El gran cronista de Norteamérica
Clint Eastwood, de 84 años, es un estadounidense único. Sus películas son el retrato certero de un país lleno de contradicciones. En su nuevo filme, ‘El francotirador’, explora el conflicto de Irak. Una cinta que, como ha ocurrido antes con su obra, vuelve a suscitar la polémica.
Harry el Sucio necesita un descanso. Solo una pausa, lo suficiente para reponerse y regresar a su oficio: rodar películas. “He hecho dos proyectos seguidos este año y he dicho a mis hijos que me tomaré seis meses para reposar y mejorar en otros ámbitos”, dice Clint Eastwood en los estudios de Warner Bros en Burbank, cerca de Los Ángeles.
¿Cuáles? En realidad Harry el Sucio dejó hace décadas de ser Harry el Sucio: hoy es uno de los cronistas más precisos de la América contemporánea. Pero es el mismo tipo lacónico de las películas sobre el policía de gatillo fácil que despreciaba el Estado de derecho. Guarda algo del hombre sin nombre de los spaghetti western de Sergio Leone, a quien se le atribuye la siguiente descripción de Eastwood: “Solo tiene dos expresiones. Una con sombrero y otra sin”. Como respuesta a la pregunta sobre sus planes, Clint Eastwood coloca las manos como si agarrase un palo de golf y las mueve. “No me digas”, sonríe una asesora de prensa.
Un viaje en busca de la América de Eastwood debería comenzar en Carmel. A 500 kilómetros de Los Ángeles y a orillas del Pacífico, este pueblo de 4.000 habitantes es su paraíso particular desde que en los años cincuenta, durante la guerra de Corea, hizo el servicio militar en la cercana base de Fort Ord y descubrió esta burbuja de lujo y sofisticación. Aquí es donde ha criado a sus hijos, donde ha convivido con sus mujeres, donde se refugia del mundanal ruido y donde juega al golf.
Esta no es la América de las películas de Eastwood: las malas calles, las ciudades degradadas, el árido Far West. En Carmel, que toma el nombre de la iglesia de San Carlos Borromeo de Carmelo, fundada en 1771 por el fraile mallorquín Junípero Serra, Eastwood tiene un pub, un resort, un club de golf. Malpaso Road, la carretera que da nombre a su productora, está a unos kilómetros, camino de Big Sur, la zona de acantilados y bosques que fue santuario de beatniks y hippies en los años cincuenta y sesenta.
Clint, le llaman. Y las anécdotas fluyen.
Cuentan que una vez ayudó a una divorciada que no podía pagar la hipoteca. O que cederá terrenos al pueblo para que pueda abastecerse de agua en tiempos de sequía. Clint colocó Carmel en el mapa cuando fue alcalde a finales de los años ochenta. Administraba el pueblo y era como si rodase la película de su gente: Clint ciudadano, Clint cineasta.
Tráiler de 'El francotirador', dirigida por Clint Eastwood. / Youtube
Lejos de los focos de Hollywood y el glamour de Sunset Boulevard, esto es Clint City. “Hay como un halo de magia con Clint Eastwood aquí”, dice Nico Groslambert, un barcelonés que lleva años frecuentando la región y que ahora vive en la ciudad vecina de Monterrey. “Es un poco como un justiciero, como un Robin Hood”. Las calles de Carmel lucen impolutas: hasta que Eastwood llegó a la alcaldía estaba prohibido comer helado. En el centro todo son restaurantes, tiendas de lujo, galerías de arte. Nada malo puede ocurrir, más allá del mordisco de un tiburón a un surfista en la playa. “Es difícil llenar sus zapatos”, dice el actual alcalde, Jason Burnett. Usa la expresión fill the shoes, que significa que es difícil ocupar el cargo que antes ocupó otro: Clint Eastwood.
Carmel es culta y exquisita. En las estanterías de uno de los cafés de Ocean Avenue hay libros en francés y japonés. En la mesa vecina hablan del atentado islamista contra Charlie Hebdo. Es enero y el alcalde lleva bermudas. “Es un gran exalcalde”, dice Burnett. “Está ahí para dar consejo cuando se lo pido. Solo se mete para ayudar. Lo aprecio. Y hablo varias veces con él”.
