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Tribuna
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Don Carlos

Una diversidad de visiones retrató el drama de la Guerra Civil española

 Una editorial española, Calambur, publica testimonios de intelectuales latinoamericanos sobre la Guerra Civil de España. Lo hace por países, en forma escalonada, y a finales del año pasado le tocó el turno a Chile. Un aspecto novedoso de la empresa consiste en que figuran autores de todas las tendencias, de izquierda y de derecha. Estábamos acostumbrados a leer proclamas y poemas épicos, de la línea de España en el corazón de Pablo Neruda. Ahora encontramos escritos y poemas del mismo Neruda, de Rosamel del Valle, de Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, de Ángel Cruchaga Santa María y Luis Enrique Délano, de Eduardo Molina, poeta de un poema único, junto a escritos del inefable Bobby Deglanné, además de Jaime Eyzaguirre, de Maximiano Errázuriz, de Sergio Fernández Larraín, personajes de una derecha connotada y clásica. No sé si esta diversidad de visiones y de posiciones nos permite avanzar algo en el conocimiento de la dramática historia. En general, los puntos de vista parecen polarizados al máximo, enquistados en sus trincheras respectivas. La furia, la rabia de unos, se contraponen a la dureza, a la intolerancia de los otros. ¿Es posible, en estas cuestiones dolorosas, dramáticas, mantener una mirada serena? Hay mucha sangre, muchos fusilados de ambos lados, muchos niños que morían en los bombardeos.

Para mi gusto personal, no necesariamente compartido, uno de los relatos mejores es el de Alberto Romero, el olvidado novelista de La viuda del conventillo, de La mala estrella de Perucho González. Romero, en un libro publicado en 1938 en la Editorial Ercilla, llega en los primeros meses de la guerra a un pueblo que ha quedado en el lado republicano y que se llama Minglanilla. No sé si es un nombre ficticio o si existe en la geografía real. Las páginas de Romero son decididamente antifranquistas, pero tienen un tono de objetividad, de serenidad, incluso de humor soterrado, que eran muy propios del autor y que lo diferenciaban de sus compañeros de generación. En la descripción de Minglanilla descubrimos el hambre, la angustia, la desesperante tristeza que dominaba en el ambiente. Los niños del pueblo, de repente, empiezan a cantar en un balcón. Al comienzo no es más que un murmullo infantil, pero después reconocemos la melodía y la letra de La Internacional. Una señora inglesa camina por la plaza del pueblo tomada del brazo de una madre joven. Las dos mujeres lloran a moco tendido y la inglesa, al final del paseo, levanta la mano empuñada. Alberto Romero visita ese pueblo, no sé si real o imaginario, en compañía del poeta cubano Nicolás Guillén y del inglés Stephen Spender. Spender es alto, desgarbado, británico hasta la médula, y Guillén tiene un color aceitunado oscuro. Todos comulgan apasionadamente con la causa, pero la mirada de Alberto Romero tiene algo humano y a la vez distante, preocupado, pensativo. Llegaré pronto a Santiago, mi ciudad natal, y buscaré libros de don Alberto en librerías de viejo.

Las páginas de Romero son decididamente antifranquistas, pero tienen un tono de objetividad, de serenidad, incluso de humor soterrado

Otro fragmento que me interesó en la recopilación de Calambur es de Carlos Morla Lynch. Fue publicado en Sevilla en 2010, pero escrito un martes 28 de marzo de 1939. Como se sabe, Morla, ministro de la legación de Chile, había dado asilo a más de 2.000 ciudadanos españoles que corrían peligro en los años de la República. Ese día martes, las tropas del general Franco hacían su entrada en la capital. Los asilados en la residencia chilena salieron en tropel, eufóricos, y algunos ni siquiera se despidieron del dueño de la casa, que probablemente les había salvado la vida. Pero no había tiempo para despedidas ni para ceremonias. Los primeros camiones de los nacionales, con sus banderas blancas, llenos de muchachos de brazos levantados, desfilaban ya por Cibeles y por la Castellana. Muchos cantaban el Cara al sol, a diferencia de los niños del relato de Alberto Romero. Se abrían ventanas por todos lados, entre gritos de alegría, y las banderas blancas asomaban por todas partes. Don Carlos, a quien conozco muy bien, que fue mi primer embajador en mis años de diplomático, tuvo entonces un gesto muy suyo. Se acordó de que en uno de los rincones de la residencia había un grupo de 17 refugiados recientes del bando de la República. Eran hombres extenuados, deprimidos, que podían esperar lo peor. Morla cuenta que entra, con un nudo en la garganta “y sin pronunciar palabras que considero inútiles, estrecho las manos de cada uno”.

Alguien, hace pocas semanas, describió a Morla en presencia mía como un “hombre de izquierda”. No era el momento de rectificar, guardé silencio, pero puedo asegurar que Carlos Morla estaba muy lejos de ser de izquierda. Era un hombre moderado, más bien conservador, cercano a la familia Alessandri, que representaba a una derecha liberal, civilizada, del Chile de mediados del siglo pasado. Pero el gesto de saludar a los vencidos, de solidarizar con ellos en los instantes más difíciles, era típicamente suyo. Si esto no se entiende hoy, significa que estamos avanzados en tecnología, en máquinas, en cifras, pero trágicamente atrasados en las grandes cuestiones éticas y humanas. E incapaces de ponernos al día, puesto que leer viejas páginas de Carlos Morla Lynch, de Alberto Romero, de gente como ésa, no nos interesa un pepino.

]Jorge Edwards es escritor.

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