José Sacristán: “La comedia es tragedia más tiempo”
Quiso ser actor desde que quedó deslumbrado por lo que ocurría en el cine de su pueblo. Ahora sigue teniendo una actividad frenética. Los jóvenes le llaman para aparecer en sus películas y tienen en cuenta lo que dice. Contar historias, dice, es siempre un acto de amor. Y él las ha encarnado todas.
Ha rodado más de cien películas. Su trayectoria profesional recoge así la historia reciente de España. Con sus subidas y bajadas, sus momentos ridículos y sus momentos de gloria. Ha hecho de bueno y de malo. Ha llevado a la pantalla las contradicciones, vacilaciones, alegrías y tormentos de los hombres de su país. Desde los años sesenta del siglo pasado hasta ahora mismo ha estado ahí, lo mismo persiguiendo suecas que cumpliendo en la Transición alguna asignatura pendiente.
"Cuando regresé de la mili a finales de los cincuenta, después de haber pasado en Melilla 18 meses, lo primero que hice fue ir directo a la casa de José Luis Alonso, que trabajaba de director en el teatro Infanta Isabel y era toda una autoridad”, cuenta Sacristán en un café de Madrid unas semanas antes de la última ceremonia de los Goya, en la que ha sido candidato al premio al mejor actor de reparto por Magical Girl. “Me habían dicho que se había interesado por mí cuando hicimos una función de cámara en el colegio Guadalupe con Los Juglares, Teatro Hispanoamericano de Ensayo. Vivía en el barrio de Salamanca y el portero no me dejó entrar. Debía oler todavía a mulo, pues venía de una mili en artillería de montaña. El caso es que conseguí burlar la vigilancia y me abrió la puerta la madre del director. Tuve la fortuna de que me recibiera. ‘Yo quiero ser de eso’, le dije. Estaba entonces ensayando El cenador, de Alec Coppel, y necesitaba un meritorio. ‘Vete mañana y pregunta por Arturo Serrano’, me dijo. Me pagaban 10 duritos, así empezó todo”.
Ha costado cerrar la cita porque Sacristán no para. Ha empezado a rodar la tercera temporada de Velvet, la serie televisiva sobre la historia de unos grandes almacenes durante el franquismo, y los jóvenes profesionales del cine siguen contando con él para diferentes proyectos. Está pasando, sin duda, por un magnífico momento.
“Es una época dulce no solo de mi carrera, también de mi vida. Me gusta mucho que estos muchachos me reclamen para trabajar con ellos. Primero, porque lo que hacen está muy bien. Y luego, porque me gusta compartir con ellos esto, lo que está pasando, sentir que mis opiniones cuentan ahora que todo se está poniendo en cuestión. Como el perfil de los partidos políticos. Compartir cosas al margen de la jornada del trabajo, seguir tomándole el pulso al país. Estar vivo, estar con ellos”.
¿Qué ha cambiado entre aquella Castilla de la que viene y la España de ahora? Decía mi abuela: “¡Qué lástima!”. Y decía otra cosa magnífica: “Lo primero es antes”. Y es que había un orden de prioridades que la izquierda ha ido malversando, equivocando. De la derecha no opino: los conozco perfectamente, están ahí. Cuentan siempre con una feligresía, y la corriente de la historia va siempre a su favor. ¡Pero qué lástima de la izquierda de mi país! No sé cómo va a resolverse lo que está pasando ahora. El advenimiento de Podemos, el cisma en Izquierda Unida, todo esto. De entrada, saludo y aplaudo este revulsivo, esta puesta patas arriba de lo que estaba pasando. La izquierda ha actuado con regodeo, mirando a otro lado, poniendo el cazo. Y de pronto se ha dado cuenta de que la gente ya no está ahí.
