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REPORTAJE

Los despachos del poder

Rescates bancarios, administración de justicia, Presupuestos del Estado, investigación científica y el día a día de la soberanía popular. Cada decisión tiene su escenario. Salas casi siempre imponentes donde se toman medidas que afectan a los españoles y donde la mayoría de ellos nunca ponen un pie. Aquí descubrimos algunos de sus secretos.

La oficina de Jesús Posada, presidente del Congreso.
La oficina de Jesús Posada, presidente del Congreso.SOFÍA MORO

Mármol, parqué, alfombras, banderas, sillones de piel, retratos de los antecesores que en alguna ocasión incluyen al ocupante actual –e incluso a su padre–, tapices, bargueños, arte moderno… La visita a los despachos de los poderes públicos es un recorrido por un mundo aparte, el que cobija a quienes tienen la última palabra. Un mundo mullido, silencioso –las llamadas son cosa de las nutridas secretarias, el filtro obligado–, y abundante en relojes. Porque el tiempo también es una herramienta del mando. “El reloj simboliza el poder, cuyo atributo más importante es el tiempo. Se concede un lapso determinado a quienes visitan al poderoso”, explica Ceferí Soler, profesor de recursos humanos de la escuela de negocios ESADE. La mirada a las manecillas equivale a la palabra fin.

Los metros cuadrados son otra medida de poder –“cuanto más se manda, mayor es el despacho”, apostilla el experto–, pero esta pauta rige sobre todo en las empresas –El País Semanal contactó con media docena de las compañías del Ibex 35, de las cuales solo una accedió, con condiciones, a mostrar el despacho de su máximo responsable–. En los despachos públicos, el tamaño y el lujo es el que el alto cargo se encuentra. Lejos quedan las épocas en las que podía tener la tentación de cambiar de arriba abajo la dependencia sin sonrojo: crisis manda, y se hereda lo que hay. El presidente Rajoy lo hizo así con el despacho de Zapatero –La Moncloa no ha permitido fotografiarlo; tampoco La Zarzuela se prestó a permitir el acceso al del Rey–. El jefe del Ejecutivo incluso ha mantenido el mismo cuadro junto a la mesa, según las fotos que circulan de ambas épocas.

Con todo, algunos responsables, incómodos en el escenario pomposo, optan por dedicarlo a recibir visitas y se refugian en un cuartito anejo para trabajar. Estas trastiendas del poder tienen a veces un aire descabalado, como el cuarto donde se arrumban los muebles que ya no pegan en otras estancias. Aquí no hay glamour, ni teléfono rojo, el otro atributo de los grandes poderes públicos. Es el aparato para situaciones de crisis que admite comunicaciones cifradas y está conectado a la sala de alertas de la Presidencia del Gobierno.

La historia de cada institución marca el despacho. En algunos, el esplendor decimonónico contrasta muchos días con la realidad de tiempos duros. En uno de ellos, con ventanas a la plaza de las Cortes, trabaja la tercera autoridad del Estado –por detrás del Rey y el jefe del Gobierno–, el presidente del Congreso. Las frecuentes protestas en ese escenario se cuelan en esta sala de paredes enteladas, suelo alfombrado y dos crucifijos –José Bono hizo colocar uno antiguo de marfil en la pared, que se suma al de plata situado sobre un mueble–. Su autodenominado “inquilino”, Jesús Posada, oye los gritos cuando los hay, y se dice “especialmente afectado” por el desapego ciudadano, hijo de “la crisis y de la corrupción de algunos políticos”. Pero hoy todo es silencio, un silencio de décadas, alfombras y tapices: ni hay pleno, ni hay manifestación. Tampoco hay ordenador.

“Este despacho impresiona, da cierta superioridad recibir en él. Es como jugar en casa”, reflexiona Jesús Posada, presidente del Congreso

En este despacho con un sorolla y un reloj de pared parisiense, el aparato más moderno es el teléfono –incluido el rojo, negro en este caso, ese cuyo silencio es la mejor señal–. La sala, de unos 32 metros cuadrados, está presidida por una mesa de 1,84 metros por 0,90. El tablero está despejado. Poco más que un volumen muy usado de la Constitución y el reglamento del Congreso, el orden del día de la próxima semana, las iniciativas presentadas en la jornada y abundante recado de escribir con membrete. “Este sitio da intimidad y categoría”, dice Posada, cuya entrada advierten los ujieres con un discreto timbrazo. Los únicos objetos personales son sus fotos: del Rey, de Rajoy –dedicada– y con Aznar. Aquí prepara los plenos, gestiona el día a día, recibe a los diputados y también a las visitas de fuera de la casa. “Este despacho impresiona, es una baza a mi favor. Da cierta superioridad recibir en él. Es como jugar en casa”, asegura.

