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EL PULSO
Columna
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El ascensor

Cuenta Masha Gessen en su libro 'El hombre sin rostro' que Putin se metía en un ascensor averiado para conversar de algo importante, ¿qué proyecto de gobierno puede salir de ahí?

Jordi Soler

Vladímir Putin es la estrella del momento. A manera de biografía fugaz, digamos que fue el hijo único de una familia humilde de Leningrado. Estudió Derecho con la intención de trabajar en la KGB y en 1979 fue enviado como espía a Alemania del Este. Cuando la Unión Soviética se vino abajo, los espías rusos se quedaron colgados por todo el mundo, igual que aquel pobre cosmonauta que, por un despiste de los de abajo, se quedó durante meses, como metáfora puntual y desgraciada, haciendo órbita alrededor de la Tierra.

En 1998, gracias a una tenacidad que bien mirada produce escalofríos, ya era director de la FSB, que antes era la KGB, y también se había convertido en uno de los hombres de confianza del menguante Borís Yeltsin. Lo demás fue llegar, cosiendo y cantando, a la presidencia de su país. Pero es precisamente en este periodo de entretiempo, entre la FSB y la silla presidencial, donde tiene lugar una actividad, una costumbre y quizá hasta un ritual, que pinta de cuerpo entero a Vladímir Putin, y a su siniestra deriva imperial.

La periodista Masha Gessen, cuenta en su libro El hombre sin rostro, que para conversar de algo importante, Putin dejaba su oficina de director de la FSB, y llevaba a su interlocutor a una zona derruida del edificio, donde había un ascensor averiado. Ahí, en esa caja de metal, rechinante, oscura y carcomida por el óxido, se metía Putin, para que nadie pudiera oírlo, a conspirar y a preparar, con jerarcas de pelajes diversos, su futuro de presidente. Ahora pregunto a usted: ¿qué proyecto de gobierno puede salir del interior de un ascensor averiado?

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