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El músico de la isla verde

En una de las calles de Algeciras, nació, en 1947, 'el niño de la portuguesa' Fue el primer nombre que a Paco de Lucía le puso el vecindario "Cada vez que cojo la guitarra es como si supiera que por las cuerdas salen billetes de mil"

El guitarrista flamenco, Paco de Lucía, en mayo de 1978.
El guitarrista flamenco, Paco de Lucía, en mayo de 1978.Marisa Flórez

Entre las posesiones de los duques de Medinaceli se cuentan unas tierras si­tuadas en el extremo sur de la Penínsu­la, junto a la antigua ciudad de Algeci- ras. Es una espesa zona forestal con una exten­sión de 17.000 hectáreas donde dialogan con el viento los quejigos, los alcornoques, los alga­rrobos y los fresnos y donde huyen del hombre los corzos y los jabalíes. Por algún lugar de ese vasto terreno y en el corazón del verano se cele­bra una de esas fiestas campesinas y ardiente­mente populares que son las romerías. El nom­bre de esas tierras es hermoso, sonoramente musulmán: La Almoraima. En La Almoraima ven pasar los años algunos soñolientos palacios y jardines de los Medinaceli, aún dormita un convento del siglo XVII, y sobreviven los restos de una fortaleza árabe hoy jadeante sobre la cumbre de un picacho que se alza entre los ríos Guadarranque y Hozgarganta.

Cobijado en la fortaleza, se arracima un im­previsto pueblecito. Es Castillar de la Frontera: una gran porción de belleza y pobreza de pie­dra, una modesta y lenta humanidad embutida entre los muros de un castillo que alguna vez asediaron los godos, tres o cuatro millares de habitantes en casitas de mucha cal, en calles enchinadas o empedradas que zigzaguean limpísimas, acomodándose al reducido espacio que les consienten las murallas granates, y una poterna almohade que aún se cierra todas las noches y se abre con el alba, como un viejo chirriar del medioevo. Terreno, bosques y casti­llo, susurro de los vientos y viento de los siglos, súbitas corzas y engalanada romería, todo eso fue parte importante de la alegría ceremonial de un niño que años más tarde daría la vuelta al mundo con una guitarra en las manos. Y todo eso, La Almoraima entera, modesto paraíso donde el tiempo se amansa, se embruja y se confunde con la luz o la noche, debe de estar aleteando como un pichón de infancia por entre acordes, trémolos, arpegios, en ese maremoto de música con el que Paco de Lucía está rubri­cando el flamenco. Si escuchamos con nuestros poros, en el fondo de esa guitarra podremos contemplar a una niñez del Sur —y esa niñez, en algún recoveco de esa música, se llama La Al­moraima—.

Antes de ser el nombre de unas tierras, ¿sería Almoraima un nombre de mujer? ¿Mencionaba a unas caderas poderosas bajo una cintura de corteza de pan, a un cuello largo como ofidio de harina, a unos labios prohibidos bajo dos ojos de carbón? ¿Algún habitante de Cádiz lloró dis­cretamente hace un milenio, atropellado por tu ausencia, Almoraima? ¿Ziryab, tal vez, el persa ilustre a quien tanto debe la música de nuestro Sur y que a principios del siglo IX y procedente de lejanos mundos desembarcara en Algeciras? Por entre la penumbra de la prehistoria del flamenco el nombre de Abu-el-Hasán Alí ibn Nafi, apodado Ziryab (es decir, «pájaro ne­gro»), es legendario y brilla con luz que no se apaga. Cuando aquel persa pisó la tierra de Algeciras, de paso hacia la protección del cor­dobés Abd ar-Rahmán II, ¿sería allí, en Algeci­ras, Almoraima un nombre de mujer, o lo habría sido alguna vez, o habría de serlo un día? ¿Ziryab compuso para ella una canción, acom­pañado de un obeso laúd de cuatro cuerdas? Detrás de esa enigmática palabra y cerrando los ojos se puede ver una antiquísima guitarra o una muchacha mora, y es dado imaginar una canción incomparable.

