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MIRADOR
Tribuna
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Huesos

Que nadie se engañe: hay muertos de primera y de segunda, como en los trenes de la posguerra

Julio Llamazares

Que la muerte nos iguala a todos es una de esas falacias que nos cuentan mientras vivimos para que nos conformemos con nuestra situación, sobre todo cuando esta no es boyante. La realidad es que ni todos morimos igual, depende del seguro de salud de cada cual, incluso de los recortes que aplique a sus prestaciones (en el caso de la Seguridad Social) el Gobierno de turno, ni la eternidad nos trata de la misma forma, sino en función de nuestra relevancia en vida. Así que nadie se engañe: hay muertos de primera y de segunda, como en los trenes de la posguerra.

Precisamente de la posguerra se habló el otro día en Nueva York, en el acto de entrega del premio Alba-Puffin que conceden dos fundaciones estadounidenses relacionadas con los derechos humanos a la Asociación Española para la Recuperación de la Memoria Histórica; un premio dotado con 100.000 dólares que le permitirá mantener abierto dos años más el laboratorio de identificación de los restos que va sacando de las cunetas y de las fosas comunes. Y es que, tras la derogación de hecho de la ley aprobada por el Gobierno anterior para, entre otras cuestiones, ayudar a los españoles a buscar a sus familiares desaparecidos en el franquismo, la asociación que fundara un nieto de aquellos y que lleva ya abiertas más de un centenar de fosas se mantenía con las cuotas de sus colaboradores y con el trabajo desinteresado de los voluntarios. Poco que ver con la acusación del portavoz del Partido Popular en el Congreso, ese individuo que cada vez que abre la boca es para insultar, de que los familiares de los desaparecidos no se acordaron de ellos hasta que vieron la posibilidad de cobrar una subvención.

Mientras tanto, sus compañeros en el Ayuntamiento de Madrid, que, como él, acusan de revanchismo a los familiares de los desaparecidos por querer sacarlos de donde están, llevan gastado medio millón de euros en buscar los restos de Cervantes en la cripta en que fue enterrado en un convento de la capital. “Algo de Cervantes hay”, dijeron, exultantes, en la multitudinaria rueda de prensa que convocaron para dar cuenta de los trabajos de búsqueda ante la mezcolanza de huesos que se encontraron, sin caer en la cuenta de que la identificación de los restos la hubieran tenido fácil: llamando al embajador Trillo. ¿Cómo extrañarse, a la vista de ello, de que el acto de entrega del premio Alba-Puffin a una asociación española tuviera lugar en el Centro Japonés de Nueva York y no en el instituto que lleva el nombre del autor del Quijote, por cuyos huesos suspiramos tanto?

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