Esos pobres políticos
El político no tiene tiempo para nada. Además de estar perpetuamente agotado, pierde todo contacto con la realidad
Aprovechando la gripe anual me he visto de una tacada los últimos capítulos de la primera temporada de la serie Borgen; no sé si la fiebre habrá distorsionado mi atención, pero me han parecido fascinantes. Borgen es esa producción danesa que narra la llegada a la jefatura de Gobierno, por vez primera en la historia del país, de una mujer que, perteneciente a un partido minoritario, alcanza el puesto casi por carambola y ha de gobernar en coalición. Se empezó a emitir en 2010 y justo un año después llegó de verdad al cargo la primera danesa, también inesperadamente y en minoría: la guapa y muy rubia Helle Thorning-Schmidt, la misma que provocó el ataque de celos de Michelle Obama al hacerse sonrientes selfies con el presidente de Estados Unidos en el entierro de Mandela.
Pero el valor de la serie no tiene que ver con esta coincidencia ni estos cotilleos. Lo que me ha impactado es la sencillez carente de estridencias (salvo un personaje que es un verdadero miserable, no hay gente muy buena ni gente muy mala, no hay grandes conspiraciones ni tremendas corrupciones) con la que refleja de manera demoledora cómo el poder te cambia, te empobrece y te enajena. La protagonista llega al cargo de primera ministra entre otras cosas por su frescura, por su veracidad, por su falta de fingimiento, por su genuino anhelo de mejorar la sociedad danesa. Pero basta con que pase un año, sólo un año, para que esa mujer se haya traicionado a sí misma innumerables veces. Con dolor, con inmenso sufrimiento, porque no es una cínica; pero con una evidente pérdida de contacto con la realidad. Cuando están preparando el discurso de apertura del nuevo año parlamentario, su jefe de comunicación le pregunta exasperado: “Pero ¿qué política quieres hacer? ¿Qué quieres hacer como primera ministra, además de mantenerte en el poder?”. Y ese es el quid de la cuestión: en tan sólo 12 meses, la lucha feroz por el mantenimiento en el poder parece haberse convertido en casi el único juego que es posible jugar en Borgen, que es como llaman a su palacio de Gobierno, a La Moncloa danesa.
La soberbia es la madre de errores garrafales y el caldo de cultivo para la necesidad de adulación de casi todos los políticos
Acabo de leer, precisamente, un ensayo interesantísimo sobre este mismo tema: Las leyes del castillo, de Carles Casajuana (Península), un diplomático de carrera que ha trabajado en La Moncloa y ha visto muy de cerca los engranajes del poder. Casajuana nombra algunos de los graves problemas que padecen los políticos; el primero, el de la pura incompetencia. “Creemos que, porque son poderosos, los gobernantes tienen más capacidad que los demás para dirigir los asuntos públicos. Pero no siempre es así. (…) Los gobernantes, de media, no poseen un talento especial para gobernar. Poseen únicamente un talento especial para alcanzar el poder y conservarlo, que no es lo mismo”. Y cita una frase genial de Bioy Casares: “El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez”.
Por añadidura, y esto es esencial, importantísimo, y se ve claramente en Borgen, el político no tiene tiempo para nada. Vive una vida ridículamente cargada de trabajo y de compromisos, una agenda tan extenuante y delirante, en fin, que no duerme, no piensa, no lee, no habla con sus hijos, con su cónyuge, con su familia, no pisa la calle, no hace nada, en fin, de lo que hacen el resto de los humanos. Además de estar perpetuamente agotado, pierde todo contacto con la realidad. Un cansancio que fomenta otro grave error, según Casajuana, y es que “cuanto más poderosa se siente una persona, más fácil es que, en vez de meditar cuidadosamente sus decisiones, saque conclusiones precipitadas de la información de que dispone, aunque sea incompleta. (…) Tiende a pensar que, si ha sido elegida para el puesto, es que vale para ello”. Esa soberbia, avivada por la falta de tiempo, es la madre de errores garrafales. Y además es el perfecto caldo de cultivo para la necesidad de elogio y adulación que casi todos los políticos sienten, según Casajuana, en mayor o menor medida. Y cita a La Rochefoucauld: “A veces imaginamos que detestamos la adulación. Pero en realidad sólo detestamos la manera en que nos adulan”.
Borgen y Las leyes del castillo te hacen sentir pena por los políticos. No me refiero a los corruptos, a los grandes canallas, sino al que entra en la gestión pública lleno de buenas intenciones y a los pocos meses cae en una orgía de trabajo embrutecedora que sólo le deja tiempo para dedicar todas sus energías a mantenerse en el sillón. Pobres políticos, sí, pero sobre todo pobres de nosotros, condenados a ser dirigidos por estos enfermos. No sé, algo habría que hacer, prohibirles trabajar más allá de las siete de la tarde, mandarlos a casa el fin de semana, echarlos obligatoriamente cada tres años. No parece fácil escapar de esta trampa. “Creo que con el tiempo mereceremos no tener Gobiernos”, dice Borges, citado también por Casajuana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.