En cualquier caso, esas sílabas tan vastamente mahometanas evocan unos tiempos en que la Andalucía era codiciada bajo el nombre de Al-Andalus —y que los músicos del califato enfermaban de envidia ante la displicente fortuna de Ziryab—. Aquel cantor de piel oscura y luminoso genio es una de las más viejas sombras que deambulan por los desconocidos territorios del origen de la guitarra, y tal vez sea también alguna de las sombras que por las noches siembran en La Almoraima una fl invisible: la oscura flor del tiempo. La guitarra y el tiempo y La Almoraima están juntos en el barranco emocional de Paco de Lucía. Por eso, al buscar nombre a la carpeta que contiene sus más recientes músicas, ha recordado aquellas tierras y, sobre todo, aquella infancia que echó a correr durante aquellas romerías, y ha nombra­do estas músicas con un vocablo que está sem­brado en su niñez: Almoraima. Y con ese bau­tismo el guitarrista memora la perdida infancia, pasa la mano con reconocimiento al arte arábi­go-andaluz y rinde un homenaje a un campo muy cercano a la ciudad donde nació.

La ciudad de Algeciras, con el nombre de Julia Transducta, fue fundada por los romanos y poblada con habitantes de otras ciudades es­pañolas y de las costas africanas. Más tarde, exactamente el 28 de abril del año 711, la tropa musulmana de Tarik se apoderó de ella y, por su enclave estratégico, la convirtió en el centro de sus operaciones militares. Allí batió Tarik al godo Teodomiro, y desde allí, ayudado por refuerzos de Muza, partió para enfrentarse a don Rodrigo, a quien derrotaría famosamente a la orilla del Guadalete. Algeciras (su nombre actual es un legado de las voces árabes Al-Djezirah al Hadra: «isla verde») durante seis siglos fue ciudad musulmana y varias veces sería destruida en batallas avariciosas y sangrientas.

Habitualmente era el lugar de embarque de las expediciones de emires y califas en viaje a las costas africanas, era el punto de desembarco de los berberiscos que penetraban en la Península, y la salida al mar del Reino de Granada.

Durante el siglo XII tres oleadas de al­mohades entran por Algeciras en Es­paña. En el siglo XIV, tras un año de cerco militar, los cristianos mandados por Alfonso XI tomaban Algeciras. Romanos, godos, africanos, castellanos, ingleses hicieron y deshicieron a Algeciras, codiciándola y destruyéndola, amenazándola y poblándola, y aglutinando el basamento de lo que hoy es un variado nudo racial y una ciudad de carácter cosmopolita habitada tanto por el andaluz más sobrevenido del fondo de la tradición como por el más sofisticado turista, un ajetreado puerto de pesca y comercio marítimo y un lugar de con­trabando cotidiano, desde el más esplendoroso alijo de hachís o de marihuana (con el que algún inglés, o alemán, o francés, o español suele ga­nar la fortuna o la cárcel) hasta la más inve­rosímil menudencia, con cuya compraventa alguna vieja y astuta gitana lleva socorro a su puchero y color a los carrillos de sus nietos. En una de las calles de Algeciras, precisamente en una de las más despabiladas por el rítmico y seco son de las palmas de los gitanos, nació, en 1947, «el niño de la portuguesa»: primer nombre que a Paco de Lucía le puso el vecindario.

Fue en el número 6 de la calle de San Fran­cisco, el 21 de diciembre. Para uso de esos seres maravillosos que aseguran creer en la enigmática voluntad de los astros, añadiré que Paco de Lucía nació a las diez de la mañana y, como es obvio a la vista de la fecha, a caballo entre dos signos del Zodíaco: Sagitario y Capri­cornio. Lo cual forzosamente significa, según me informan mis amigos astrólogos, que al re­cién nacido le estaba destinado un carácter si­lenciosamente rebelde, parsimoniosamente apasionado, que gozaría toda su vida de exce­lente salud y de un gran equilibrio psíquico no mancillado por la falta total de cierta locura; que su eros sería fuerte y físico (esto quiere decir que no creería en otro amor que el que se aviva en las hogueras de la piel) y que —¡valiente predicción!— nacía dotado para el arte.

Hasta aquí, los astrólogos. Pero otra ciencia más modesta y municipal, llamada biografía, nos habrá de proporcionar algunos datos con los que, según creo, se pueden explicar ciertas ca­racterísticas de su violenta y amorosa música —como son su curiosa técnica, sus casi sangui­narias escalas, la amargura recóndita de sus trémolos y esa especie de urgente paciencia, de tensa serenidad encogida de muelles que en algunos de sus arpegios precede a un estallido de clamor, de pena y de vertiginoso consuelo—. Estoy refiriéndome al agobio social (y también a su correlato de sensibilidad y rebelión, de disci­plina y tozudez) que Paco de Lucía hubo de conocer desde niño.