–¿Le llama?
–Sí. Y siempre es muy rápido al responder, dado lo ocupado que está.
A los 84 años, una edad en que la mayoría disfruta de la jubilación, Eastwood trabaja sin parar. Algunas de sus mejores películas –Sin perdón, Million Dollar Baby, Mystic River, Banderas de nuestros padres, Gran Torino– las rodó cumplidos los 60.
Clint Eastwood promociona ahora El francotirador, que se estrena el 20 de febrero en España y está basada en el caso real de Chris Kyle, el francotirador más efectivo de la historia del Ejército de Estados Unidos. Es la cinta número 38 que dirige. Como actor ha participado en casi el doble. Es incapaz de nombrar una por la que le gustaría ser recordado. “No”, dice. “Una no. Solo el conjunto de la obra. Lo que la gente saque de ello. Una vez has acabado una película, ya no es tuya: les corresponde a ellos interpretarlas o descartarlas”. El crítico Richard Schickel, autor de Clint Eastwood: A Biography, ha escrito de él que “su manera de representar la masculinidad, con una especie de inconsciencia consciente, es su mayor fuente de energía”. Sus películas, de Harry el Sucio a Gran Torino, son retratos de hombres solitarios y desubicados, hombres, según Schickel, con dificultades para conectar, “no solo con otros hombres, sino con sus comunidades, con las mujeres, con la moral convencional, con las mejores versiones de sí mismos”.
“Vaya americano fue Clint Eastwood. Quizá jamás existió otro americano como él”, dejó escrito en 1983 el escritor Norman Mailer, uno de los primeros en vislumbrar que Eastwood era algo más que el actor y director de westerns y películas de acción. Cuando los críticos y los intelectuales lo menospreciaban, Mailer lo comparaba con Hemingway. “Lo que separaba a Eastwood de otras estrellas de la taquilla”, escribió, “era que sus películas (especialmente desde que empezó a dirigirlas) acabaron hablando cada vez más de su visión de la vida en América”.
La obra de Eastwood puede mirarse así: como un fresco, una disección de los mitos y los traumas de EE UU. Harry el Sucio es la película de la era de la ley y el orden, la criminalidad rampante y las políticas policiales de mano dura: un prólogo a la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. Gran Torino –la historia de un obrero industrial, viudo y jubilado, que ve cómo su barrio de toda la vida se llena de inmigrantes asiáticos– radiografía el declive de ciudades como Detroit y la transformación demográfica de Estados Unidos.
El francotirador es otra cosa: la primera incursión de Eastwood en las guerras que EE UU inició tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. El protagonista se enrola en los Navy Seals, el cuerpo de élite al que pertenecían los ejecutores de Osama bin Laden.
A veces, intentando justificarte ante ti mismo, te vendes en exceso”
Hace seis años, Eastwood me dijo en una entrevista en Nueva York que era demasiado pronto para abordar las guerras de Estados Unidos en Irak y Afganistán: “Imagino que probablemente en 20, 30 o 40 años alguien escribirá una gran historia sobre nuestros tiempos. Ahora la gente está confundida respecto a la guerra contra el terrorismo”.
Con El francotirador encara por fin las guerras recientes y sus secuelas: el regreso de los veteranos, el medio millón de excombatientes con la herida invisible y vergonzante del estrés postraumático y la agónica pregunta: ¿para qué tanto dolor, tanta muerte?
“Me atrajo el personaje del francotirador. Era un personaje interesante y tenía una vida interesante”, explica Eastwood. La película, un éxito de taquilla en Estados Unidos que ha suscitado la polémica entre quienes la consideran panfletaria y racista y quienes creen que refleja las consecuencias de la guerra, está nominada para seis oscars: si gana alguna estatuilla, se sumará a las cinco que el cineasta posee.
