Cambio
Esta es la primera columna que él escribe por mí. A ver qué pasa
Un columnista de otro periódico, amigo mío, me cuenta que atraviesa una depresión grave. No es capaz ya ni de escribir, pero tampoco puede prescindir del dinero que le proporciona su colaboración. Se ha puesto a tratamiento y me pide que escriba sus columnas mientras se recupera, firmando naturalmente con su nombre. El pedido me desconcierta y el fraude que me propone me asusta. Pero finalmente la solidaridad puede más que la aprensión y acepto. Durante unos días repaso y anoto sus rasgos de estilo (sus estilemas, que dicen los forenses). Me fijo en el uso que hace de las conjunciones (le encantan las coordinadas ilativas), en el pavor que muestra hacia los adverbios, en su querencia por las oraciones de relativo... Luego hago un repaso de los contenidos temáticos en los que se muestra más cómodo. Me doy cuenta de que, más que virtudes, lo que hallo en su prosa son patologías. Tal vez las patologías constituyan sus aciertos, pues se trata de un escritor al que admiro.
A los pocos días escribo un primer artículo en el que utilizo con mesura parte del catálogo de hiperplasias verbales descubiertas en mi análisis. Envío el texto a la mujer de mi amigo que a su vez se encarga de hacerlo llegar a su periódico. Y funciona. Durante las semanas siguientes le cojo el gusto a la impostura. La obligación de adaptarme al estilo de otro me excita. Poco a poco, sin que los lectores lo perciban, voy corrigiendo sus excesos alumbrando un estilo que, sin dejar de ser el suyo, se abre a nuevos horizontes. Disfruto más sus textos que los propios. Cuando se recupera, le propongo un cambio: que escriba él mis artículos y que continúe yo ocupándome de los suyos. Esta es la primera columna que él escribe por mí. A ver qué pasa.
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