Brian Eno: En el laboratorio del gran productor
El padre del sonido ‘ambient’, fundador de Roxy Music y colaborador de David Bowie, U2 y Coldplay. Una de las figuras más relevantes del pop abre sus puertas de su estudio en Londres para descubrir sus experimentos artísticos con inmensas esculturas de luz desde hace 40 años
Al final de un pequeño callejón sin salida de Notting Hill, tras una pequeña y endeble puerta blanca que solía dar acceso a una cuadra señorial, Brian Eno esconde su estudio desde hace unos 20 años. El polifacético artista, una de las figuras más influyentes de la música moderna –también una de las más herméticas–, se encuentra en su interior absorto con varios músicos. Entra y sale de un pequeño cuarto sonriendo, luciendo el destello de su diente de oro y volviéndose con una guitarra. No puede evitar cantar y bailar con lo que graba. No le extraña ver a desconocidos por el enorme loft blanco de dos niveles, curioseando entre sus libros de arte y las guías de viaje de sus estanterías. Mirando las fotos de sus hijas Irial y Darla en remojo en el borde de una piscina. Incluso, hojeando los libros sobre física y medio ambiente de su cuarto de baño. Pasarán dos horas y media más hasta que relacione la extraña presencia con una de esas molestas obligaciones que conlleva la promoción.
Entonces sale arremangado y se disculpa por haber olvidado la cita. “Pero, ¿esto no era la semana que viene? Es culpa mía, lo siento”. Acaba de recordar también que el hijo de su novia está esperándole para que le ayude con el examen de literatura que tiene al día siguiente. Así que empieza a maldecir y mira su diminuto y rudimentario teléfono, donde aparece el primero de varios mensajes que irán llegando durante la entrevista. “Uf… ¿Has hablado con ella? ¿Puedes explicarle la situación?”, le pide a su jefe de proyecto, un hombre elegante y silencioso que cojea de un lado a otro de la estancia y que claramente ejerce como embajador del genial productor con la incómoda realidad.
La suya, la que esconde su estudio, revela decenas de proyectos en marcha. El lugar está lleno de placas de procesadores, de cuadros que crea a cuatro manos con el artista africano Beezy Bailey y de sus instrumentos. Una mezcla entre el garaje de un informático a punto de fundar un imperio y el taller de un pintor. Un reflejo de la multitarea en la que transcurre su vida. Dos bolas de espejos de discoteca cuelgan del techo como metáfora última de aquellos tiempos de desenfreno en Roxy Music. Hoy, aunque reniegue del mundo del arte –“no tengo ningún contacto con él, ni siquiera un galerista”– y su pasado se empeñe en perseguirle, ha logrado el reconocimiento como artista visual.
Esta semana aterriza en Madrid, invitado por la muestra de arte digital MADATAC, comisariada por Iury Lech y producida por la Comunidad de Madrid, con 77 million paintings, una instalación que combina música e imagen de forma generativa y con la que ha recorrido ya medio mundo. Un enorme artefacto construido con pantallas ensambladas cuyas imágenes mutan suavemente con la música hasta alcanzar la citada cantidad de combinaciones pictóricas. Es la evolución de 40 años de experimentos con esculturas de luz. Un trabajo que empezó antes incluso que la música; una verdadera pasión, a tenor de la ilusión con la que muestra uno a uno sus hermosos y artesanales inventos en el estudio.
“La experimentación ya no está en la música, Sino en las relaciones de internet. En sitios como Kickstarter y en wikipedia”
Pero la producción sigue robándole casi todas las horas del día. Lleva desde las seis y media de la mañana encerrado en este lugar. El último rato, con Karl Hyde, mitad del dúo de música electrónica Underworld –que se despide en ese momento–, terminando un álbum conjunto. Un trabajo para el que ha utilizado algunas piezas que suele dejar inacabadas durante años –tiene cerca de 3.000–, secuencias rítmicas ultrarrepetitivas que recupera el día menos pensado. Así trabaja. “Es un proceso de empezar. No de terminar. Y no es porque sea un vago”, advierte. De hecho, en el estudio, un tipo lleva semanas extrayendo de sus viejas computadoras un montón de pistas que el productor abandonó tiempo atrás. “Son de hace unos 10 años, pero en el caso de Eno es todo un trabajo arqueológico”, señala con cierta resignación.