Saludo y aplaudo este revulsivo que está poniendo todo patas arriba”
¿Cómo era esa Castilla de su infancia? Recuerdo un principio de difteria cuando era muy crío. Y de esa Castilla, años cuarenta, tengo imágenes y sensaciones muy claras: algo había pasado, alguien se había dado de hostias con alguien y a mí me había tocado estar del lado de los que habían palmado, del lado de los perdedores. Mi padre estaba en la cárcel y mi madre iba a llevarle cosas, o a hacer gestiones. Estaba yo solo, mi hermana nació después, con mi abuela y mi tío Francisco. De vez en cuando entraban en casa a hacer registros. Es que mi padre estuvo en la UGT y en el PCE: el Venancio era un rojo reconocido, un campesino convencido de que su lugar estaba con los trabajadores. Debía de tener tres o cuatro años cuando mi madre me llevó a un campo de concentración de Toledo. También fui a verlo a Ocaña. Tenía seis años cuando salió de la cárcel. Esto ocurría en Chinchón.
¿Y cómo era Chinchón? La pura Edad Media, con la mula, la borrica, las gallinas. Yo he ido a cagar al corral con un candil de aceite. Pero siempre había una patata para llevarte a la boca.
¿Cuándo se traslada a Madrid? Al salir mi padre de la cárcel. No podía volver al pueblo. Así que a Madrid, a una habitación con derecho a cocina. Vivíamos tres familias en un piso y dormíamos en la misma habitación mi padre, mi madre, mi abuela, mi hermana y yo. Llevaba ya entonces una fascinación que me entró en el pueblo: la de ver la primera película en delantera de gallinero. Ese es mi lugar en el mundo: cine Lope de Vega de Chinchón. Ahí ocurrió algo.
¿Cómo pasó exactamente? Tengo unas imágenes sueltas: La mano que aprieta, Fu Manchú. Yo no sabía que eso era ser actor. No sabía que el indio no era indio, ni que el que moría no se moría realmente. No había ningún antecedente en mi familia que pudiera relacionarme con aquel mundo. El Venancio era en esos días la imagen viva de la derrota, vencido, humillado. Pero nunca en lo moral: siempre tuvo la capacidad de estar en su sitio, y para mí ese hombre, que era muy grande para su tiempo, ha sido un contrincante cojonudo, un adversario formidable. Si yo hubiera sido él habría hecho lo mismo conmigo: que fuera un buen albañil, un buen mecánico, que me ganara la vida. Trabajé, de hecho, como mecánico tornero durante un tiempo.
¿A qué época se refiere? Ya estamos en los cincuenta. Estudiaba Formación Profesional en el Virgen de la Paloma. Cultura general y un oficio. Debía de andar por los 10 o los 11 años y aprendía forja o carpintería, pero cuando me preguntaban qué quería ser yo siempre apuntaba: “Artista de cine”. Y llamaban a mi padre. Como en los estudios no iba bien, me metió en un taller mecánico en la calle de Ponciano. Vivíamos entonces en Carabanchel y al Venancio le obsesionaba que aprendiera un oficio, para que no me pasara lo que le había pasado a él. Para poder decirle “esto es así”, y dedicarme a lo mío, tenía que buscar mi camino por mi cuenta. Empecé a simultanear mi trabajo en el taller con los grupos de teatro de aficionados de Educación y Descanso de la Sección Femenina de Falange Española y de las JONS. Yo ya notaba que no lo hacía del todo mal.
Y entonces le tocó hacer la mili. Lo primero que hice en Melilla fue apuntarme a la biblioteca pública, y empecé por la A, por el primer libro de la A. Cuando iba por la B me metieron en el calabozo. Estaba leyendo a un soviético, un tal Nicolai Berdiaev, un filósofo al que no le entendía una leche. Estaba llorando con el pelo al cero, humillado, y se me acercó un muchacho, Joaquín Aguilera Bernárdez. Llevaba un ejemplar de la versión de Borges de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, y me lo pasó. Luego me presentó a otro universitario, José Ariza, y entre los dos me hicieron la selección de los libros que debía leer.