Para la vida pública, el verdadero despacho del presidente del Congreso está unos metros más allá. Es la presidencia del hemiciclo, desde la que, amén de diputados, público, taquígrafos y hasta golpes de Estado, uno puede llegar a ver mujeres a pecho descubierto y copiosas goteras –los dos momentos “más desconcertantes” para el titular actual–. Allí, al frente de esta Cámara legislativa, es el hombre del tiempo, cuyo reparto mide y controla desde una pantalla táctil situada sobre el tablero. A la derecha, dos botones clave: el que activa su micro y el que silencia a quien él ha mandado antes callar.

Silencio también y un número no apto para supersticiosos: 13013, se lee a la entrada de la secretaría del presidente del Tribunal Constitucional (TC), la quinta autoridad en el orden de precedencia del protocolo del Estado, tras los presidentes de las Cámaras. Por esta sala que ocupan tres empleadas suele acceder a su puesto de trabajo Francisco Pérez de los Cobos, la novena cabeza de esta institución, nacida de la Ley Fundamental de 1978. El suyo es un despacho “malo de guardar” según la literatura: tiene tres puertas. La segunda da al salón de plenos, el lugar donde los magistrados debaten los asuntos de inconstitucionalidad –tienen unos 300 pendientes–. Las visitas acceden por la tercera, desde una antesala con sofás y un canogar en la pared.

El presidente del Tribunal Constitucional, el hombre que en caso de empate inclina la balanza con su voto de calidad –el organismo que interpreta la Ley Fundamental tiene en total 12 miembros–, dispone de una amplia dependencia. Es algo mayor que el salón de plenos donde se dirimen los fallos y donde él tiene la última palabra: 72 metros cuadrados frente a 65. El poder se traduce en mayor extensión de parqué de Guinea de tres centímetros de grosor y cubierto por mullidas alfombras.

En esta sala de aspecto setentero, la mesa de trabajo tiene 33 años, tantos como esta lleva en funcionamiento. El tablero de madera noble, dos metros de largo por uno de ancho, está ordenado y bastante despejado. Sobre él, papeles, tres libros –un tomo de las obras completas de su predecesor Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA; una edición rústica de la Constitución Española y The penguin guide to the United States Constitution–, una agenda, la funda de las gafas, bolígrafos, dos gomas de borrar… El ordenador se sitúa en un mueble auxiliar.

Bajo la mesa, una de las incógnitas de la casa: la estufa que incorporó “algún predecesor de más edad”, dicen las secretarias, molestas porque no logran hacerla retirar. “Don Francisco es un hombre joven”, insisten. La estufa tiene algo de metáfora del cargo: la cabeza caliente y los pies fríos, o viceversa, a la hora de tomar decisiones que marcan la vida de un país. Decisiones que han ido desde la legalización del aborto hasta el visto bueno del matrimonio entre personas del mismo sexo, pasando por el Estatuto de Cataluña o la ley de partidos (ilegalizó a Herri Batasuna).

Despacho del presidente del Tribunal Constitucional.
Despacho del presidente del Tribunal Constitucional.SOFÍA MORO

Tras la mesa y el sillón de cuero negro, el inequívoco símbolo de poder institucional: el teléfono rojo. Sobre el aparato, uno de los cuadros relevantes de la estancia, un martínez novillo. Los otros dos están en torno a las estanterías oscuras que cuajan el muro frente a los cinco ventanales. Uno es de Eusebio Sempere, y otro, una serigrafía de Picasso propiedad del presidente.

Porque Pérez de los Cobos es de los que traen objetos personales al despacho; una forma de humanizarlo y también de tapar huecos o favorecer la empatía. Amén de la lámina de los acróbatas picassianos, de su casa han venido varias decenas de libros en varios idiomas, poesía incluida. Primo Levi, José Bergamín, Joan Fuster, Alfred de Vigny, Ibsen, Cunqueiro, Shakespeare, Delibes, Guillén, Cela… Eclecticismo literario y gusto por la música que se traduce en una minicadena y una pila de CD de ópera y música clásica, con espacio para el rock de Radiohead.

En el salón de plenos, el sanctasanctórum del Constitucional, una gran mesa, sillas, un ejemplar enorme de la Ley Fundamental, un juego de libros de derecho para cada magistrado, muchos tomos de jurisprudencia y tres diccionarios de español, incluido el de María Moliner, con aspecto de recibir pocas consultas. La sala se llena una semana sí y una no: ese es el ritmo de los plenos de una institución en el ojo del huracán de una lucha partidaria que ha llegado a paralizar su renovación –un tercio de los miembros debe cambiar cada tres años–. En los próximos meses o años –tiene algún recurso en espera desde 2003–, el pleno deberá decidir de nuevo sobre el aborto y también sobre la reforma laboral y de las pensiones, los recortes en educación y sanidad o el soberanismo catalán. Solo los recursos de amparo electoral tienen un plazo máximo de tiempo para resolver: 48 horas.

