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El pulso
Columna
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La decadencia de un cabaret en El Cairo

En el ­Sheherazade hoy apenas se dan cita una veintena de clientes que no ocupan ni la mitad de las mesas.

Exhibición de baile en el cabaret Sheherazade, en El Cairo (Egipto).
Exhibición de baile en el cabaret Sheherazade, en El Cairo (Egipto).xavier rossi (getty)

Con su espejos de estilo rococó y una mezcla de fotografías en blanco y negro de antiguas actrices y Cristiano Ronaldo, el vestíbulo del Sheherazade ya anuncia que no se trata de un local común. La espaciosa sala principal está decorada con desconchados frescos de Las mil y una noches. Con más de seis décadas a sus espaldas, el local es el más histórico cabaret y uno de los garitos más curiosos de El Cairo.

Pocas personas conocen tan bien su historia como su portero, un entrañable abuelito desdentado. “Por aquí desfilaba la jet set de El Cairo para ver actuar a las mejores bailarinas de danza del vientre del momento”, recuerda nostálgico Magdy Kodak, el apodo de quien fuera el fotógrafo del local durante décadas. En una vitrina se exhiben las fotografías de la época gloriosa del local, cuando rezumaba glamour y se llenaba hasta la bandera. Magdy recita de carrerilla los nombres de todos los artistas que retrató. “Este lugar es mi vida. Estoy jubilado, pero sigo viniendo cada noche”, apunta.

Es noche de fin de semana y las calles del centro de la capital egipcia son un auténtico hormiguero humano. No obstante, en el ­Sheherazade apenas se dan cita una veintena de clientes que no ocupan ni la mitad de las mesas. Aunque Magdy atribuye la floja asistencia a la caída del turismo, algo tendrá que ver la ola de conservadurismo que invadió Egipto en los años setenta y que ha estimulado la esquizofrénica relación que mantiene el país con la danza del vientre. Mientras que las bailarinas son estigmatizadas por una parte de la sociedad que las considera inmorales, ellas son las encargadas de amenizar los bodorrios.

Este lugar es mi vida. Estoy jubilado, pero sigo viniendo cada noche”

Un grupo toca música hasta que empieza el show pasada la medianoche. Entonces una mujer entrada en carnes, que luce una larga cabellera negra y un biquini con brillantes, sube al escenario. La clientela está formada exclusivamente por hombres, casi todos fumando una pipa de agua, y no muestran especial excitación. La penumbra domina la sala, solo iluminada por las inevitables lámparas rojas. No obstante, más que sensual, el ambiente es decadente, con un punto sórdido. Por la poca gracia que exhibe la bailarina, las flores de plástico que decoran las mesas y, sobre todo, por la manta de la compañía aérea Egyptair utilizada como mantel.

Tras contonearse al son de la música oriental, la mujer baja del escenario y dedica un baile a cada mesa. La mayoría la mira con aire desganado. Un hombre calvo, de mediana edad, sí parece más ilusionado. Se levanta y bailan cogidos de las manos, de frente. En el momento que ella se gira, el cliente la riega con el fajo de billetes que tenía preparado. Enseguida, un empleado del local, bajito y bigotudo, los recoge –parecen de 10 libras, un euro–, los cuenta satisfecho y los mete en una vieja caja de madera situada en el escenario.

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