El guitarrista flamenco en mayo de 1978.
El guitarrista flamenco en mayo de 1978.Marisa Flórez

Hoy no es posible no advertir algo desgarra­do, remoto y verdadero en la guitarra de este artista, pero conviene no desconocer que una parte de esa verdad y ese desgarramiento fueron alimentados con carencias, con ese sufrimiento brutal del niño que se da cuenta de que su padre es pobre.

Y su madre también. Lucía había nacido en Castromarín, al sur de Portugal, frente a Aya- monte. Cuando tenía ocho años murió su padre (un abuelo de Paco que él no conocería sino por esas viejas fotos sepia que permanecen soldadas al pasado como las cicatrices a la piel) y el destino de una casa sin padre y sin posibles la llevaría a esa humilde diáspora del que busca trabajo: y ya tenemos a Lucía en Algeciras, haciendo trabajos caseros con alguna familia: el mandado, la plancha, la tabla de lavar, el trapo de limpiar el polvo: es decir, ganándose su pan a los ocho años de su edad.

Esa madurez forzadamente prematura, muy Amún en Andalucía, sospecho que será ininte­ligible para muchos lectores: un adulto de ocho años es un escalofrío social. Pero que nadie dude de que en el apesadumbrado Sur abundan esos menudos e inusitados jornaleros. Uno de ellos fue Lucía. Muchos años más tarde, y en Madrid, Lucía escuchaba la guitarra de su hijo desde un palco del palaciego teatro Real. Se la veía sua­vemente triunfal, realizada, feliz. Y de repente, con claridad voluminosa, alguien pronunció unas palabras que, supongo, jamás habían so­nado en tal digamos educado recinto: «¡Paco! ¡Viva la madre que te parió!»(con lo que más de un gentilhombre debió de sentir el sofoco de una sutil sorpresa). Entre aquella Lucía de ocho años sacando brillo a unos cristales o prendien­do un brasero de picón de canutillo y esta alegre Lucía que por primera vez pisaba las alfombras del Real, hay, entre otras muchas cosas, un mu­chacho abrazado a una guitarra no sólo por amor a la música, sino también por el afán de que su padre esté contento: «Mi padre sufría porque no había dinero. Yo lo veía sufrir», me Éuenta Paco ahora.

Don Antonio, natural de Algeciras, alimentó a sus hijos ejerciendo varios oficios, a veces simultáneamente: tocó la bandurria en los bai­les, fue corredor de ventas, vendió telas, se arrimó a una guitarra. Después del trabajo del día salía con la guitarra, por las noches, a acome­ter ese esfuerzo al que popularmente se men­ciona de forma tan precisa «a buscarse la vida». Cuando Paco tenía cinco años,-la familia se mudó al barrio de La BajadiUa, a la calle de Barcelona. Un barrio donde vivían abundantes gitanos. Don Antonio fue enseñando a tocar la guitarra a sus hijos varones. Ramón perseveró hasta alcanzar a ser uno de los más firmes gui­tarristas profesionales con que en la actualidad cuentan los cantaores, y muy frecuentemente compañero de Paco en grabaciones y actuacio­nes públicas. Antonio dejaría la guitarra para estudiar idiomas y adoptar una forma más quieta de vivir. En Pepe se revelaría un impor­tante cantaor. Paco llegaría a ser la tradición más revolucionaria en la historia musical del flamenco.

Después de su padre, el primer profesor de guitarra de Paco de Lucía fue su hermano Ramón. Este se incorporó a la compañía de Juanito Valderrama, con quien trabajaría diez años, tocando por los pueblos, metido en un caleidoscopio de trenes y pensiones, falta de sueño, madrugadas, aplausos, copas, prisa para tomar ese primer café del día mientras suena el motor del autobús de línea, telones, candilejas, siempre escaso dinero, y ese olor a humedad y a espejo roto de los camerinos comunes. Paco empezó a estudiar a los seis años, ante la mirada aprobatoria de su padre, que veía en aquellos primeros ejercicios de digitación la promesa de que a su hijo la vida le sería menos dura que a él.