También de conflictos saben mucho en la institución que el protocolo del Estado coloca en sexto lugar: la presidencia del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Aquí reina el dios Jano. Una cabeza, dos caras: una rige el órgano de gobierno de los jueces y otra preside el Tribunal Supremo. Dos despachos para una sola persona. Del funcionalismo tristón, precedido por una garita blindada donde se instala el escolta, al esplendor de sedas y dorados. Con solo bajar seis escalones y cruzar la calle del Marqués de la Ensenada se pasa del cargo más político al más técnico.

El Consejo, como el TC, es un escenario de pugna para lograr mayorías afines, pero el número de miembros es impar –21– y no existe voto de calidad presidencial. Las batallas se sustancian en el salón de plenos –73 m2 frente a los 56 del despacho presidencial–, en torno a una mesa de ocho por dos donde se acomodan los vocales por orden de nacimiento. Aquí se dice la última palabra sobre nombramientos de altos cargos de la administración de justicia, informes de ciertas leyes, disciplina interna… Son las misiones de un órgano creado para proteger la independencia del tercer poder del Estado, la judicatura. El pleno se reúne al menos una vez al mes en este salón adornado con dos plantas artificiales. La dependencia, separada del despacho presidencial por una antesala, comparte con él parqué de haya e impolutas paredes de color crema.

La oficina del presidente, sin objetos personales, tiene un aire aséptico. Ha desaparecido el crucifijo que trajo Carlos Dívar, el sexto responsable de la institución que dimitió por el escándalo de los largos viajes de fin de semana abonados con dinero público. El tablero sobre el que trabaja el que es su presidente cuando se realiza este reportaje, Gonzalo Moliner, mide 2,10 metros por 1. Sobre él, un ejemplar pequeño y en rústica de la Constitución y varias leyes. Expedientes, bolígrafos, tijeras. Una radio es la única sorpresa junto con un ambientador con olor de melocotón situado en un mueble a la espalda, muy cerca del ‘teléfono rojo’.

Al cruzar la calle, Moliner retrocede más de un siglo. Desde 1876, el Tribunal Supremo ocupa un monasterio dieciochesco y desamortizado, el de las Salesas, pasto de las llamas en 1915. El despacho del presidente, 35 metros cuadrados con paredes de seda, es un túnel del tiempo. Aquí no hay ordenador ni teléfono rojo, pero sí unos muebles impresionantes. Son los que, “sin ajustar antes un presupuesto”, encargó la reina Isabel II para su propio despacho, han detallado en un estudio María Paz Aguiló, del Instituto de Historia del CSIC, y José Luis Sancho Gaspar, de Patrimonio Nacional. Llevó casi una década tenerlos listos, la factura se disparó y la reina nunca los usó: acabaron en el Supremo.

El mobiliario de la monarca, cuyo retrato de niña ocupa el despacho, se reparte entre esta dependencia y la espectacular antesala, llamada La Rotonda, donde cuelga el original del retrato del Rey con toga pintado por Ricardo Macarrón, cuyas copias menudean en otros despachos judiciales. La mesa de Isabel II, de 1,50 metros de largo y 0,88 de ancho, como las sillas y los dos bargueños, está profusamente decorada, escudo real incluido. Marquetería manda. Fueron en su día muebles distintos para tiempos diferentes.

Si el despacho y La Rotonda son ahora espacios de representación, no ocurre lo mismo con el salón de plenos del Supremo, otra dependencia de época con un gran Cristo donde se ha juzgado a Baltasar Garzón o se ha decidido la ilegalización de algunas formaciones abertzales. Aquí se reúne la sala del 61, que reúne a representantes de las salas en las que trabajan 82 magistrados.

“A más poder, menos papel”, afirma Ceferí Soler, profesor de ESADE. Y añade: “Cuanto más se manda, mayor es el despacho”

Del esplendor antiguo a los indicadores económicos. Los brotes verdes sí se ven en el despacho del ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos. Al menos en sentido literal: son los de las cuatro macetas que lo adornan, ficus incluido. Es una sala espaciosa y funcional (52 metros cuadrados), de parqué brillante, paredes claras y mesa moderna en diagonal. Está vacía, salvo el ordenador y algún artilugio de oficina. Ni rastro de las conversaciones sobre el rescate financiero que en 2012 se oían en esta dependencia moderna del paseo de la Castellana.

