Vergüenzas propias
Me apoyé en la mesada y pensé que, antes o después, todos somos daños colaterales en el corazón caníbal de la máquina
La semana pasada regresaba de hacer una entrevista en las afueras, con una mujer que me contó, a lo largo de horas, la muerte su hijo. Llegué a mi casa exhausta, dispuesta a seguir trabajando, justo en el momento en que entraba al edificio el hijo de la encargada, un veinteañero que en su país, Paraguay, estudiaba informática hasta que tuvo que abandonar y venir a Buenos Aires a vivir con su madre porque ella, desde que hay control de cambios en la Argentina y las transferencias al exterior pagan comisiones altas, no pudo seguir enviándole dinero. El muchacho entró. Yo abrí la puerta apenas después. En el hall estaba su madre. Nos saludamos, él con timidez, desde un pasillo en sombras. Llamé el ascensor y dije: "Pasen, por favor". La encargada miró a su hijo, subió al ascensor y cerró la puerta. Le dije, extrañada, "¿Él no viene?". Negó con la cabeza. Pregunté: “¿Pasa algo?". "Dice que está sucio" "¿Cómo sucio?". "Consiguió ese maldito trabajo, y dice que está sucio, que le da vergüenza". "¿Qué trabajo?". "En un depósito de bebidas". Yo musité algo como "eso no es vergüenza, dígale que no tiene que hacer eso conmigo", pero lo dije por decir, mientras pensaba en ese muchacho que, cubierto de polvo y transpiración por culpa de un trabajo que detesta, esperaba en un pasillo oscuro porque le daba pudor subir conmigo (que también estaba cubierta de polvo y transpiración, pero por culpa de un trabajo que no cambiaría por nada). Entré en mi casa, cerré la puerta y se cortó la luz. Como se había cortado dos días antes, y la semana anterior, y la anterior a esa. Me apoyé en la mesada y pensé que, antes o después, todos somos daños colaterales en el corazón caníbal de la máquina. Llovía sobre Buenos Aires como si lloviera sobre toda la tierra. Como si nunca fuera a dejar de llover. Y desde entonces, no ha dejado.
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