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PALOS DE CIEGO
Columna
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Tres lecciones de García Márquez

Estar aquel día con García Márquez es lo más parecido que me ha pasado a estar con el Papa

Javier Cercas
Pablo Amargo

La primera me la dio la primera vez que estuve con él, en el verano de 2005. Fue durante una comida en casa de Carmen Balcells, su agente (y también la mía). A ella asistieron, además de la anfitriona, su mujer, mi mujer y varios trabajadores de la agencia. En mi recuerdo, García Márquez se dedicó sobre todo a preguntar, que es lo que suelen hacer los sabios, y en determinado momento me preguntó cuántas veces reescribía un libro. Empecé a dar explicaciones: dije que, aunque casi siempre escribía la primera versión a mano, en las sucesivas usaba el ordenador, y que entonces podía reescribir decenas de veces una misma frase, un mismo párrafo… “No, no”, me interrumpió, como si me riñera. “Nada de frases, nada de párrafos. ¿Cuántas veces reescribes entero el libro, de pe a pa?”. Tragué saliva, reflexioné, contesté: “No lo sé. Depende del libro”. Y luego dije un título y un número: dos, tal vez tres. García Márquez sonrió, satisfecho; dijo: “Yo, seis”. No sé si exageraba (no lo creo: no, al menos, si se refería a los libros posteriores a Cien años de soledad); y aunque exagerase: es un millón de veces preferible quien exagera con humildad lo mucho que le costó hacer algo bueno, vindicando su orgullo de artesano, que quien exagera con soberbia lo poco que le costó hacer algo malo, escudándose en su desidia para ocultar su incapacidad.

La segunda lección me la dio en Cartagena de Indias o más bien en un patio de un hotel de Cartagena de Indias, en el invierno tropical de 2006. Yo me alojaba allí, invitado por el Hay Festival, y García Márquez, que tenía una casa en la ciudad, pasó por el hotel acompañado por un grupo de amigos. Hizo que me sentase a su lado, pidió algo de beber (creo que whisky) y me cogió del brazo; a ratos, cuando le dejaban, me hablaba al oído. Digo cuando le dejaban porque estar aquel día con García Márquez es lo más parecido que me ha pasado en mi vida a estar con el Papa; la gente hacía cola para darle la mano, para mostrarle una edición cualquiera de una de sus obras, para que bendijese su matrimonio reciente, para que besase a su bebé. “¿Sabes una cosa?”, me susurró en un intervalo de la procesión. “No voy a volver a publicar ninguna novela”. “Lo siento”, dije, con absoluta sinceridad; luego le pregunté por qué iba a hacer eso. “Mira, Javier”, contestó, apretándome con fuerza el brazo. “Yo soy un viejo: ya sé engañar a todo el mundo; si quisiera, podría hacerlo. Pero a quien no puedo engañarme es a mí. Y si los libros no salen de las tripas, es mejor no escribirlos”.

Esas fueron dos lecciones que me dio García Márquez: una de disciplina (o de modestia) y otra de autoexigencia; aunque, ahora que he escrito lo anterior, me doy cuenta de que, en el fondo, ambas son una misma lección de honestidad. ¿Y la tercera lección? La tercera –como todas las demás lecciones que me dio, a mí y a todos– está donde están las mejores lecciones de un escritor: en sus libros. Durante la primera mitad del siglo XX, la literatura tendió a encerrarse en sí misma; a esa tendencia debemos algunas de las mejores novelas que ha dado la historia, pero a veces también, a la larga, una literatura vanidosa, autofágica y finalmente conformista, una literatura para literatos, que es el destino más triste de la literatura, o para esnobs: gente a quien no le gusta leer, sino que lo que le gusta es que le guste leer. Durante la segunda mitad del siglo XX, la narrativa latinoamericana recuperó para el español el legado perdido de Cervantes, poniendo otra vez a nuestra lengua en el lugar de privilegio que había ocupado con Cervantes; dentro de esa hazaña general, la hazaña específica de García Márquez consistió en devolverle la mejor narrativa universal a eso que los anglosajones llaman el common reader y todos traducimos como lector común y Juan Ferraté traducía, admirablemente, como lector de buena fe: aquel al que lo que le gusta es leer. García Márquez, cada una de cuyas obras tenía lectores e imitadores en todo el mundo, no escribía para ese lector –ningún escritor digno de tal nombre lo hace–; pero tampoco escribía contra él, ni de espaldas a él, porque, como Cervantes, era incapaz de concebir la novela sin él, o simplemente porque no le tenía miedo. Esta es la tercera lección de García Márquez: una lección de coraje.

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