Hoy Paco de Lucía recuerda que estudiaba muchas horas y que lo hacía con alegría, por una razón primordial: porque se daba cuenta de que a su padre le llenaba de dicha verlo resuelto a hacerse guitarrista —es decir: resuelto a no tole­rar demasiada pobreza—. Puede afirmarse, pues, que en aquel tiempo en que tenía seis, siete u ocho años y era nombrado «el niño de la por­tuguesa», la relación entre Paco y la guitarra era un reñejo de la relación entre Paco y su padre: era una forma de comunicación, un subterráneo diálogo entre un padre y un hijo; diálogo en el que uno hablaba —sin palabras tal vez— de lo difícil que es Andalucía y de qué imprescindible es subir la escalera que conduce al futuro, y el otro respondía —sin palabras— que no se pre­ocupase, padre, que estudiaría lo necesario para ayudarte, padre, para que puedas descansar y sentirte tranquilo alguna vez.

En el principio del aprendizaje de Paco de Lucía, más o antes que guitarra había en su corazón mucha necesidad de ayudar a su gente, y antes que un estudiante de provecho había en aquel chiquillo un oído finísimo capaz de sos­pechar lo que ocurría cuando Lucía y su marido hablaban en voz baja, aparte, haciendo cuentas. Y con resolución, Paco volvía a practicar algún arpegio, algún rasgueo, algún picao agresivo y veloz. Ya lo sugerí más atrás: la en ocasiones violentísima pulsación de Paco de Lucía, la vehemencia tantas veces acongojante de su dul­ce y terrible música no vienen sólo de una asom­brosa técnica, y ni siquiera únicamente de la enorme herencia guitarrística andaluza —he­rencia en donde el desasosiego y la necesidad de la Andalucía desposeída son visibles como un estigma—, sino también, y en primer término, de la ansiedad de aquel chico por crecer más aprisa para ayudar a tapar los agujeros de su casa.

En la música —y en la técnica— de Paco de Lucía hay muchas veces fiebre, angustia y desazón, cólera incluso, y hay siempre autoridad, dominio: pero nunca hay sosiego. Esa música, tantas veces apasionada e incluso ronca por la indignación, puede ser también delicada, tierna, majestuosa: pero nunca apacible. En su discurso musical sobre­vienen a veces estallidos de júbilo: pero, preci­samente, no se trata de un júbilo tranquilo, sino de un júbilo que estalla: casi venal, provocativo y arrogante. Constantemente asoma en esa música la cara del consuelo: jamás la cara del olvido. En la guitarra de Paco de Lucía circu­larmente existe, como un mitológico animal enjaulado, una memoria antigua que no se duerme nunca. Su técnica tumultuosa, y a me­nudo desesperada, no es solamente el resultado de muchas horas de digitación, sino también, y sobre todo, la herencia de una época en que un niño miró a su alrededor, vio su casa, su barrio, su familia, su realidad, apretó las mandíbulas y, agarrando con fuerza la guitarra, se dijo: «Yo tengo que crecer.»

Crecemos siempre alimentándonos. Paco de Lucía se tragó en poco tiempo todo lo que su padre fue capaz de enseñarle. Deglutió todas las falsetas de los guitarristas gitanos o payos de Algeciras. Masticó cuanto sonido hervía en las negras sartenes de los discos. Cuando su her­mano Ramón regresaba de una tournée, traía falsetas nuevas que había compuesto o apren­dido, y Paco las sorbía a grandes tragos. Esa segunda etapa del aprendizaje de Paco de Lucía está marcada por la voracidad. Pero ahora ya no es únicamente el hambre de ser útil: es también el hambre de música.

Si antes la guitarra era un medio, ahora la guitarra es un fin. Si antes veía en sus trastes una escalera para subir hasta el bienestar de los suyos, ahora también verá en su mástil, en su cordaje, su clavijero y su forma maravillosa y sensual, una gozosa pesadilla de sonido, un álgebra de silencios y acordes, un mundo interminable que roza con la felicidad, con la angustia y con la locura —y al que llama­mos música con una pavorosa pordiosería bau­tista—. Ahora ya aquel muchacho, aunque no olvida que quiere crecer, ha descubierto una nueva forma de fuego y de respiración, un idio­ma de presencias y de presentimientos, un nue­vo y enigmático mundo de dicha y de congoja que se llama la música flamenca. Y hambrien­tamente va engulléndola, desde su oscura veta rítmica a su esplendor melódico, desde sus trémolos de arroyo a sus rasgueos llameantes.