Él está de buen humor. La grabación ha ido bien. Hoy, ningún agente, como suele suceder en su restrictivo entorno, pone trabas a la conversación ni prohíbe hablar de ningún tema. Está en su territorio. Parece incluso entrañable. El código es otro. Solamente le inquieta el cabreo que puede estar agarrándose su novia por no haberla llamado antes. Pero se sirve un vaso de vino blanco y se sienta a charlar en una mesa redonda de madera con algún resto de los tacos que alguien comió al mediodía.
–No sabía que grababa con Karl Hyde. ¿Cómo elige a los músicos con los que trabaja?
–Por el sentido del humor… Sí, no creas, eso es muy importante. Quiere decir que no te tomas las cosas tan en serio como para que nadie te pueda decir nada. Y debemos mantener una relación donde sea fácil decirle a alguien que lo que hace no está bien, que se puede cambiar… o mostrarle algo que has hecho y que él pueda decirte lo mismo.
–Me extrañaría que los músicos jóvenes se atrevan a llevarle la contraria.
“No podría subir a un escenario y enfrentarme a un montón de fans alimentando un recuerdo mío de hace 40 años. Es todo un poco melancólico”
–Pues pasa. Y la verdad es que le doy la bienvenida a eso. Necesito buenos críticos.
También debía de buscar ese espíritu el liberal Nick Clegg cuando en 2007 le convenció para entrar en política nombrándole consejero en asuntos de juventud. Poco más se ha sabido de aquello. Admite que pudo ser utilizado. Pero de eso va la política, argumenta. “Y de utilizar el sistema existente para construir el mundo en el que quieres vivir. No soy un revolucionario: no creo que las cosas puedan mejorar de la noche a la mañana si el viejo sistema fuese derrocado. Sería como lanzar contra el suelo una máquina muy compleja y esperar que funcione mejor cuando recojas las piezas. La evolución es lenta”. Hoy anda horrorizado con todo el asunto del espionaje y la NSA. “La vigilancia es el primer paso hacia la tiranía”, dice mientras recomienda la lectura de Defying Hitler, de Sebastian Hafner, para comprobar lo que sucede cuando una sociedad renuncia a su privacidad.
Los últimos músicos que quedaban se despiden de él y les agradece haber venido a ayudarle. Ellos sonríen. Saben de sobra que el placer ha sido suyo. Brian Eno es el autor de muchas de las revoluciones musicales surgidas en los últimos 40 años. Desde su entrada en 1971 en Roxy Music, cuando no tenía ni idea de cómo utilizar el sintetizador VCS3 que le dieron, hasta la trilogía berlinesa de David Bowie o los experimentos con Devo y Talking Heads. Por el camino tuvo tiempo de inventar el ambient –anticipando la gran revolución de la música: la importancia era dónde iba a escucharse– y de infiltrarse finalmente en la cultura de masas de la mano de U2 y Coldplay. Así obtuvo el reconocimiento de una industria musical que desprecia y que, según dice, tampoco siente simpatía por él. Pero ahí están, en lo alto de una estantería del estudio, amontonados como viejos souvenirs, cinco grammys. Es probable que ya se hubiera desecho de esas pequeñas gramolas doradas con su nombre grabado, desliza su colaborador, si no fuera porque podría quedar fatal que alguien las encontrase una noche en un contenedor.
Su carrera ha sido un trasiego entre la música experimental y el pop más comercial. Pero hoy la cultura de masas le parece definitivamente más rica y saludable. “Paso mucho tiempo mirando pinturas que proceden de la alta cultura, pero últimamente me parece menos interesante. Las cosas que se pueden hacer en ese territorio, cada vez son conquistadas antes por la cultura de masas con gran éxito. Por ejemplo, Cindy Sherman y todas esas fotos de sí misma… Mira los millones de fotos que la gente se hace hoy, los selfies… Ella pide cada vez precios más altos por su obra, y la gente lo hace cada vez más inocentemente. Lo único que distingue hoy en día la alta cultura del arte popular es la conciencia sobre sí mismo”, teoriza mientras sube y baja la escalera de caracol del estudio.