No es la guerra por sí misma lo que interesa a Eastwood en El francotirador, sino su impacto en la vida de una persona. Como no es, ni siquiera en sus filmes históricos, la Historia con mayúsculas lo que busca el cronista americano, sino su intersección con las historias en minúsculas. “Debe haber resultado tremendo para su psique”, continúa Eastwood. “Después de estudiar un poco [a Chris Kyle], creo que era extremadamente patriótico, pero al final supongo que no le salió muy bien. Se sometió a una gran presión. El ir y venir con el resto de su equipo era esencial para él, hasta el punto de que puso en peligro su vida familiar, sus relaciones. Lo que intenté mostrar es que amaba lo que hacía. Al principio debió de sentir la excitación de matar a 160 personas, pero llega un punto en que… Intentamos mostrar que no eran solo 160 soldados: había mujeres y niños”.
Tanto dolor y muerte dejan secuelas. “Puedes decirle a un psiquiatra [como hace Kyle en la película] que al final irás a tu Creador sabiendo que has hecho lo correcto. Pero ¿lo piensas de verdad? Y cuando él le dice esto al psiquiatra, ves que en su mirada se dispara un poco su energía, igual que ocurre cuando una persona intenta venderse con sus palabras. ¿Sabes? A veces, intentando justificarte ante ti mismo, te vendes en exceso”. Clint Eastwood se mueve en la ambigüedad. No se deja atrapar en una definición única. Hizo campaña en 2012 para Mitt Romney, el candidato republicano a la Casa Blanca, pero sus posiciones en la política exterior están más próximas a la izquierda. Se labró fama de conservador con Harry el Sucio, pero se acerca más a lo que en EE UU se conoce como un libertario, alguien que desea que el Estado se inmiscuya lo mínimo en su vida, se trate de los impuestos o de las costumbres privadas.
Una visión superficial de El francotirador puede dar la impresión de que glorifica sin más a los guerreros, y muchas de las críticas han llegado por este flanco. Pero el propio Eastwood admite en esta entrevista que la película puede entenderse como un alegato contra unas guerras, las de Afganistán e Irak, excepcionales en la historia de EE UU. No han sido heroicas y para la primera potencia mundial han terminado de mala manera, sin victoria. Al mismo tiempo, los estadounidenses celebran a sus combatientes como héroes; nunca la palabra héroe se había pronunciado tanto como ahora.
La promoción de una película es una operación compleja. Implica movilizar a agentes de prensa y convocar en Los Ángeles a periodistas de todo el planeta. Incluye normas como abstenerse de pedir autógrafos y fotografías al entrevistado, o entregarle regalos. Obliga a esperar cuatro horas para acceder a hablar, cara a cara, con la estrella. El encuentro con Clint Eastwood se desarrolla en el lobby de un teatro en los estudios de Warner Bros, entre calles falsas para los rodajes e inmensas naves que albergan los platós. Durante una de las entrevistas se oye en la sala a alguien conversar por teléfono. Eastwood pega un grito: “¡Deja ya de molestar!”. Sus asesoras de prensa ríen. Como diciendo: él es así.
Uno de los dilemas de la humanidad es que está destinada a luchar”
Clint se acerca a la mesa. Se calza unas Nike gastadas y una americana oscura. Anda erguido y sonriente. Mientras hablamos, come cacahuetes y bebe agua. Sus respuestas son largas y digresivas: le gusta hablar de su última película. Solo más tarde, escuchando la voz gastada en grabación de la entrevista, se hará aparente que es un anciano.
La edad altera la mirada. “Abordas temas nuevos y los miras desde una perspectiva distinta”, dice. “Los miras desde la perspectiva de los 84 años de conocimientos y no de 44 años de conocimientos o de cualquier otra edad. Probablemente todo es distinto. Probablemente habría hecho cosas diferentes en el pasado si pudiera volver y rehacerlas”.
–¿Cuáles?
–Solo vales lo que sabes en un momento determinado. Estoy seguro de que, con los conocimientos que tengo ahora, haría de manera distinta algunos temas que abordé en el pasado. Pero quizá no sería tan bueno porque con la edad quizá pierdas algo o pases cosas por alto. ¿Quién sabe?
