Un director hecho a mano
Wes Anderson pertenece a una clase media del cine que desaparece El realizador texano es uno de los más aclamados del mundo Reflexiona sobre su manera de dirigir películas y la relación que mantiene con sus intérpretes
En octubre del año pasado, un barco que viajaba de Hong Kong a Londres tuvo un problema eléctrico y varios de los contenedores que transportaba ardieron antes de llegar a puerto. En uno de ellos se encontraban los primeros ejemplares de The Wes Anderson collection, que la editorial Abrams tenía previsto distribuir en Europa en las siguientes semanas.
A Anderson (Houston, 1969) la historia le deja con los ojos abiertos como platos: “Eso podía ser parte de una de mis películas”, dice mientras se mesa el pelo. El realizador estadounidense viste un traje de pana azul hecho a mano, se calza sus celebérrimas botas Wallabee y se sienta en un mullido sofá rojo eléctrico que bien podría haber sido un elemento de uno de sus filmes. Se encuentra allí para presentar el primer avance de su última película, El gran hotel Budapest, del que los periodistas han podido visionar unos minutos de imágenes de un filme que entonces ni siquiera está acabado. La cita con El País Semanal es en Roma, donde se celebra el festival de cine de la ciudad. Anderson no tiene película, pero ha acudido a presentar un cortometraje realizado para una firma de moda. “No sé si es un corto o un anuncio u otra cosa, no quiero engañarte”, dice.
El director, que empezó su carrera con un cortometraje en 16 milímetros llamado Bottle rocket junto a su amigo y camarada de juergas Owen Wilson, puede presumir de ser uno de los cineastas independientes más prestigiosos del mundo. Adorado por la cinefilia, alabado por la crítica y poseedor de una impronta que se plasma en una filmografía marcada por la nouvelle vague, la inquietud viajera, los puzles en forma de personajes imprevisibles y una cálida sensación familiar, un estilo atemporal, reconocible y a la vez indescifrable que comparte con otros cineastas texanos como Richard Linklater o el mismísimo Terrence Malick. Como si la sensibilidad fuera una cuestión geográfica.
Bill Murray decía sobre él cuando promocionaba Moonrise Kingdom: “Wes [Anderson] es uno de esos tipos que, aun siendo muy jóvenes, eran capaces de convencerte de cualquier cosa. Su visión era única, realmente especial. Su forma de trabajar, de contar siempre con el mismo equipo, convertía el set en un lugar cómodo. Además, siempre contrata a los mejores chefs para que te hagan la comida. No es como esa espantosa cosa que te sirven en los caterings. Así que cuando no estás suficientemente concentrado, piensas en esa deliciosa comida que te espera después de la toma y todo adquiere un sentido”. Y el aludido responde: “¿Bill decía eso? [Sonríe] Bueno, a mí también me gusta comer bien. ¿Que si me agrada esa sensación familiar? Pues lo cierto es que rodar una película es a veces un proceso difícil, complejo, y me gusta saber que cuando las cosas se ponen difíciles, todo el mundo sabrá qué hacer. Quiero que todos estén de buen humor, porque necesito ese buen ambiente en mi cabeza. A veces me planteo trabajar con alguien distinto y le doy muchas vueltas porque me pregunto qué pasaría si no encajara. Si valdría la pena tener a alguien con mucho talento que cambia el tono anímico del rodaje”, cuenta Anderson, un hombre con fama de encantador con los actores y delicioso con la prensa. El realizador habla en voz baja y vuelve sobre sus palabras, precisa algo y reanuda la marcha otra vez, para repetir todo el proceso a continuación, como si su discurso fuera una de esas películas que pueden remontarse una y otra vez y cada versión fuera mejor que la anterior.
