La agonía sursudanesa
La población de Sudán del Sur lleva dos guerras a sus espaldas. Uganda se ha convertido en un refugio para los que huyen de la violencia y la muerte La falta de alimentos y la desnutrición amenazan con cobrarse sus propias víctimas
Escapó caminando. Helena Yob Apollo corrió sin pausa con sus tres hijos durante cinco interminables días. Se escondían entre los matorrales para no ser descubiertos por los rebeldes. Bajo un sol abrasador, a cuarenta grados y sin apenas agua para beber, huyeron de una guerra que empezó en diciembre de 2013 con los primeros choques tribales entre sus dos grandes etnias, los dinka y los nuer. Atrás dejó la ciudad de Bor, dónde estaba su hogar. Las bombas lo destruyeron todo. “Nos fuimos sin nada, sólo con la ropa que llevábamos puesta”, recuerda. “La fuga fue dura, porque era difícil encontrar agua entre los ataques. No comer no era un problema. Cuando estás escapando de la guerra no piensas en la comida, sólo en tus hijos”, afirma.
Su objetivo era llegar a Juba, la capital de Sudán del Sur. Una vez allí, siguieron avanzando en un camión hasta cruzar a Elegu, la aldea fronteriza de Uganda. “No era la única que escapaba, mucha gente que ahora también está aquí lo abandonó todo”, cuenta Helena. Grupos de gente llegan diariamente con algún colchón, bolsas cargadas de utensilios que han podido rescatar y los pies molidos por el cansancio. Cada día cruza la frontera a Uganda una media de setenta personas. Algunas semanas, son cientos. Escapan buscando un lugar que les brinde paz.
Llegan a los campamentos repartidos en el distrito de Adjumani, al norte de Uganda, sobre todo mujeres y niños, a veces acompañadas del padre. Pero en muchos casos, ellos regresan a su país. “Tengo que volver para buscar un trabajo que me permita mandar dinero a mi esposa y a mis hijos. Hemos tenido que irnos sin nada. ¿Cómo voy a alimentar a mi familia?”, cuenta Maguet, padre de seis pequeños, mientras se aleja del vehículo que transportará a los suyos a un lugar a salvo.
Tras su largo camino y después de cruzar de Sudán del Sur hasta Uganda, Helena vive ahora en el campo de refugiados de Nyumanzi, a unos ocho kilómetros de la frontera, con sus tres hijos. Tiene dos más, uno en Kenia y otro en Sudán, y no sabe si su marido sigue vivo o no. “Mi marido no estaba en casa cuando empezaron a atacar. Tuvimos que huir sin él. No he tenido noticias suyas desde entonces”, dice entre suspiros. Helena ha estado refugiada en tres países diferentes a lo largo de su vida. Primero en Etiopía, después en Kenia y ahora en Uganda. “La guerra me persigue desde hace 21 años”, dice en un inglés casi perfecto.
“Aprendí inglés en Addis Abeba, cuando estaba refugiada en Etiopía y lo perfeccioné en Kenia”, cuenta. Era maestra en Sudán del Sur y ahora busca trabajo para poder mantener a su familia. “Si la situación en mi país mejora y todo está bien, pienso en volver. Pero primero tengo que ir a comprobarlo yo sola, sin mis hijos. Si acaba la guerra, puedo regresar con ellos”. Valiente y sincera, confiesa lo que les diría a los dirigentes del combate: “Con la guerra todo está perdido”.
Hambre y petróleo
Una larga cola de camiones que transportan petróleo cruza el puente fronterizo al mismo tiempo que los niños esperan en fila india el reparto de galletas que Cruz Roja Internacional les entrega a su llegada a Uganda.
“La guerra en Sudán del Sur es un cáncer”, dice un joven mientras sube al autobús de ACNUR que le lleva al centro de recepción de Nyumanzi, en Uganda. De ahí le derivarán a alguno de los campos de refugiados que se reparten en el distrito de Adjumani, en el norte del país vecino. “Vengo de Malakal, en el Alto Nilo, dónde sigue la guerra. Pronto llegará mucha más gente escapando de allí”, asegura con una mirada enfatizada por las marcas tribales de su frente.
La población de Sudán del Sur lleva dos guerras a sus espaldas. La primera surgió a raíz de tensiones etno-territoriales bajo un único gobierno entre el Norte y el Sur. Los enfrentamientos derivaron en conflictos bélicos que acabarían con un acuerdo de paz y años después, en el 2011, con la independencia de Sudán del Sur. En el proceso de separación quedaron pendientes los acuerdos sobre los recursos petrolíferos. Sudán del Sur posee el 75% de las reservas de petróleo de todo Sudán. El Norte dispone de los oleoductos, las refinerías, las infraestructuras y Port Sudan, lugar de embarque y punto de exportación de esta riqueza energética.
Las diferencias étnicas y religiosas aumentan cuando hay petróleo de por medio y las ambiciones de poder y de conquista de localidades estratégicas de los dirigentes de ambos países impiden poner fin definitivo a la ofensiva. Las milicias nuer de Riek Machar luchan contra el dominio dinka de Salva Kiir mientras en el estado más joven de África miles de personas han muerto y más de un millón se han desplazado de sus hogares por la contienda.