En el ensayo Sobre el estilo tardío, el intelectual palestino Edward Said estudió a una serie de artistas del pasado –de Shakespeare a Beethoven– en “el último periodo de su vida, el declive de su cuerpo, el comienzo de la mala salud o de otros factores que incluso en una persona más joven traen la posibilidad de un final prematuro”. Said se propuso describir cómo, hacia el final de sus vidas, la obra y el pensamiento de estos artistas adquirían “un nuevo dialecto”, lo que él denomina el estilo tardío. En el caso de Eastwood, este es el que le ha consagrado como uno de los cuatro o cinco clásicos vivos del cine norteamericano de nuestro tiempo junto a Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, Martin Scorsese o Woody Allen.
En Clint Eastwood el pasado es presente. Su biografía impregna cada historia suya. Todas las guerras son la misma guerra. Recuerda las calles de Oakland, una de las ciudades californianas en las que creció, cuando terminó la II Guerra Mundial. “Nunca habrá otra guerra. Esto es el final”, decían. “Cuatro o cinco años después”, rememora, “me reclutan para la guerra de Corea, y unos años más tarde hay la guerra de Vietnam, y después seguimos, y nos vamos a Irak porque intentamos proteger a los vecinos [de Irak], y de nuevo regresamos a Irak para atrapar a [Sadam] Husein, y lo hacemos sin ningún plan. Me doy cuenta de que no hay ningún plan en la vida y de que muchas cosas dependen de las circunstancias. Uno de los dilemas de la humanidad es que está destinada a luchar”.
Eastwood es hijo de la Gran Depresión. Sus padres viajaban de pueblo en pueblo de California con pequeños trabajos para salir adelante. “En aquel momento no lo entendía, pero ahora sí: les vi luchando para llegar a fin de mes. Hubo un tiempo, en los años treinta, en que no había guerra: la guerra consistía en sobrevivir a una economía horrible en una época en la que no existía un Estado de bienestar, no recibías nada. Cuando te arruinabas, te arruinabas”, dice. “A medida que envejeces te resistes a volverte pesimista, pero tienes que entender el viejo dicho: si no prestas atención a la historia, estás destinado a repetirla. Y es verdad, porque la mayoría de la gente no presta atención a la historia. Sin duda nosotros [los norteamericanos] no lo hemos hecho”.
Algo no encaja entre el mundo en el que Eastwood creció y el actual. “Vivimos en una sociedad muy tímida, en la que nadie quiere ser ofendido. Cuando era pequeño, la gente hacía bromas sobre cuestiones raciales, se reían unos de otros. Ahora, en nuestro país parece que tengas que darles un trofeo a todos los niños en la escuela para evitar insultar a nadie”.
Desde los años cincuenta, cuando entró en el negocio del cine con papeles secundarios en series de televisión, Clint Eastwood vive en la burbuja de Hollywood. Pero también en la de Carmel, donde no reside ningún negro, según la Oficina del Censo. Tampoco se ven pobres en las calles impolutas de una de las capitales del 1% más rico en el país de las desigualdades. “Me gusta Carmel porque no se parece nada a Estados Unidos”, comentó, durante una cena en Washington, una argentina que vive en este país. La frase resume bien la sensación de irrealidad que invade al visitante.
Los EE UU de Clint Eastwood no hay que buscarlos en Carmel. El viaje termina a 20 kilómetros, por la carretera que conduce hacia el interior, hacia el valle agrícola de Salinas, conocido como la ensaladera del mundo. “Es una depresión larga y estrecha entre dos cadenas montañosas, y el río Salinas fluye y gira por el centro hasta que por fin cae en la bahía de Monterrey”, describió en Al este del Edén su hijo más célebre, John Steinbeck.
La ciudad de Salinas, con 155.000 habitantes, es la capital del condado de Monterrey. Y era el Edén de Steinbeck y de la película del mismo título protagonizada por James Dean. Ya no lo es. El paisaje es el de tantas ciudades de provincia norteamericanas: un centro urbano vacío, desolado, y barrios indistintos de modestas casas unifamiliares y avenidas anónimas flanqueadas por gasolineras, restaurantes de comida rápida y comercios. El 75% de sus habitantes son hispanos, la mayoría de origen mexicano.