Estamos en los sesenta y ya se puede decir que se ha convertido en un actor de teatro. En 1961 hago la primera gira. Ahí está el hijo de la Nati y del Venancio, alejándose en tren de la estación de Atocha como en la película de Bardem. Soy parte de la compañía titular del teatro Infanta Isabel de Madrid y vamos a debutar en Puertollano. Y llegas allí a buscar la pensión, y hacíamos dos funciones todos los días. Y el pregonero de Puertollano, un cojo como salido de una película de Berlanga, iba por las calles chillando: “Esta noche en el teatro, la compañía de Arturo Serrano presenta El reloj se paró a las cuatro. ¿Por qué se paró el reloj a las cuatro? Lo sabrán esta noche…”. Aunque ya fueras artista, con 100 pesetas al día en el año 1961 no se podía hacer gran cosa.
¿Qué pasó después? En 1962 me embarqué en una aventura en América que ríete tú de Colón y sus muchachos. Me apunté a la compañía Teatro Popular Español, éramos unos veintitantos, y salimos en marzo. El 1 de agosto de 1963, otro compañero y yo decidimos regresar estando en La Paz (Bolivia). Cogimos un tren en Oruro que iba a Buenos Aires: cinco días y cinco noches. En esa compañía conocí a mi primera mujer, Isama Medel. Era también actriz.
¿Cómo vivió aquellos años sesenta en Madrid? España está empezando a cambiar. Al volver de América me hizo una prueba José Tamayo y entré en la compañía Lope de Vega. Ganaba 80 pesetas, y aquello no daba para nada. Leo entonces un anuncio en el periódico: “Empresa editorial hispanoalemana busca personal para instruir en la venta de…”. ¡El Círculo de Lectores! Me hice vendedor, y así pude salir adelante.
¿Por qué tantas dificultades? Después de la aventura en América, mi mujer y yo nos alojábamos en pensiones. Ella estaba separada y tenía un hijo de su anterior matrimonio, vivíamos al día, en la máxima precariedad. Y en 1964 nace mi hijo mayor y las cosas se ponen realmente feas. Fue una irresponsabilidad total tener aquel hijo, pero siempre procuramos que no le faltara nada. 1964 fue al año del hambre. Me salvó el Círculo.
Y el teatro, ¿cómo le iba entonces? Yo llegué a hacer siete papeles en Julio César. Y cobraba 30 duros. Estando en Mérida, José María Morera me llamó un día. Iba a montar una obra que a mí me había fascinado en Buenos Aires: La pulga en la oreja. Y me tocó el papel con el que había soñado. Era un papel secundario, pero tuve un inmenso éxito. Grandes críticas, y me aplaudieron tanto que hice hasta tres mutis. Fue el momento de dar el gran salto. Y en 1965 nace mi hija.
Ese salto lo terminó llevando al cine. En 1965, Pedro Masó le llamó para hacerle una prueba para La familia y uno más. ¿Cómo vivió todo aquello? La memoria que tengo de aquella época no puede ser más feliz. El de Chinchón, que ya tiene dos hijos, se levanta todas las mañanas para ir a rodar películas. Hace cuatro, cinco sesiones… Tiene incluso una relación de respeto y cordialidad con Sáenz de Heredia, aunque él supiese quién era yo y yo conociera su trayectoria tan próxima al régimen. Con Masó firmé cinco películas: había entrado en la factoría de la comedia. Estaba allí Alberto Closas, las películas de Dibildos, Pedro Lazaga que era san Pedro Lazaga, Mariano Ozores, Tito Fernández… Y Juanjo Menéndez, José Luis López Vázquez, Fernando Fernán-Gómez, Alfredo Landa, y también Bódalo y Merlo. Era un cine precario, pero era un oficio.
