Pisar los anillos de la Historia
El turismo cultural puede ser una forma de demostrar que necesitamos que la lectura, tan abstracta, se convierta en tierra, en pared, en paisaje, en fotografía (a ser posible, nuestra)
La sala de lectura de los marineros de Southwold, en el noreste de Inglaterra, fue inaugurada en 1864 por la viuda del capitán Charles Rayley, para que los muchachos tuvieran una alternativa a las pintas de cerveza en el pub. Diarios, libros, anuarios y cartas conviven con mascarones de proa, maquetas de veleros y una avasalladora colección de fotografías en blanco y negro, barbas y gorras y miradas sombrías, archivo fisonómico de un siglo y medio de sospechosos habituales del mar.
De estilo alpino, el hotel Engelwirt de Wertach, en el sur de Alemania, acoge sobre todo a aficionados al senderismo, que toman el pequeño pueblo como base para sus excursiones por los bosques circundantes. Al atardecer, de regreso de sus paseos, no podrán menos que fijarse en los murales de Hengge que decoran las fachadas de tantas casas. Un pintor menor de los años treinta que, siniestro adivino, en sus pinturas magnifica el trabajo y la guerra.
Southwold y Wertach son topónimos importantes del escritor alemán W. G. Sebald, que murió hace ahora 10 años en un accidente de coche. Cada verano, un puñado de lectores recorremos en sus cercanías, respectivamente, el itinerario de Los anillos de Saturno y el de la última parte de Vértigo. Las oficinas de turismo de Norfolk y Suffolk no han señalizado la ruta que, a pie, recorre el viajero en su libro más influyente –justamente porque puede traducirse en pasos. La de Wertach, en cambio, no en vano el pueblo donde nació, se llama “Der Sebald Weg” y dispone hasta de un folleto con mapa. Tal es uno de los destinos de la literatura: el turismo cultural. También los senderos de Rousseau en Chambéry o de Rilke en Duino, o el Blanes de Roberto Bolaño, pueden caminarse, porque necesitamos que la lectura, tan abstracta, se convierta en tierra, en pared, en paisaje, en fotografía (a ser posible, nuestra).
Tal vez porque el bochorno invoca la melancolía, ese pastoso sentimiento, tan sebaldiano, me he preguntado en estos días de verano por qué me fui a Inglaterra y a Alemania a perseguir a Sebald, y no hice como José María Ridao, que en El pasajero de Montauban transitó los caminos reales de la literatura española, a la caza de respuestas incómodas a preguntas políticas. “Soy un producto del nazismo”, escribió Sebald. ¿Diría algún escritor español nacido en los cuarenta o cincuenta “soy un producto del franquismo”? No creo. La resistencia silenciosa, el exilio interior que el autor de Historia natural de la destrucción criticó sistemáticamente, aquí han sido absurdamente idealizados. Son cuatro los gatos que se atrevieron a cuestionar el rastro que la dictadura dejó en sus conciencias y sus obras.
En la parte trasera de la oficina de turismo de Wertach hay una biblioteca consagrada a Sebald. Su responsable me contó que vienen preguntando por él sobre todo turistas británicos y americanos, pero que a veces, cuando aparece en algún suplemento cultural, también puede acercarse algún alemán. Nadie es profeta en su tierra. Tal vez este turista español se fue a caminar por Europa porque, como la gran mayoría de sus compatriotas, deja para otro momento la desnazificación de su propio país. Y así van pasando los años.
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