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EL PULSO
Columna
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Picasso y Pepe Isbert, dos adolescentes en Lavapiés

Cuando se encontraron no tenían la edad de los genios maduros, sino la de dos teenagers que sueñan con ser artistas

Picasso y Pepe Isbert, en una timba imaginaria.
Picasso y Pepe Isbert, en una timba imaginaria. Javier Morán

En una esquina del madrileño barrio de Lavapiés, en la calle de San Pedro el Viejo, 5, se pueden observar unas cerámicas de motivos picassianos en la fachada de esa recoleta vía que comienza en la poscastiza plaza de Tirso de Molina. El primer mural representa una partida de cartas entre Picasso y Pepe Isbert. Hay quien piensa que esa reunión recuerda a aquella frase de Lautréamont: “El encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. ¿En verdad son elementos extraños el pintor universal y nuestro más querido actor cómico? Pues no. Aunque provoque extrañeza, ese encuentro existió.

No tenían la edad de los genios maduros que en el mural juegan a cartas, sino la de dos teenagers que sueñan con ser artistas. Mejor dicho, uno ya era un joven pintor llegado a la ciudad para el rito de paso de la Academia de Artes de San Fernando. El otro, tres años más joven, era un chaval de barrio que pensaba ser artista aunque estudiara contabilidad. ¿Jugaron a las cartas aquellos dos españoles bajitos, aquellos adolescentes del barrio de Lavapiés? Nunca lo sabremos. Ninguno dejó testimonio de su posible amistad aunque estuvieron cruzándose en la escalera, en el barrio, durante meses. Ninguno imaginaba el genio del otro. Uno creció en París entre un feliz paganismo, algo de comunismo de salón, mucho dinero y muchas mujeres. El otro nunca dejó Madrid, fue franquista, católico y fiel como un pichón no picassiano. Dos diferentes maneras de ser españoles. Uno burdelesco, otro beato. A uno le apasionaron los toros, al otro las misas.

El joven Picasso cumplió en Madrid sus 16 años. Era el otoño de 1897. Aburrido del academicismo, sin subvención del tío rico –que le retiró el sustento por esa rebeldía–, se dio cuenta de que su escuela estaba en patear la ciudad, sus botillerías, tabernas y cafés. Doble vida: mañanas para el Prado –fundamental su admiración por El Greco–, noches de perderse en una ciudad abierta hasta el amanecer. Maduró en su forzada lucha por la vida, se enfrentó a su primera independencia y aprendió a sobrevivir en una fría pensión en el centro de un Madrid chulesco, encanallado y popular. Sin un duro, pero sin dejar de hacer bocetos de aquel mundo todavía tan goyesco. En la cercana plaza, entonces llamada del Progreso, además del espectáculo de los chicos jugando al toro, con falsos cuernos o navajas de verdad, cada día observó broncas, trampas, juegos y bailes. Y al caer la noche la vida continuaba en los cafés cantantes.

El joven Pablo Ruiz, con su gabán de artista bohemio, su flequillo y sus ojos ávidos de vida y libertad, se colaba para tomar apuntes de aquel ambiente, de aquellos supervivientes que poco después serían tan suyos en azul, en rosa. En sus queridas señoritas y sus saltimbanquis, en sus bebedores y sus solitarios.

Enfermó de mala vida y poca comida, de fríos y soledades. Volvió a Barcelona, pasó por París, creció como pintor. Con el siglo nuevo, regresó a Madrid. Cambió de barrio, de amigos y de objetos de deseo. Pero, como el asesino que vuelve al lugar del crimen, regresó a su primer barrio, a las calles donde seguía su vecino Pepe Isbert, a punto de empezar de meritorio en el cercano teatro Apolo. La redacción de la revista Arte Joven está en la calle del Olivar, muy cerca de su primera casa madrileña. Su pandilla, ahora con mayoría de artistas, al pasar los años fue conocida como generación del 98. Ricardo Baroja le enseñó el arte de grabar. Retrató a su hermano Pío, pero nunca se entendieron. Sus relaciones con los artistas, la vida cultural, el periodismo y la vida golfa en el Madrid que comenzaba el siglo son apasionantes. Pero… esa es otra historia.

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