Por entonces, el guitarrista más brillante, más creador, de técnica más temeraria, y cabeza visible de una escuela guitarrística que enrique­ció a la tradición, es el Niño Ricardo, un buen amigo del padre de Paco de Lucía y visitante frecuente de Algeciras. Paco toma a puñados la música del Niño Ricardo, se la apropia, la em­puja a su propia guitarra, la hace vociferar, arañar y gemir con su técnica impetuosa. Ese muchacho de diez años, de doce años, está sor­biendo a concienzudos tragos la música fla­menca más compleja de su época. El que años más tarde habrá de ser el creador de un lenguaje en la historia de la guitarra no pasa todavía de trece años de edad: pero en él está ya todo el genio que después irán decantando la expe­riencia, la ansiedad, el desconcierto, la constan­cia, el estudio y la soledad.

Cuando la compañía del ballet clásico-es- pañol de José Greco lo contrata como tercer guitarrista, Paco de Lucía tiene trece años. Con Greco va por primera vez a Norteamérica y en su grupo permanece dos años —al final, como segundo guitarrista— y viaja por Europa, Africa, Filipinas, Australia. En ese primer viaje a América conocería a Sabicas y a Mario Escude­ro. Estos le animan a no repetir los temas del Niño Ricardo y a componer su propia música. En Paco no disminuirá jamás la gratitud por el Niño Ricardo ni por Sabicas o Escudero, pero desde muy temprano se despega de sus maestros y empieza a componer sus variaciones turbu­lentas y exactas. En sus manos, los toques fla­mencos, y en especial las bulerías, comienzan a sonar de otro modo, la guitarra de nuestro Sur se irá expresando más melódicamente y con bajos más sorprendentes, se llenará de nervios y de síncopas, de acordes hasta entonces inéditos y también de un perfume a verdad andaluza antigua y renovada.

Ejecutante intrépido y osado, todavía no se decide a grabar solo: de los catorce a los dieci­siete años grabará a dos guitarras, con Ricardo Modrego, tres elepés: estilos flamencos, cancio­nes que trabajara García Lorca y melodías po­pulares andaluzas. A los diecisiete años se inte­gra a un grupo financiado por la.firma alemana Lippmann y Raü y organizado por Paco Rebés. En esc grupo permanecerá siete años. Rememora esa época como la más natural y alegre de su vida profe­sional. Viajaban por Europa contentos y sin­tiéndose compañeros, ofrecían espectáculos en los que siempre intervenía la improvisación, y sumaban un grupo de sobresalientes artistas: Paco de Lucía. Camarón de la Isla, Juan el Le Krijano, Matilde Coraln Paco Ceperon El farru­co, Juan Maya...

Por entonces empieza a tocar solo, primero tres o cuatro intervenciones dentro de un es­pectáculo de cante y baile, en seguida concier­tos. programas dilatados, solitario en los esce­narios y escuchando las primeras aclamaciones. Comienza a ser famoso, más tarde popular, y pronto, casi un mito. Empieza a imponer la gui­tarra flamenca (cierto que a través de su pro­funda personalidad, la desmesura de su técnica y su música impar) entre públicos tradicional­mente alejados de esta conquista de la sensibili­dad de nuestro abandonado Sur.

En 1970 se celebra en el Palacio de la Música, de Barcelona, un festival internacional dedicado casi en su totalidad a conmemorar el bicentenario del nacimiento de Beethoven y el vigésimo quinto aniversario de la muerte de Bela Bartok: dentro de ese festival, la guitarra flamenca de Paco de Lucía es aclamada por músicos profesionales, grandes instrumentistas, antiguos abonados, viejos y jóvenes melómanos. A Paco de Lucía se le empieza a aplaudir de pie. Le llaman desde los cuatro puntos cardinales, toca en los más memorables escenarios del mundo. En 1975, por los terciopelos del teatro Real, de Madrid, se derrama una catarata de notas de música fla­menca desde las manos de Paco de Lucía, y los conserjes están desconcertados y un poco teme­rosos: jamás han visto tantos barbudos juntos y nunca han escuchado gritos en medio de la interpretación de una obra musical. Serán mi­les, en fin, quienes empiecen a frecuentar la casa grande del flamenco a partir de la sorpresa y el entusiasmo por la guitarra de Paco de Lucía.

