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la zona fantasma
Columna
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En la estela del FBI

Hoy ya no sorprende, pero esa organización poseía una red de vigilancia que no tenía demasiado que envidiar a la Stasi

Javier Marías

En una reseña americana sobre el libro de Betty Medsger The Burglary: The Discovery of J. Edgar Hoover’s Secret FBI, se cuenta cómo en marzo de 1971 un grupo de jóvenes activistas contrarios a la Guerra de Vietnam se coló en una pequeña oficina del FBI sita en Media (Pennsylvania), y robó los archivos allí existentes. Al parecer no eran exhaustivos (Media es una población de menos de diez mil habitantes, eso sí, cercana a Filadelfia), pero bastaron para que se descubrieran prácticas del FBI que los ciudadanos de entonces no sospechaban, no digamos los de las décadas anteriores, cuando esa policía fue objeto de veneración general y de eficaz propaganda en numerosas películas de Hollywood. Hoy ya no sorprende apenas, pero esa organización poseía una red de vigilancia que en algunos casos no tenía demasiado que envidiar a la Stasi comunista alemana (por ejemplo, en una Universidad, se contaban entre los “informantes” un oficial de seguridad del campus, el jefe local de la policía, el administrador de Correos, el secretario general del college y una encargada de la centralita telefónica); desde 1956 nada menos, existía un programa llamado COINTELPRO destinado a denunciar, desbaratar y neutralizar a un gran número de organizaciones, desde la antigua y la nueva izquierda hasta los activistas negros, los antibelicistas, los indios americanos y muchas otras, a base de calumniar a sus miembros y crearles conflictos, levantar sospechas sobre sus heterodoxias sexuales y sus irregularidades financieras.

El FBI enviaba venenosas cartas anónimas con el fin de destrozar matrimonios; incitaba enfrentamientos entre bandas, otorgó el estatuto de “confidentes de la policía” a quienes eran tan sólo grupos violentos. En vísperas de su viaje a Oslo para recibir el Nobel de la Paz, el Federal Bureau of Investigation intentó convencer a Martin Luther King de que se suicidara (?). Los robos de material en casas de individuos espiados y en sedes de organizaciones pro derechos civiles eran parte de la cotidianidad del FBI. Procuró y logró que periodistas críticos fueran despedidos de sus periódicos, o profesores de sus Universidades. Hoover, el famoso y eterno director, utilizaba sus gigantescos recursos para difamar y chantajear a quienes criticaban sus actividades. No vacilaba en hacerlos acusar de alcoholismo, homosexualidad (algo a lo que al parecer él andaba entregado), drogadicción, adulterio o proxenetismo, sin fundamento alguno en la mayoría de los casos.

El FBI enviaba venenosas cartas anónimas con el fin de destrozar matrimonios e incitaba enfrentamientos entre bandas

Pero ya se conoce la eficacia de la calumnia, tanto mayor si está orquestada y proviene de los poderes públicos, los cuales, en todas partes, cuentan con periodistas y voceros a su servicio, gente capaz de llevar a cabo insistentes campañas contra las que casi nada puede hacerse. Hoover consiguió, por ejemplo, que algún congresista estimado, que había sido reelegido cuatro veces, perdiera su escaño tras ser acusado de fomentar una red de prostitución. Ya digo que hoy estas revelaciones no nos pillan de sorpresa. Ha habido libros y películas que han señalado la falta de escrúpulos de Hoover (hasta se ha insinuado que habría tenido parte en el asesinato de Kennedy, pero en fin, esto lo comparte con el resto del universo) y sus métodos cuasi mafiosos.

El problema es que, cuando se averiguan y airean estas prácticas, todos tendemos a pensar que son cosa del pasado y nos quedamos medio tranquilos, sin caer en la cuenta de que, una vez acometidas por los servicios de seguridad, es casi imposible que sean abandonadas. Ni de que hoy en día las posibilidades de vigilancia, espionaje y difamación contra cualquier ciudadano son infinitamente mayores que en los años setenta, no digamos en los sesenta y cincuenta.

Nuestros ordenadores y móviles pueden ser inspeccionados por cualquiera con los medios adecuados. Por tanto, nuestros movimientos y desplazamientos. Sin percatarnos de ello en exceso, somos filmados por cámaras varias veces al día. Se conocen al detalle nuestros gastos e ingresos, nuestros hábitos, aficiones, gustos y vicios, quiénes son nuestras amistades y lo que hablamos con ellas, o les escribimos. No quiero decir que continuamente se nos espíe, claro está (para qué); sino que, si en un momento determinado el FBI o sus equivalentes necesita o decide rastrearnos, lo harán sin trabas y de manera exhaustiva. Lo cual les permitiría tergiversar, manipular, calumniar, levantar sospechas verosímiles. Con la agravante, además, de que hoy, con las redes sociales echando humo a tiempo completo, no hay quien detenga ningún bulo, ninguna acusación, ningún invento. Todo se expande hasta el infinito, y a velocidad de vértigo. Cualquier sandez, o cualquier infamia que se nos atribuya, permanecerá para siempre en el imaginario colectivo. Poco importará que algo se desmienta fehacientemente o que uno salga absuelto de un juicio: se hará caso omiso del desmentido o del fallo y perdurará el baldón para medio mundo. Si en épocas pasadas ya era difícil luchar contra eso, sobre todo si quien propalaba el infundio era el Gobierno, hoy es imposible, porque nada se borra ni anula del todo. Por eso deberíamos tender a no dar crédito, en principio, a nada malo que se diga de nadie, hasta que haya pruebas manifiestas e indudables. Lo cual es tarea vana, ya me doy cuenta, puesto que a la humanidad nada le entusiasma más que pensar que todo el mundo esconde delitos o suciedades, y disfrutar escandalizándose de ellos.

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