–¿Y eso cómo cambia las cosas?
–La conciencia de uno mismo determina qué tipo de conversación vas a mantener. Lo que normalmente hacen los pintores es añadir un nuevo comentario a una conversación que lleva en marcha mucho tiempo. Piense en Malevich haciendo Blanco sobre blanco en 1918. Si la encuentras de golpe, no entenderías nada. Es solo un cuadro blanco. Tiene sentido dentro de esa conversación.
Para comprender la charla que mantiene consigo mismo conviene saber que Brian Peter George Saint John le Baptiste de la Salle Eno nació en Woodbridge, un pueblecito del condado de Suffolk, en 1948, tres años después de terminar la II Guerra Mundial. Su padre, un cartero destinado en Bélgica durante el conflicto, se enamoró de la hija de la familia que le hospedaba a través de un retrato colgado en la pared. Esperó a que ella volviese de la fábrica de aviones donde trabajaba para pedirle matrimonio y se la llevó a Inglaterra. Ahí, como había hecho su padre años atrás, siguió trabajando como cartero. Puede que con la esperanza de que su hijo continuase esa tradición.
Eno llegó a pensarlo en algún momento. Pero se inclinó por intentar ser un artista visual. A eso se dedicó durante un tiempo en la Facultad de Arte de Winchester. Pero otra puerta se abrió inesperadamente. “No sabía tocar ningún instrumento, así que no podía ser músico. La música fue una idea tardía, y se la debo a dos personas: Lou Reed y John Cage”. Este último habló de la no música por primera vez. Y lo hizo de una manera en la que él podía comprenderlo y pensar en hacerlo. ¿Y Lou Reed? “Formó una banda, The Velvet Underground, donde algunos eran músicos y otros no. Así que pensé, ‘hey, ¡tú puedes hacerlo! Les debo mucho a ambos”.
De aquello surgió una ruptura a la que todavía acude hoy el pop en busca de respuestas al bucle en el que se ha instalado. En 1971, ni siquiera grupos como Kraftwerk tenían claro cómo demonios usar un sintetizador para construir su música. Eno, evidentemente, no era consciente del cambio que introdujo en tres años, antes de dar portazo al grupo por sus desavenencias con Bryan Ferry. “El sintetizador era un instrumento que carecía de reglas entonces, nadie sabía cómo tocarlo. Los primeros en hacerlo eran organistas, y lo tocaban igual, pero con algún sonido más gracioso. Para mí era toda una paleta nueva de colores, no hacía falta pintar lo mismo de siempre. Además, podía tocarlo y nadie sabía si lo hacía bien o mal”, recuerda mientras su gata Angel, una bola de pelo negra, compite con los mensajes del móvil para llamar su atención.
Pero aquello ya fue. Así que no le busquen en una de esas reuniones vintages, como la que llevó a Roxy Music de gira en 2011. Se ha dicho que se llevaba mal con ellos. Que no se hablaba con Ferry. El asunto es otro, asegura. “No me gusta volver a hacer viejas cosas de nuevo. Soy amigo de todos los miembros de la banda, pero no podría subir al escenario y enfrentarme a un montón de fans alimentando un recuerdo mío de hace 40 años. Es todo un poco melancólico”.
Aquella transgresión social y cultural ya no reside en la música. Pese a que jamás ha tenido un televisor, que reniega de los smartphones y está a punto de deshacerse de la conexión a Internet que instaló en casa hace solo un año, considera que esa efervescencia creativa se ha traslado hoy a la Red. “Ese periodo de excitación y emoción no está hoy en la música, sino en las relaciones de Internet. En iniciativas como Kickstarter, una gran idea. O Wikipedia, nadie hubiera pensado que funcionaría. La experimentación está ahí. En la música, la gente ahora está pensando qué podemos hacer con todo lo que hemos generado en los últimos 60 años. Cómo se puede usar. Y lo mismo sucede con la literatura: no hay grandes invenciones formales. Ya sucedieron. Probablemente, el último gran inventor formal fue Samuel Beckett”. Y de eso, acaba de recordar antes de irse precipitadamente, va el examen que alguien tiene mañana P
La obra ‘77 million paintings’ se podrá visitar del 18 de diciembre al 30 de marzo en la sala Alcalá 31.
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