Entre conciertos, viajes, aclamaciones, breves estancias en Madrid, ha ido ordenando su música en sucesivas grabaciones. Además de una gran cantidad de discos en que acompaña a cantaores, inicia la edición de sus obras. En 1967 aparece La fabulosa guitarra de Paco de Lucía; en ese disco está en embrión toda su dotación de técnica y de fuerza expresiva, se advierte to­davía la influencia del Niño Ricardo y de Mario Escudero, pero es muy claro que de ahí arranca la búsqueda de un personal lenguaje.

En 1969 grabará Fantasía flamenca: es una obra más madura, con un sonido más carnal y envolvente y en donde los temas no son ya (ni lo serán ya nunca en sus venideras creaciones) grupos de variaciones más o menos cohesionadas sino obras construidas con un sentido de totalidad, desde un concepto estructural de la composición. Mencionar a los temas más singulares en estas grabaciones de Paco de Lucía apenas si tiene sentido, Preferir, por ejemplo, en Fantasía flamenca, la guajira o la granaína al resto de su contenido, no es otra cosa que una cuestión de gusto personal. Aunque en El duende flamen­co... (1972) sobresalgan una misteriosa rondeña o sus siempre revolucionarias bulerías, aunque en Fuente y caudal (1973) brille especialmente su popularísima rumba, una más minuciosa reflexión sobre la música de Paco de Lucía nos lleva a comprobar que en él lo original, lo nue­vo, lo súbito y lo inolvidable no son aquella obra, este tema, tal o cual variación, sino un orbe expresivo, un idioma; una estructura comuni­cativa que se apoya en lo más emocionante de la tradición del flamenco, pero que desde esa he­rencia inicia su propia aventura.

Lo verdaderamente decisivo en la música de Paco de Lucía no es sólo su técnica privilegiada y en algunos aspectos única, su millonaria inspiración, su sonido potente y expresivo y esa tentacular destilación emocional que no decae jamás. Lo decisivo es que con todo ese acarreo de elementos de procedencia múltiple su músi­ca alcanza la solidez de un lenguaje que, aunque nacido de las viejas raíces, es indudablemente nuevo.

En el actual mundo del flamenco abun­dan los notables guitarristas y no faltan quienes son dueños de un estilo propio, aquellos cuya forma de tocar se reconoce en las iniciales false­tas. Pero eso es un estilo, no un lenguaje. Llamo lenguaje a esa especie de línea divisoria a partir de la cual un universo expresivo tendrá ya leyes nuevas o leyes más complejas y creadoras. Es lo que ocurre con Paco de Lucía: tras su irrupción en el espacio expresivo de la guitarra andaluza, ésta no podrá ya decir lo mismo que hace una decena de años. A partir de la música de Paco de Lucía, la guitarra flamenca tiene mayor com­plejidad, un orbe armónico más rico, una mayor osadía melódica y, sobre todo, una arrogancia, una emoción y una exactitud técnicas que no tuvo jamás. En cuanto al ritmo —raíz funda­mental del flamenco—, dudo que haya tenido nunca una capacidad vivificante como la que se acerca hacia nosotros desde los temas de Almo­raima.

Los temas de Almoraima. Antes de cerrar estas páginas he querido una vez más escuchar esos temas. Mientras los escu­chaba he recordado algunas charlas con Paco de Lucía. Charlas, en ocasiones, un poco doloridas: desde hace tiempo sabe que está vi­viendo en crisis. Al indicarlo no traiciono ningún secreto: esto ya no es privado: Paco, un hombre sumamente discreto, habla de ello hasta en los reportajes: «Me siento manipulado por el siste­ma, por la fama, por los intereses que hay pues­tos en mí. Estoy harto. Sólo quiero que me dejen en paz.» Y de pronto, en las bulerías de Almo­raima, cesa la guitarra y suena un remoto laúd: sabemos que lo toca Paco, pero parece venir desde muy lejos, desde Persia o el Pakistán o desde el siglo IX (¡como si tocara Ziryab!). Ese laúd, ese regreso, ¿es una huida? ¿De qué está huyendo Paco de Lucía? O bien, ¿a dónde quie­re ir? ¿Al pasado? «A veces», confiesa en un reciente reportaje, «cierro los ojos y pienso: bien, vale, voy a actuar por aquí, hago un poco más dinero y me vuelvo otra vez a Algeciras.»