El problema se intensifica con el hambre. A pesar de la tregua firmada en Etiopía el pasado 9 de mayo y la reducción de la violencia, la gente continúa huyendo en busca de alimentos. “Se han calmado los ataques, pero ahora la gente huye de la hambruna y de las inundaciones”, afirma Betty Lamunu, responsable de Federación Luterana Mundial (LWF) para el registro de los exiliados en Uganda.
Las intensas lluvias también se añaden a la encrucijada, provocando que muchas personas se marchen de sus hogares afectados por las crecientes riadas. Al desplazarse no pueden cultivar la tierra a tiempo ni atender al ganado para asegurarse un medio de subsistencia, lo que agrava la escasez alimentaria. A su vez, el reparto de ayuda humanitaria se complica por las condiciones geográficas y meteorológicas. Las tres cuartes partes de la red vial del país están bloqueadas, por lo que la ONU está favoreciendo la vía fluvial y aérea para el envío de comida y medicinas a pesar que el coste es cinco veces superior al de distribución por tierra.
Días de cólera
La agonía de los sursudaneses se agudiza con las enfermedades. En las últimas dos semanas se han disparado los casos de cólera en Juba, la capital. Desde el comienzo del brote se han registrado más de 5.697 casos y unas 123 muertes (según la Organización Mundial de la Salud). En las zonas rurales aumenta el riesgo debido al incremento de población por los desplazamientos de la gente de las ciudades y las deficiencias en infraestructuras y necesidades básicas.
Por otro lado, los refugiados que llegan a los países vecinos se enfrentan a otros males. “Los casos de malaria y malnutrición son los más extendidos, especialmente en los niños” explica Myriam Baral-Baron, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en el campamento de Dzaipi (Uganda). Como consecuencia de la malnutrición aparecen otras afecciones asociadas como “la diarrea y la neumonía”. “Tuvimos un brote de cólera y otro de meningitis pero de momento están controlados” cuenta Baral-Baron.
Los refugiados están en un estado de extrema vulnerabilidad física y psicológica. Francis, un adolescente de 14 años, vio morir a toda su familia durante los primeros ataques en Bor, capital del estado de Jungali, dónde han sufrido la peor violencia. Huérfano y exiliado en Dzaipi, en Uganda, padece un estado post traumático que le ha inducido al suicidio en varias ocasiones. Los médicos, junto con las autoridades locales, tratan de encontrarle una familia de adopción; aunque “se muestra reticente y no quiere abandonar las instalaciones porque ahora siente que los doctores que le cuidaron son su familia”.
En algunos casos se mezcla la influencia de culturas muy arraigadas a la tradición. Atem, de 7 años, llegó a Uganda desde Juba como refugiado con una enfermedad desconocida por los médicos. Apuntaban a una infección o probablemente a un cáncer. La dolencia le ocasionó varios tumores en la cabeza y en el cuello. “En los campamentos creían que estaba embrujado y empezaron a atacarle, así que tuvimos que trasladarle de nuevo a las instalaciones hospitalarias, dónde ahora permanece estable y en observación”, explica una de las doctoras de MSF en Dzaipi. “La gente le tiraba piedras, querían matarle porque decían que tenía el mal adentro”, explica su madre, consternada. La alta creencia en la brujería y la superstición en Uganda suponen todo un reto para los exiliados y para los cooperantes que tienen que lidiar con casos como el de Atem.
En busca de paz y seguridad
Su anhelo: un lugar dónde poder olvidar y empezar de cero. Shawal (nombre ficticio) escapó hacia Uganda con sus cinco hijos después que su mujer fuera asesinada en la ciudad de Bor durante un ataque a un campamento de la ONU el pasado 17 de abril. Ha perdido a su mujer, a su madre, su hogar, su trabajo, su identidad. “Quiero que seamos personas. Ahora no lo somos”, dice mientras le da el biberón a su hijo más pequeño, de dos meses. Shawal es de la etnia dinka y estaba casado con una mujer nuer. “La gente de mi propia tribu mató a mi mujer. Yo quiero vivir en un lugar dónde no me pregunten a qué clan pertenezco”, explica . Ahora vive en una casa protegida con ayuda de ACNUR que le proporciona comida y asistencia. “No quiero que mis hijos crezcan en guerra. No quiero que vivan como yo he vivido”.
En el campo de refugiados de Nyumanzi, el más grande de Uganda, los exiliados empiezan a recuperar sus vidas. El Gobierno ugandés adjudica 300 metros cuadrados de tierra por familia, dónde pueden construir sus casas y cultivar. Con una capacidad para 20.000 personas, pero sobrepoblado, el campo ya dispone de una escuela dónde acuden más de 300 niños.
También hay espacio para el ocio. Un joven refugiado construyó un local de madera y chapa con un televisor y un par de neveras para que los habitantes puedan distraerse viendo telenovelas o partidos de fútbol. La religión también tiene su sitio. Se trata de cuatro bancos al aire libre hechos con troncos y un palo dónde ondea una bandera blanca con una cruz violeta. Ahí se reúnen a rezar y a cantar plegarias pidiendo que la guerra concluya.
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