Sobre la tensa relación entre Gene Hackman y Anderson en Los Tenenbaums, que provocó el cierre de filas en el rodaje en torno a la figura del director, Angelica Huston contaba lo siguiente: “Gene [Hackman] le dijo una vez: ‘Súbete los pantalones y sé un hombre’. También utilizó otras expresiones como soplapollas y algunas variantes de la misma palabra”. “No, no me refería a Gene cuando hablaba de actores difíciles. Es cierto que era un hombre complicado, un hombre muy duro, y que exigía un nivel de tensión muy alto, pero es Gene Hackman. No lo contratas para que te haga unos trucos de magia, lo contratas porque es Gene Hackman”, confiesa Anderson, que se friega las manos como si al pensar en el protagonista de Sin perdón, La conversación, Marea roja o French connection le entrara frío.
Wesley Wes Anderson nació en Houston (Texas), hijo de una arqueóloga que ejercía de agente inmobiliario y de un ejecutivo del ramo de la publicidad y las relaciones públicas. El divorcio de la pareja cuando Anderson era un niño influyó en su vida y su carrera cinematográfica. El director es demasiado educado para decir “pasa palabra”, pero contesta con la educación hastiada del que ha recibido la misma pregunta un millón de veces: “Creo que se ha magnificado lo que he dicho. Por supuesto que me marcó el divorcio de mis padres, pero ¿en qué niño no lo haría? Supongo que mis películas vuelven una y otra vez a ese tema, pero, francamente, no sabría decir qué intención exacta tiene en ellas”, cuenta el realizador mesándose una melena que parece estar a punto de descontrolarse.
Es cierto que Gene Hackman era un hombre muy duro, pero no lo contratas para que te haga trucos de magia, sino porque es Gene Hackman
Compañero de habitación de Owen Wilson mientras ambos estudiaban en la Universidad de Austin, el dúo se convirtió en inseparable (a veces se les unía el hermano de Owen, Luke). La afición del trío por el cine se concretó en el mencionado Bottle rocket, que después se convertiría en un largo, Ladrón que roba a otro ladrón (1996), que pasó desapercibido para el público, pero no para algunos críticos. “Aprendimos mucho de esa experiencia. Tanto en lo bueno como en lo malo. Cuando pasamos el corto en Sundance, fue difícil que todos esos elogios no se nos subieran a la cabeza. Después la película no funcionó como esperábamos, pero sirvió para entender las claves de un rodaje y todo lo que hay detrás del cine, incluso lo que creíamos que no era cine”, reflexiona el texano mientras le sirven un agua mineral.
En 1998, el director firmaba la que aún hoy día sigue siendo una de sus películas más populares: Academia Rushmore. La cinta se inspiraba en las experiencias del realizador en St. John’s, la escuela privada donde estudió. “Es cierto que muchas de mis películas se basan en experiencias personales, pero no siempre es así. No recuerdo los detalles que me llevaron a cada proyecto, pero cada filme es distinto. En esta nueva película [El gran hotel Budapest], el personaje principal está inspirado por un amigo, pero la historia lo está por Stefan Zweig. Así que en cierto modo es algo personal, pero no es mío. ¿Nostálgico? No lo soy a propósito. A veces hay cuestiones que vienen de mi infancia, cosas que no acabé o creo que no acabé y que de algún modo quedan pendientes. Moonrise Kingdom era definitivamente de esa clase, pero no creo que pueda racionalizarlo todo hasta un punto en el que mis películas queden etiquetadas en una u otra categoría. Me es imposible”, dice Anderson cuando se le inquiere por esa parte de uno mismo que reside en lo que hace.
“Creo que hay algo muy íntimo en las películas de Wes y que por eso conectan con la audiencia de un modo único, como si el hecho de ser absolutamente específico te permitiera llegar a todo el mundo. También hay algo muy curioso, y es el hecho de que algunos de sus personajes nos parezcan paródicos o salidos de una comedia cuando en realidad, en su cabeza, son absolutamente serios”, comenta Jason Schwartzman, uno de los actores que forman parte de la familia Anderson, que incluye asistentes de dirección, técnicos, un director de fotografía, un diseñador de vestuario y un chef. Un equipo de nombres fijos que resumen la filosofía de un director de cine distinto: “Me gusta ver las mismas caras cuando llego al set. Si tengo que estar lejos de casa, quiero estar a gusto. No entiendo a los que tienen que cambiar de equipo cada 10 minutos… bueno, no es que quiera criticarlos, simplemente a mí me gusta ese ambiente, el que me dan los habituales”, cuenta el estadounidense.
