, asegura Gültekin al respecto. “Tenía un amigo del barrio al que durante 30 años conocí como Haci (nombre musulmán); pero un día, por casualidad, vi su carné de identidad y resultaba que era armenio. ¿Por qué me lo ocultaba?”. La mayoría de los armenios siguen estructurando su vida según lo que ocurrió en el pasado y, pese a tener amigos turcos, esconden sus raíces por miedo a que los rechacen: “Durante años nos hemos puesto una especie de comisaría de policía en el cerebro que nos impide decir abiertamente lo que somos”.

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