Ha dicho que fue feliz. ¿Cuál es su idea de la felicidad? Estar ahí, con Alberto Closas sentado a mi lado. Sí, tal vez el momento de ir a rodar mi primera película ha sido el más feliz de mi vida, si se puede hablar de estas cosas. Eso es la felicidad. Yo he tenido, como todos, fracasos sentimentales. Pero quizá la felicidad sea tener una especie de cordialidad con el mundo de los afectos. No creo que nadie de los que me rodean tenga hacia mí ninguna necesidad de venganza, de resarcirse por algo, ni ganas de tener un ajuste de cuentas. La comedia es tragedia más tiempo. Las situaciones que te parecían terribles… cuando pasa el tiempo no puedes creer que hicieras por ellas tanto drama.
¿Tuvo algún tipo de enfrentamiento con alguien, problemas con los directores? Siempre fui ideológica y moralmente de izquierdas. Y cuando llegó la Platajunta y la Junta Democrática, y Juan Diego empezó a armar líos, pues claro que hice huelga. La huelga para conseguir la jornada de descanso, por ejemplo. Pero no hubo muchos problemas. Tampoco con los directores. Siempre me llevé bien. En el cine, el actor tiene que entender que el director manda. En teatro, en cambio, alguna vez le he tenido que decir al que dirigía: “Si esto lo quieres así, llama a otro”.
¿Cómo era su vida en aquellos años? Cuénteme un día cualquiera. Me levanto a las seis de la mañana y voy a rodar La revoltosa con Juan de Orduña. Luego me llevan al Lara para hacer dos funciones de Flor de cactus. Inmediatamente después me recoge un coche para llevarme a Torrejón a rodar Operación Mata Hari, de Mariano Ozores, con Gracita [Morales] y José Luis [López Vázquez]. Así, hasta tres días. El tercero, entre función y función, me quedo dormido.
Las cosas, de todas formas, habían mejorado, ¿no? Sí, aunque a veces hubiera que pagar un precio. En 1967 no pude hacer Madre coraje porque me pagaban mejor en Flor de cactus, y luego a Marsillach le dije que no a su Marat-Sade porque ganaba más en la zarzuela con La parranda. Los niños iban creciendo. En 1968, cuando en Francia se está produciendo la revuelta estudiantil, yo le alquilo a mi suegra un piso que tenía en Pozuelo y me compro un seiscientos de segunda mano.
José Sacristán
Recibió el año pasado en el Festival de Cine de Málaga un homenaje y para celebrarlo se rodó un documental dirigido por Pedro González Bermúdez, Delantera de gallinero. Ahí se puede ver un fragmento de Surcos, de José Antonio Nieves Conde, que muestra la llegada a Atocha de un grupo de campesinos en los cuarenta. Sacristán pudo ser uno de ellos. Nacido en Chinchón (Madrid) en 1937, conoció las privaciones de posguerra. Empezó en los sesenta con la factoría de comedias que produjo el llamado landismo, pero luego supo transformar su carrera y cultivó todo tipo de registros. Ha hecho teatro, televisión, zarzuela y triunfó en el musical. Ahora vive un momento dulce: estuvo nominado a los Goya por su papel en Magical Girl, de Carlos Vermut; protagonizó hace poco El loco de los balcones, de Vargas Llosa, y trabaja en la serie Velvet. Sus últimas películas, siempre con nuevos realizadores: Perdiendo el norte, de Nacho G. Velilla; Murieron por encima de sus posibilidades, de Isaki Lacuesta; Vulcania, de José Skaf; Camí a casa, de Pol Rodríguez, y Toro, de Kike Maíz.
Mediados de los setenta: muere Franco, llega la Transición, ya se hacía un cine diferente. A finales de los sesenta, principios de los setenta, José Luis Dibildos empieza a armar la tercera vía, con directores como Bodegas, Garci, Drove, Yagüe… Algo que estuviera a mitad de camino entre la industria de la comedia y lo que podían hacer directores como Martín Patino, Saura, Picazo… La Transición: son los días del esplendor en la hierba. A unos cuantos nos pilla ya con el recibo de la luz pagado o con la posibilidad de cambiar los muebles de la cocina. Siempre dentro de la inseguridad de este oficio, claro.