El texano es uno de los pocos realizadores independientes capaces de reunir a su alrededor a una auténtica galaxia de estrellas en cada filme que ruedan: Edward Norton, Bruce Willis, Bill Murray, George Clooney, Jude Law, Meryl Streep o Harvey Keitel son algunos de los monstruos que ya se han convertido en piezas de un tablero abarrotado. Muchos de ellos han repetido en más de una ocasión, como si la tentación de volver a ponerse en manos de este director de rasgos suaves y sonrisa perenne fuera demasiado grande.
Los actores son en manos de Anderson una receta distinta para un plato insólito. “Como persona que trata de dirigir, me fascina la forma de trabajar que tiene Wes”, contaba Ralph Fiennes, el actor y director que es el protagonista del último filme de Anderson. “Es tímido, mueve mucho las manos y habla lo justo. Pero no le hace falta nada más. Siempre trabaja con las mismas personas, que le entienden sin mirarle, y cada pieza encaja perfectamente casi sin pretenderlo. Para mí esa es la clave, su forma de moverse en un entorno tan complicado como el del cine con esa especie de calma, como si fuera un maestro zen”.
La riada de éxitos del realizador incluyó títulos como Los Tenenbaums (2001), Life aquatic (2004), Viaje a Darjeeling (2007), Fantástico señor Fox (2009) o Moonrise Kingdom (2012), y selló la alianza (o quizá sería mejor decir romance) que el cineasta mantiene con un público que nunca le defrauda. Anderson ha sido capaz además de meter en su batidora conceptos que podrían parecer alejados de su universo fílmico y que, sin embargo, son parte ineludible de su cine. Ahí quedan sus colaboraciones con Adidas o sus trabajos para Prada, como si ambas cosas no fueran un matrimonio imposible. “Siempre he estado interesado en el mundo de la moda. Probablemente de un modo tangencial, o eso creo. En el caso de Prada, era una oportunidad para hablar de cosas que me interesaban, para probar nuevos escenarios. Estoy interesado en todo tipo de cine y creía que era una oportunidad para decir algo distinto. ¿Qué clase de cine? Pues imagínate un arco que va de Fellini a Bergman… bueno, no, de Fellini a Rossellini, porque a Bergman le pondría en la misma categoría de Fellini. Eso sí, no sabría decir qué tipo de cine se acerca más al mío, así que, por favor, no me lo preguntes [sonríe]”.
Creo que hay algo muy íntimo en las películas de wes y que por eso conectan con la audiencia de un modo único, dice Jason Schwartzman
El último proyecto de Wes Anderson es “el más ambicioso” de su carrera (según confesión propia) y bebe de tantas fuentes que concretar parece imposible. Eso sí, confirma que este cineasta de 44 años vive en una esfera personal que orbita al margen del cine contemporáneo, dentro de su propia categoría: “No intento que mis películas encajen en las modas ni en lo que se hace en un determinado momento. Esta nueva película, por ejemplo, es bastante violenta y me temo que no se parece a ninguna otra. Mi gran referente es el Hollywood de los años treinta hasta Lubitsch. Esa es mi gran referencia… Renoir también lo es, mucho. Y los libros de Stefan Zweig y sus memorias, más que ninguna otra película”, confiesa Anderson.
Al director le preocupa la lenta agonía de la clase media cinematográfica a manos del gigantismo de los blockbusters. La dictadura de la taquilla le quita el sueño a Anderson, un hombre acostumbrado a lidiar con presupuestos modestos (que no pequeños) que forma parte de una élite diminuta: “Spike Jonze, Paul Thomas Anderson, James Gray… no hay muchos más ahora mismo trabajando en ese intervalo que va desde los 25 hasta los 75 millones de dólares. Son pocos los que pueden trabajar en ese rango hoy día, cuando ese era el espectro en el que todo el mundo solía trabajar. Ahora la gente trabaja en presupuestos de 5 millones de dólares o de 250. Es algo que nunca había pasado y es muy peligroso, sobre todo por la política de los estudios en lo que respecta a las superproducciones. La buena noticia es que la tecnología ha abaratado los gastos y se puede hacer cine por menos dinero”.