¿A Algeciras? Es decir, ¿a La Almoraima, a Castillar de la Frontera, a aquellas romerías de la mitad de julio, al barrio de La Bajadilla? Es decir, ¿a la infancia? ¿Volver a la niñez? Es imposible, y Paco no puede ignorarlo. Están sonando ahora esas sevillanas que se llaman El cobre: normalmente, las sevillanas son un aire festivo, huelen a planta que se abre; en El cobre, las sevillanas están a punto de llorar, suenan a puerta que se cierra. Le doy la vuelta al disco, dejo la aguja sobre los surcos de la Plaza alta. Es una soleá. Primero suena con majestad, con despaciosa majestad. Y luego se encabrita (¿se enoja?), se acelera. ¿Por qué corre esa soleá? ¿Hacia dónde? Todo auténtico artista es un perseguidor. Durante un tiempo, en la infancia, en la adolescencia, Paco perseguía poder ayu­dar a su padre. Eso ya quedó atrás, eso ya está cumplido. «Cada vez que cojo la guitarra es como si supiera que por las cuerdas están sa­liendo billetes de mil. La sensación es tétrica.»

En efecto, para un artista ese comercio no tiene sentido. Más tarde, Paco de Lucía estuvo años corriendo tras su propio lenguaje; mejor dicho: tras un nuevo lenguaje para la guitarra flamenca. Ahora, en mi tocadiscos están sonan­do las notas de Río Ancho, su segunda gran rumba. Con su nuevo lenguaje, Paco ha com­puesto —incluso improvisando— dos rumbas que eran impensables hace unos cuantos años. ¿A qué seguir corriendo, pues? Escucho todos los temas de Almoraima: me doy cuenta de que esta grabación cierra un ciclo en la vida de Paco de Lucía. No cierra únicamente un ciclo musi­cal, una etapa de su creación: cierra también una etapa en su vida. Con estos temas de A Imoraima algo termina y algo empieza. Que algo termina, está muy claro; mi poeta más querido, don Antonio Machado, agudamente vio que «se canta lo que se pierde»: cuando Paco ha bauti­zado a esta reciente obra con el nombre de La Almoraima es como si quisiera grabar a fuego ese verso de don Antonio. Se canta lo que se pierde. Infancia, romería, Castillar, Bajadilla: adiós. El tiempo nos deja en las manos ascuas de adespedida y soledad. Algo termina en Almo­raima.

Pero esa despedida, con esa soledad, algo empieza: escucho ahora otro tema de este disco, un tema que se llama Cueva del Gato; es una rondeña que se abre con una tenebrosa soledad: lo primero que suena en ella es una lejana cam­pana, una campana que parece sencillamente un epitafio; luego, un trémolo doloroso; todo muy lento, despidiéndose; poco después, esa parsimoniosa rondeña aprieta el paso, echa a correr. ¿A dónde va? Algo con esta prisa está empezando. Y corre y corre esa rondeña sinco­pada y nerviosa, casi furiosa, altiva, solitaria, apretando los dientes. ¿A dónde va? Y Paco de Lucía, ¿a dónde va con ella? ¿A dónde irá después de ella? En realidad no importa el sitio: importa sólo ir. La soledad, la angustia, el desconcierto, todo eso nada importa: importa sólo hacer. Sufrir, ¿qué importa? Importa úni­camente perseguir. ¿Perseguir a qué, santo Dios? ¿Al tiempo, al enigma del ser, al pliegue del universo donde nace la música, al último rincón del desconsuelo en donde nos espera tal vez un vaso de consuelo? ¿Perseguidor de qué?

Mien­tras escucho los compases más veloces de esta rondeña que va corriendo por la música estoy imaginando a Paco de Lucía, con su sonrisa bondadosa y su escondida falta de sosiego; sen­tado, como él suele sentarse, a la manera mu­sulmana; con una guitarra en los brazos, simu­lando que está tranquilo. Pero no está tranquilo. Está mirando a la guitarra. La está mirando fijamente. La mira como si lentamente se estu­viera volviendo loco y empezase a pensar que la guitarra habla. Y habla.

Este perfil fue escrito para celebrar la edición en Philips de la discografía completa de Paco de Lucía, y es uno de los capítulos finales del libro Memoria del flamenco, de Félix Grande, que apareció el 6 de mayo de 1979 en la colección Selecciones Austral, de la editorial Espasa Calpe.

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