‘Apacherías’
Más que un viaje en el tiempo, era un viaje a un territorio íntimo, colmado de las historias de jefes apaches
El mes pasado compramos un mapa de Estados Unidos, sacamos licencias de conducir y salimos de Nueva York en un Lincoln alquilado. La idea era llegar a lo que, hasta mediados del siglo XIX, se conocía como la apachería y que hoy es una mancha invisible que abarca partes de Arizona, Nuevo México, Chihuahua y Sonora. Más que un viaje a un lugar, era un viaje a un tiempo. Más que un viaje en el tiempo, era un viaje a un territorio íntimo, colmado de las historias de jefes apaches, chamanes y guerreras que mi esposo les iba contando a los dos niños mientras atravesábamos la larga desolación norteamericana.
Sin proponérnoslo, cerca de Memphis, todavía a 1,8 kilómetros de la apachería, los dos niños ya se habían convertido en pequeños chiricahua. En el asiento trasero se peleaban sangrientas batallas entre Gerónimo y el ejército gringo, se conducían raudas persecuciones a caballo y emboscadas lideradas por el Nana y Mangas Coloradas. El mayor de los dos, mi hijastro de nueve años, decidió cuando íbamos por Arkansas que nos faltaban nombres verdaderos, y nos bautizó a todos con apodos apaches, en un ritual que involucró ululeos y postraciones ante la copa de ungimiento.
En El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad insinúa, de distintas maneras, que todos los viajes que hacemos, los hacemos en el fondo solos. Yo creo que las familias, cuando viajan, son en efecto un cúmulo de soledades que se acompañan, siempre paralelas. Pero a veces, en algunos viajes, en algún momento, los miembros de una familia llegan a un espacio, y se saben plenamente juntos. Ese sitio no está en ningún lugar: está en las palabras que, poco a poco, son historias, que poco a poco son el territorio de juego de dos niños, que poco a poco son la imaginación resucitada de dos adultos. Yo sé que, cuando me muera, me voy a ir a la apachería.
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