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DON DE GENTES
Columna
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Rumiantes y paquidermos

Una clase media abrumada por los impuestos, se ha entregado, como si fuera un dogma de fe, al cuidado de su propio cuerpo

Elvira Lindo

Hay personas con dos cabezas. O con dos cerebros, por decirlo mejor. Personas con talentos tan dispares que las imaginas dotadas de un par de seseras perfectamente organizadas dentro del cráneo. Una de esas personas, no cabe duda, es Martin Scorsese. De cavidad craneal no anda escaso. Y a cuenta de esos dos cerebros que posee este creador hiperactivo, puedes amar o detestar el nervioso, casi histérico, trazo de sus películas, que produce uno de sus cerebros, y rendirte sin condiciones ante el obstinado empeño que su otro cerebro tiene de recuperar y dignificar la cultura popular de su país.

Mientras en los cines sigue exhibiéndose El lobo de Wall Street, en casa, en la mía, disfrutábamos la otra noche de uno de los documentales que ha producido y narrado con su propia voz, Feel like Going Home. Un viaje por las huellas del blues, desde su nacimiento como lamento de la esclavitud y la pobreza hasta su impacto en lo que vino después, jazz incluido. No hay palabras que describan la hondura y la belleza de esa música, así que desisto, pero hubo algo en lo que no pude evitar fijarme, algo que saltaba a la vista y que amargaba la versión feliz del pueblo ya libre de cadenas al que se le debe gran parte de la esencia de la música americana.

En cosa de diez años han brotado supermercados que parecen venderte más salud que comida
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En las fotos antiguas de los maestros del blues encontramos una pobreza no reñida con la dignidad física: son personas enjutas, bien parecidas, el blanco y negro del pasado ennoblece las camisas viejas abotonadas hasta el cuello. Hoy no hay esclavos, pero sí pobres, pobres sin esperanza, su arte sigue mal pagado y su aspecto se ha deteriorado por una alimentación que literalmente destruye el metabolismo, haciéndole cargar de por vida con una cantidad insoportable de kilos de más. Son muy gordos, como gordos son la mayoría de los pobres. Son gordos desde niños. No saben lo que comen, carecen de la más mínima cultura culinaria y alimentan a sus hijos de cualquier manera y a cualquier hora: en el metro muy de mañana o al volver a las tantas a casa vemos a las criaturas llevarse a la boca trozos indescriptibles de un rebozado que sacan de una caja de cartón.

Los pobres son gordos. Eso sí, gozan de la libertad que defiende el partido republicano. Libertad para ser obesos, para contraer diabetes, para perder la vista o una pierna, para padecer problemas precoces de movilidad, para estar malhumorados o adormecidos, acomplejados en la adolescencia, agotados por el propio peso en la madurez.

Y en el lado opuesto de ese universo sombrío, en el tramo soleado de la calle, una clase media abrumada por los impuestos, que habiendo desistido de una idea abstracta de cambiar el mundo, se ha entregado, como si fuera un dogma de fe, al cuidado de su propio cuerpo. Esta nueva religión se practica ya en España, aunque siempre quiero creer que con menos fanáticos en sus bancos. En cosa de diez años han brotado supermercados que parecen venderte más salud que comida y que realizan promesas tan disparatas de mejora para el cuerpo y el alma que se han convertido en templos de seudociencia.

Los clientes se acercan al puesto de zumos como si fueran a recibir la comunión diaria, y en vez de pedir una deliciosa mezcla de frutas que además de nutritiva sea agradable para el gusto, eligen ingredientes imposibles, espinacas, perejil, acelgas, remolacha, qué sé yo, hasta conseguir un engrudo verde, difícil de tragar y de digerir, con el que sustituyen la comida o la cena. Comen contra el colesterol, mastican contra el cáncer de colon, tragan para bajar el índice de las célebres transaminasas, desayunan para favorecer el tránsito intestinal, comen nueces entre horas contra las enfermedades coronarias, beben una copa de vino como antioxidante, compran pan de centeno por la fibra, están contra la mantequilla, contra la leche y se han apuntado a la cruzada antigluten aunque no se les haya diagnosticado ningún tipo de alergia.

Se cuidan como si estuvieran cuidando un bebé, como si ellos mismos fueran su propio bebé. Tienen una relación tan obsesiva y dogmática con la comida que lo que una sospecha, después de haber observado los bandazos que suelen dar las personas que militan ciegamente en una causa, es que cuando se aburran de cumplir los mandamientos de la vida sana, se entregarán con decisión a otra corriente, que bien puede ser la contraria.

Todo tiene siempre un tufillo religioso, aunque cualquiera de sus seguidores negaría que sus hábitos tienen relación alguna con los de un feligrés. De hecho, el templo de la comida sana, el supermercado Whole Foods, goza de una clientela progre, bien situada, capaz de pagar un potosí por lo que se vende como orgánico, con una selección de aguas embotelladas destinada a todos los que consideran un suicidio a largo plazo beber del grifo, y una sección de salud-belleza que haría las delicias de Dorian Gray.

Unos engordan porque olvidaron las delicias de la comida casera y otros se mantienen delgados a fuerzas de enfrentarse a la alimentación como a un pasto que hay que rumiar en crudo. Un país de paquidermos y rumiantes. Cualquier cosa con tal de no disfrutar relajadamente de la vida. Luego vas a yoga y te encuentras a gente muy tensa. Tanta obsesión por la salud les está matando por dentro.

Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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