Qué mundo
Le pregunto a mi mujer qué pasaría si un juez ordenara grabar nuestras conversaciones telefónicas
Le pregunto a mi mujer qué pasaría si un juez ordenara grabar nuestras conversaciones telefónicas. Nada, qué iba a pasar, dice ella. ¿No acabaríamos en la cárcel?, digo yo. ¿Por preguntarte si te has acordado de llevar el traje al tinte?, dice ella. Repaso los contenidos de nuestras últimas llamadas y no parece, en efecto, que haya nada punible en ellas. No hemos torturado a nadie, no hemos cobrado comisiones ilegales de ningún constructor, no tenemos cuentas en Suiza ni en Andorra, no hemos defraudado a Hacienda, no esquiamos en los Alpes (ni en ningún otro sitio), no hemos falsificado ninguna tarjeta de crédito, no disponemos tampoco de una caja B… Examino mentalmente nuestras vidas y me parece increíble que ni siquiera hayamos huido de la poli para evitar un control de alcoholemia. ¿No habremos pedido una mariscada por teléfono a cuenta de los Presupuestos Generales del Estado? No, dice, tajante, mi mujer.
El otro día pedimos una piza, digo yo. ¿Y qué tiene que ver?, dice ella, había fútbol. Pero no lo vimos, digo yo, no nos gusta el fútbol. Da igual, dice ella, todo el mundo pide una piza cuando hay fútbol. ¿Y cómo la pagamos?, digo yo. Con un billete de 100 euros que me dieron en el banco y que no lograba quitarme de encima, dice ella. Ahí está, digo yo, seguro que era falso. La idea me produce preocupación, por si nos detienen, y alivio: no somos tan raros. Como ese día no aparece la poli, por la noche imagino que nos han puesto un micrófono en la cocina y presto atención a nuestras palabras, a ver si de ellas pudiera deducirse algún delito. Nada. Pero tan nada nada, que nuestra conversación resulta sospechosa, como si un guardia civil corrupto nos hubiera soplado que el juez ha ordenado grabarnos.
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