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EL PULSO
Columna
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Venenos que matan, pero también curan

La reptilasa es sólo la punta de un iceberg terapéutico repleto de potentes toxinas para atacar las enfermedades del corazón

El biólogo y naturalista Carlos Pérez Santos lleva décadas manejando serpientes tropicales cuyo veneno fulminaría a una persona. “Nunca me ha mordido una por accidente. Lo que sí he hecho es inyectarme su veneno”, explica desde su hogar en San Cugat (Barcelona). “En Panamá, solía salir a buscarlas por la noche, por las carreteras. Encontré una serpiente del género Bothrops de tres metros, me la llevé a casa unos días y le extraje el veneno (con una presión detrás de los ojos y haciendo morder a la serpiente un vaso forrado como un tambor, con una cubierta de plástico)”.

Tras liberar al animal, Pérez Santos guardó el veneno en un frasco en su nevera. En ocho días cristalizó. Tomó cinco o seis de esos diminutos cristales, los diluyó en agua destilada y le pidió a su mujer que inyectara la solución en el brazo. “Empezó a dolerme como si apagaran cigarrillos en él”, pero las punzadas remitían si lo colocaba por encima del corazón, sobre la cabeza. Aquella tarde Pérez Santos iba asistir a un concierto, pero tuvo que estar dando vueltas por el teatro con la extremidad en alto.

Durante la noche la boca empezó a saberle a sangre. Tuvo que dormir con el brazo hinchado en alzas, sujetado por clavos. “No quise ir al hospital. Me hice una herida en la mano al quitar los clavos. No cicatrizaba”. Tres días después, Pérez Santos acudió al Serpentario de Butantan en São Paulo (Brasil), el mayor instituto de venenos del mundo. En la biblioteca comprobó que se le iba la vista. “Me estaba quedando ciego”. Pidió que le llevaran a su hotel y estuvo casi dos días en oscuridad, con un pañuelo alrededor de los ojos. El veneno le estaba produciendo hemorragias internas. Pérez Santos se recuperó al día siguiente.

Este experto ha escrito decenas de estudios sobre serpientes y ranas venenosas. Su anécdota con el veneno de la Bothrops en 1982, cuando investigaba para la compañía norteamericana United States Surgical Corporation, enriqueció otras investigaciones que mostraron que el animal producía en realidad un cóctel de moléculas venenosas en vez de un veneno específico. En los noventa, los científicos aislaron una enzima de ese cóctel, la reptilasa. Es un coagulante tan formidable que ahora sabemos que corta en seco las hemorragias –se ha usado con éxito tras el parto, en los sangrados intestinales e intervenciones dentales.

La reptilasa es sólo la punta de un iceberg terapéutico repleto de potentes toxinas para atacar las enfermedades del corazón, los tumores y las infecciones, aseguraron los expertos del consorcio europeo Venomics el pasado junio en Lisboa. Venomics persigue explorar y clasificar esta mina de fármacos potencialmente extraordinarios. La mayoría de los venenos consisten en pequeños péptidos y proteínas a los que se pueden aplicar las nuevas tecnologías de secuenciación de ADN. Hasta ahora se han descubierto 4.000 tipos. El número total, creen los expertos, se acerca a los 40 millones.

El científico Frederic Ducancel destacó en esa reunión que la evolución ha afilado estas armas venenosas de la naturaleza durante millones de años. Es el laboratorio mortal más sofisticado. Se sabe que hay 100.000 especies de himenópteros, 40.000 arañas, 1.500 especies de escorpiones y 3.000 serpientes que producen una infinita variedad de venenos. Por no mencionar las ranas venenosas –una ranita de cinco centímetros, Phyllobates terribilis, en Colombia, contiene en su piel suficiente veneno para matar a dos elefantes– o la serpiente marina Enhydrina schistosa, de cuyo veneno basta una gota para matar a 10 personas, explica Pérez Santos. Pero los venenos también curan. Es un hecho contrastado.

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