A Anderson se le ha relacionado con muchos directores (presentes y pasados), pero él tiene claro cuál es su ideal: “Una vez alguien me comparó con Scorsese, y aunque no recuerdo la cita exacta, era más o menos así: ‘Los dos demuestran que todo lo que estás viendo importa’. Me parece uno de los cumplidos más bonitos, aunque no sé qué le parecería a Scorsese. ¿Quién me gustaría ser? Muchas veces me pongo las películas de Michael Powell y Emeric Pressburger y pienso que me gustaría dirigir como ellos. Cada vez me parecen mejores. También me gusta Hitchcock, pero debo ser realista [sonríe]”, dice el realizador, sosteniendo un sándwich de pepino que parece tentarle.
“Me encanta trabajar con Wes”, declaraba Edward Norton. “Soy un actor de reparto en sus manos y me tendrá con él cada vez que quiera, me encanta ser parte de esa troupe. Es un placer trabajar con alguien que adora colaborar con sus actores y en cuyos sets se vive un ambiente de creatividad y diversión tan grande. Creo que ningún director es capaz de construir algo tan acogedor en un mundo tan hostil (a priori) como el del cine”. El realizador sonríe: “Siempre me ha gustado oír lo que mis actores tienen que decir. A veces, como con Bill Murray o Gene Hackman, tienes que rendirte a su capacidad de improvisación y otras tienes que ceñirte al guion, pero no me gusta cerrarme puertas sin pensar antes por qué”.
Una de las características que distinguen a Wes Anderson del resto de cineastas que engrosan las filas del movimiento indie es que el de Houston siempre ha resistido la tentación de ponerse en manos de terceros, y ocho películas (y cinco cortos) después sigue haciendo lo que le da la gana: “A veces tuve la tentación de hacer algo para alguien, pero siempre acabé cambiando de opinión y encontrando algo mejor que hacer. Lo cierto es que el tiempo es limitado y cuando me pongo a trabajar tengo que hacer algo que realmente me apetezca. Solo una vez adapté un libro, pero era tan breve que me dejaba mucho espacio para divagar, y eso es lo que realmente me gusta. Tengo tantas cosas pendientes que lo de hacer una película de encargo sería muy extraño”, dice Anderson con cara de estar contando un chiste.
Para ser de Texas, la crítica europea ha abrazado a Anderson como al hijo pródigo, concediéndole el apelativo tan preciado de “uno de los nuestros”. Al director, la cosa le parece dudosa: “Me encanta que algunos me vean como un director europeo o al menos cercano a Europa, pero no lo soy por dos razones: primero, porque soy terrible en los idiomas, solo hablo inglés. He pasado largas temporadas en Francia y mi francés es inexistente, puedo entender algo si me hablan muy lentamente. Desafortunadamente, todo el mundo habla inglés y paradójicamente eso me hace sentir extranjero. En segundo lugar, porque creo que mis películas son profundamente americanas, especialmente en la parte de los diálogos. Así que, lamentablemente, no puedo ser europeo. Aunque me encantaría, que quede claro”, confiesa.
Anderson, un tipo que a veces tiene algo de jeroglífico, de manos largas y aspecto vintage, nunca ha sido tan bien retratado como en las palabras que abren el mencionado libro sobre su figura, The Wes Anderson collection, y que surgen de la pluma del premio Pulitzer de literatura Michael Chabon, fan declarado del director: “Cuando él abre la caja ves algo oscuro y brillante, un caos ordenado de esquirlas, desechos, una pizca de basura y pluma y alas de mariposa, retazos y tótemes de memoria, mapas de exilio, documentación y pérdida. Y entonces dices, inclinándote: ‘¡El mundo!”.
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