Objetos más que necesarios
Ideas que ayudan a superar desde prejuicios hasta desastres naturales. Los ‘diseños sociales’ se mueven entre la ideología, la innovación y la solidaridad
Tenemos demasiadas sillas. ¿Qué sentido tiene idear un tenedor más? Cambie silla y tenedor por cualquier otro útil: móviles, bicicletas, lámparas o zapatillas deportivas. ¿Pueden los diseñadores seguir emulando el trabajo de sus predecesores o deberán ser útiles a la sociedad buscando nuevos campos de actuación? En los últimos años, entre los extremos del design art –que se expone en las galerías de arte– y el diseño social –que busca mejorar la sociedad– queda poco espacio para mesas y fruteros convertidos en productos de temporada. De hacer objetos a pensar conceptos, esa es la línea de la reinvención. No sólo busca ser necesario. Quiere contribuir a cambiar el mundo.
Fuera de la industria y cerca de la gente, el diseño social se ha convertido en algo más ideológico que tangible, prácticamente lo contrario que el industrial. Sin forma fija, sin exclusiva preocupación estética y sin ánimo de lucro, apela a la mente del consumidor y tiene como objetivo convertir al comprador en un ciudadano crítico. Este nuevo giro amplía tanto el campo de actuación de la disciplina como la formación de quien quiere convertirse en uno de sus profesionales. Combina implicación personal con voluntad de cambio e información. Por eso los mejores ejemplos parten de la realidad más conocida, lo que la costumbre nos ha llevado a no cuestionar.
El japonés Hikaru Imamura (1980) se propuso llevar calor a las personas que quedaban desamparadas tras una emergencia. Su país acababa de sufrir el tsunami que arrasó Fukushima. Y él ideó un kit de “rescate de calor”. Se trata de un bidón metálico, reciclado de los que se usan para transportar aceite industrial, que puede hacerse rodar para ser trasladado y se convierte en horno para calentarse, cocinar o hervir agua. En su interior, viajan guantes, botellas de agua potable, una jofaina, un cazo y arroz.
También el italiano Gabriele Diamanti (1980) diseña pensando en los que tienen muy poco. Él mismo se está encargando de recaudar el dinero para producir su eliodoméstico: un invento que, sin filtros, sin electricidad, sin mantenimiento y atendiendo a la idiosincrasia y cultura del continente africano, es capaz de convertir cinco litros de agua salada en agua potable cada día. Lo hace utilizando exclusivamente el calor del sol. Diamanti lo ha expuesto en el Museo de Artes Decorativas de París y en la Roca Gallery de Barcelona, pero lo que busca es producirlo. Piensa que su distribución por África podría mejorar la vida de millones de personas. El diseño social se mueve así entre las emergencias, la innovación y la solidaridad.
En Róterdam, la iniciativa de dos jóvenes empresarios, que han puesto a tejer a más de 350 ancianas que se sentían solas, también se enmarca en esta tendencia. Las mujeres se reúnen por grupos. Comenzaron haciendo bufandas y hoy elaboran colecciones completas siguiendo las instrucciones de creadoras jóvenes. La empresa detrás de esta iniciativa, Granny’s Finest, no paga a las ancianas (que perderían sus pensiones y sus beneficios sociales), pero les organiza viajes, fiestas, cenas y, por supuesto, no les exige ningún tipo de productividad. Eso sí, cada tejedora firma su pieza.
Ese gesto de ponerse en la piel del otro conduce a otra de las posibilidades de este nuevo proyecto, la del antiguo diseñador convertido en guía de artesanos. Es el caso del español Álvaro Catalán de Ocón (1975). Hace cuatro años viajó a Colombia para participar en unas jornadas sobre reciclaje de las botellas de plástico PET. Propuso convertir la corta vida de esos envases en productos de larga duración enriqueciéndolos con la cosmogonía de la cultura local. El resultado fueron las lámparas PET. Coca-Cola fue uno de los primeros patrocinadores de la iniciativa, que se repitió en Chile y, el año pasado, a petición de una ciudadana norteamericana, en Etiopía. Las lámparas de Catalán de Ocón, realizadas a mano reciclando envases de refresco, ganaron el Premio Diseño para el Desarrollo de la Bienal Iberoamericana. Lo curioso de estas iniciativas es que algunas, como esta, terminan por marcar las tendencias del diseño industrial.