Salinas es una de las ciudades con más homicidios per capita de California. Durante años ha sido territorio de los gangs, de las bandas latinas como Los Norteños. En las prisiones californianas, el tatuaje con las palabras “salad bowl” (la ensaladera) o “salis” infundía un respeto inmediato. Lo explicó en 2009 Karl Vick, periodista de The Washington Post, en un reportaje sobre veteranos de guerra que adiestraban a la policía de Salinas. Los primeros enseñaban a los segundos cómo aplicar a la persecución de los gangs los métodos de contrainsurgencia que las Fuerzas Armadas de EE UU usaban en Irak y Afganistán.
"Ser policía es un trabajo duro. No me gustaría serlo, aunque haya imitado a uno. Muchas veces tienes en contra a la sociedad. Y sin embargo debes proteger a las masas. Imagina cómo sería el país sin los agentes. Sería como el Salvaje Oeste, o algo así”, dijo Eastwood en esta entrevista al hablar de las tensiones raciales en Ferguson, el suburbio de San Luis (Misuri) donde en agosto de 2014 un policía blanco mató a un joven negro desarmado. “La sociedad los necesita, pero deben tomar las decisiones correctas”.
En 2014 la violencia disminuyó en Salinas. Fue un buen año comparado con otros: 19 homicidios (en la provincia de Barcelona, con 5,5 millones de habitantes, hubo 16 homicidios y asesinatos en 2014, según datos del Ministerio del Interior de España). A mediados de enero de 2015 habían muerto en la ciudad californiana cuatro personas en tiroteos. El primero se llamaba Paul Morales, de 25 años. El 7 de enero, a las nueve de la noche, alguien fue a su casa, en Madrid Street, y le disparó a la cabeza. En apariencia, los gangs no tuvieron nada que ver.
Para Debbie Aguilar, una nieta de mexicanos residente en Salinas, la muerte de Paul Morales es como revivir una pesadilla. El 16 de noviembre de 2002, a la una de la madrugada, su hijo Stephen murió a tiros mientras regresaba en coche de un supermercado 7Eleven. Tenía 18 años. El caso sigue abierto. “A la una de la madrugada nadie ve quién dispara, solo te despiertas con los bang, bang, bang. Nunca ha habido justicia”, dice.
Paul Morales es su sobrino, y ahora, dos días después de su muerte, ella y otros familiares han organizado una colecta para sufragar el funeral y el entierro. Tras el asesinato de su hijo, Debbie Aguilar –enérgica, habladora, una madre coraje de las barriadas– fundó la organización A Time for Grieving and Healing (tiempo para el duelo y para sanar), que ayuda a padres y madres de las víctimas de la violencia de los gangs. “Recé para que otro miembro de mi familia no volviera a sufrir lo que sufrimos yo y mi difunto marido”, dice.
La colecta es una mezcla de velatorio y fiesta vecinal. Los niños y adolescentes vienen y van por la calle sobre sus skateboards. Los mayores temen que caigan en manos de los gangs. Aguilar, madre de tres hijos además del muerto, piensa en marcharse, pero le retiene la familia que reside aquí.
Las conversaciones se cruzan en la West Curtis Street, en el norte de Salinas. Anochece. La calle quedaría a oscuras si no fuese por las luces de las casas particulares.
Por este barrio trabajador de casitas modestas y dignas, golpeado por la crisis y las bandas, desfilan los espectros del policía violento Harry Callahan, la boxeadora de Million Dollar Baby, el jubilado de Gran Torino, los muchachos de Mystic River. También la familia de Debbie Aguilar –admiradora de Clint Eastwood: lo sabe todo de su reciente divorcio de Dina Ruiz, que trabajó de periodista en Salinas– ha visto cómo la corriente de la historia desbordaba sus historias privadas.
“Hay gente que dice que es como si alguien nos hubiese echado una maldición”, dice Debbie Aguilar. “Pero yo soy una sirviente del Dios Todopoderoso. Y mi Dios dice que yo soy una vencedora. Soy una vencedora”.
A veces los extranjeros se sorprenden: Estados Unidos es como las películas. No: las películas son como Estados Unidos.
Escucha en Spotify una selección musical de las películas de Clint Eastwood. Muchas de las canciones están compuestas por el propio director.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.