¿Qué recuerda de entonces? Empiezan a pasar en este país las cosas que esperabas que pasaran. Aunque también sucedieran otras, ahí detrás, en la rebotica o en la trastienda, de las que no te enterabas. Y aparecen cineastas que te ofrecen películas que son las historias de nuestras vidas, con algunas variantes tal vez, pero que cuentan lo que nos está pasando: Flor de otoño, Asignatura pendiente, Epílogo, Parranda, La reina zanahoria, La colmena, Los nuevos españoles. Incluso ocurre en las comedias, como en La mujer es cosa de hombres.
En los ochenta se puso detrás de la cámara. ¿Ya no tiene esa tentación? He dirigido tres películas, y creo que han sido trabajos dignos. Pero al cómico Sacristán nunca le ha faltado trabajo y el director Sacristán hoy se volvería loco, no sabría: con las cámaras digitales, la posproducción… ¡No tengo ni móvil y no sé manejar Internet, así que cualquiera! En estas cosas, si no fuera por la Amparín [Amparo Pascual, su actual esposa]… Es la que me ampara.
¿Qué es lo que ha cambiado en el cine? Hay una variante importante: ya no hay celuloide. Las cámaras de hoy son los propios laboratorios. Y luego es diferente todo lo demás. Donde antes estaba el cine Avenida hoy te puedes comprar una camiseta. El cine como templo, el lugar donde se celebraba la ceremonia… Todo eso ha desaparecido, hasta el punto de que yo mismo puedo tener mi propia sala de cine en mi casa de Peralejo. Pero siguen operando unas mismas constantes: las historias se cuentan siempre desde el amor, con coraje y con más o menos talento. Tengo más años y me han pasado más cosas, pero el oficio es el mismo. Y la pasión es la misma, y las ganas y los compañeros.
¿Alguien que recuerde especialmente? La admiración la tengo toda concentrada en una persona de la que tuve la suerte de ser amigo. No era solo admiración, Fernando Fernán-Gómez era un referente. En él no cabía la impostura, así que el que se pasaba de listo terminaba enseguida con el culo al aire. Los dos éramos muy tímidos. Emma Cohen fue la celestina, nos hizo sentar juntos y nos hicimos amigos.
Pínteme unas cuantas viñetas para hacer balance. Yo perseguía con mis amigos a las suecas. Eso fue el landismo, y Alfredo, un actor inmenso. La suerte de haber estado en El viaje a ninguna parte, con gente tan grande como Fernando. Los sueños se fueron cumpliendo y el chaval de Chinchón se convirtió en actor. Una profesión como esta en un país como este da de sí lo que da de sí. Y ojo, de puta madre. He tenido también la suerte de cantar zarzuela. Y están los musicales con Paloma [San Basilio]: El hombre de La Mancha y My Fair Lady. Fue impresionante, de las cosas más gloriosas que uno puede vivir. Concha Bernardos, que hacía de mi madre en My Fair Lady, no había hecho musicales y no conocía las dimensiones de todo aquello: el ballet, el coro, la orquesta y 1.500 personas que te aplauden y te gritan… Y lloraba… Y cuando por fin pude arrastrar a Fernando a ver El hombre de La Mancha, me decía: “Si el teatro fuera así de divertido, yo iría más”. Y también: “Te está pasando lo que les pasa a los artistas extranjeros”.
De vuelta al presente, ¿qué me puede contar de sus últimos trabajos? Me ha encantado volverme a encontrar con Mario Vargas Llosa en El loco de los balcones. No lo había visto desde Pantaleón, que terminamos de rodar el 27 de septiembre de 1975, cuando los últimos fusilamientos de Franco, el día de mi cumpleaños. Luego está Velvet, en televisión: esos almacenes que nunca existieron y sobre los que se ha construido una especie de cuento de hadas, muy bien armado, muy bien producido, con un magnífico reparto. Y, claro, todas esas películas con una nueva generación de directores, actores, técnicos. Sigo vivo, sigo contando.
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