Que los holandeses lideran las creaciones que conducen a pensar lo demuestran más ejemplos recientes. En Ámsterdam, un grupo de amigos que ahora forman el colectivo JJBL de diseñadores industriales, fotógrafos y licenciados en Ciencias Políticas, se planteó reflexionar sobre la alimentación. Dedicaron medio año de su vida a explicar a los ciudadanos de dónde salía el trigo, el queso y el jamón con los que se prepara lo que ellos consideran la comida nacional de los jóvenes de su país: el tosti. ¿Cómo lo hicieron? Cultivando el trigo en un muelle frente al puerto, ordeñando a las vacas para fabricar el queso y criando los cerdos. Todo eso delante de la gente. Lo cuentan Vera Bachrach (1989), Sascha Landshoff (1988) y Tobias Jansen (1985).
Necesitaron 133 días para hacer queso, 177 para convertir dos cochinillos en jamón. Y todo ese trabajo de granja, cultivo y cocina lo realizaron de cara al público. Fue así, con información y transparencia, como reunieron a 200 donantes que financiaron el proyecto con donativos inferiores a 25 euros. Y es así también cómo prevendieron 350 bocadillos elaborados con estas materias primas para financiar la experiencia.
Los colegios locales los visitaban, los carniceros pasaron de la burla a la ayuda, la prensa se hizo eco de la llegada de los cerdos, de su engorde e inició el debate cuando tocó llevarlos al matadero. “Sentimos que tendíamos un pequeño puente entre el mundo rural (el de la materia) y el urbano (el de la información)”, dice Jansen. Al final los tostis no estaban muy buenos. Les faltaba sal. Poco importó: “Si eres capaz de movilizar a un grupo de gente, ese grupo movilizará a otro mayor”. Jansen está convencido de que el objetivo del diseño puede ser hoy invitar a pensar.
Esa idea la comparte Marije Vogelzang (1987). A un par de horas de tren, al sur de Holanda, la directora del nuevo departamento de eating design (diseño de alimentación) en la Escuela de Eindhoven defiende una idea sobre la cocina que no tiene nada que ver con lo que se cuece en los restaurantes de tres estrellas Michelin.
Cree que la comida es el material más importante con el que se puede trabajar. Está convencida de que el mundo necesita una revolución alimentaria. “Cada día ingerimos lo que para nuestros antecesores hubiera sido un banquete. Podemos comer de todo, todo el año. Sin embargo, gastamos menos dinero que nunca. Eso hace que el valor de la comida descienda. Y fomenta el desperdicio”, dice.
En poco más de una década, Vogelzang ha pasado de ser una mala estudiante a convertirse en una celebridad dentro de este sector. Ha estado en Hungría haciendo que, tras una sábana, mujeres gitanas alimenten a ciudadanos de otras razas mientras les cantan como lo hacían sus familias o les hablan de su infancia. Sus proyectos utilizan la cercanía del acto de nutrir para combatir prejuicios. “La comida está magníficamente diseñada por la naturaleza. Yo soy una diseñadora del acto de comer”, explica. ¿Por qué lo hace? “Para contar historias: la gente pone mis diseños dentro de su cuerpo”, cuenta.
¿Se puede vivir de hacer diseño social? Vogelzang ha sido portada de varias revistas y está muy cotizada. Catalán de Ocón realiza encargos más allá de las lámparas PET. Jansen, sin embargo, explica que, de momento, trabaja en un restaurante 28 horas a la semana.
“No me veo sólo como un creador social, pero desde luego no entiendo el diseño a la manera clásica, y limitada”, asegura. Ikea hizo un anuncio en el que aseguraba que todo el mundo podía ser diseñador. Él está de acuerdo. “Se trata de ampliar el mundo y la disciplina, no de limitarlos”.
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