Cuando le nombraron, De Guindos comenzó a trabajar en la gran sala, pero al poco tomó la misma decisión que su colega –y a veces rival– de Hacienda: mudarse a un cuarto más pequeño y acogedor. Así que solo usa el despacho formal para recibir a esas visitas que reparan en el objeto más chocante de la sala: un enorme reloj rococó dorado que una ayudante del ministro logrará que retiren poco después de la visita de El País Semanal.

El despacho de verdad está en una sala contigua de 19 metros cuadrados. Una mesa de 1,70 por 1,20 metros, otra más pequeña con ordenador –el ministro prefiere el iPad–, cuatro sillas, una televisión y un par de estanterías. Ese es el reducto de trabajo del responsable de un ministerio clave. Sobre el tablero está el portafirmas, el estuche de las gafas, un lápiz usado con su nombre y la prensa económica anglófona. No hay papeles a la vista.

En un par de estanterías, los escasos objetos personales: una foto de los padres de De Guindos, otra descolorida de su equipo de fútbol en la universidad y un libro sobre el tenista Rafael Nadal. Sobre las baldas han caído estatuillas y distinciones; libros como Las setas en la naturaleza –tres tomos–; Obras en verso, de Luis de Góngora, o El crac de 2008, y siete carteras, incluida la oficial –pesada, vacía y muy poco usada.

También la cartera del ministro de Hacienda está arrumbada en un cuartito. Sin estrenar en un caserón histórico, el del fisco. “Real Casa Aduana”. Mandada construir por el rey Carlos III y concluida en 1769. Tras esa placa en la fachada se cobija desde entonces el despacho donde se manejan los dineros públicos. Es el escenario del tira y afloja del poder político, ese pedir-conceder-denegar que siempre se plasma en los Presupuestos del Estado. Aquí, las tijeras, literales y figuradas, son herramienta habitual.

Las de Cristóbal Montoro tienen el mango recubierto de plástico azul. Están bastante a mano pese al enorme tamaño de la mesa –2,20 por 1,10 metros–, por lo demás semivacía. El ministro solo usa este despacho –sin ordenador– para recibir a las visitas. La impresión suntuosa que causan mármoles –forman una rosa de los vientos en el suelo–, araña de cristal, chimenea y cuadros de época de esta estancia de 50 metros cuadrados juega a favor de su inquilino, cree el actual. “A la gente le gusta entrar en la guarida”, sostiene el ministro, aunque lo hacen para dar “malas noticias” –“y si alguien cuenta algo bueno, a continuación pide”–. Califica esta dependencia como una “trinchera”. El verdadero puesto de mando donde se gobiernan impuestos y presupuestos está al otro lado de la puerta. Es una trastienda de 18 metros donde la palabra glamour resulta impronunciable. Suelo de parqué, estanterías, una anticuada y pequeña mesa de ordenador, otra mesa redonda de 1,30 de diámetro, un cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro… Y un solo objeto personal: un tronco de madera. Apenas hay papeles más allá del libro amarillo de los presupuestos. Todo está en el iPad blanco que el ministro lleva y trae y en la gastada cartera marrón que ha dejado sobre una silla.

De recortes también saben mucho en otro despacho imponente, el de la presidencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Aquí ocurre como en Hacienda: el alto cargo actual, Emilio Lora-Tamayo, lo es por segunda vez. Y hay un elemento añadido, el hereditario. También su padre, ministro de Educación durante el franquismo, presidió el gran organismo público de la ciencia española. Así que el presidente está en familia en la sala de reuniones, adornada con los retratos de sus antecesores. “No me imaginaba que volvería, ni la dureza de este momento”, reflexiona.

El despacho, de 52 metros, es obra del arquitecto Miguel Fisac, que diseñó hasta las alfombras granates con greca amarilla. Lo preside el tapiz La fuente de la sabiduría, cuya agua mana sobre la cabeza del presidente de turno. Ni hablar de cambios: todo está protegido. En las paredes, madera, cuadros de Vázquez Díaz y uno de Mompou que diluye ligeramente el aire imperial que prima en este edificio de los años cuarenta del pasado siglo –mármoles, maderas, grandes espacios–. La mesa, también obra del arquitecto (2,40 por 1,10 metros), está repleta de carpetas. También, entre otras muchas cosas, una calculadora y dos tijeras. Otra metáfora, vistos los apuros económicos del organismo bandera de la investigación científica. Lora-Tamayo mira de refilón hacia la mesa. “El poder se mide en función de cómo esté. Los poderosos de verdad la tienen desocupada y sin ordenador”, bromea. El experto Soler le da la razón: “A más poder, menos papel”.

Pero esa máxima admite excepciones. El gobernador del Banco de España, Luis María Linde, tiene un bellísimo e imponente despacho sobre el paseo del Prado… y una mesa con papeles en abundancia. En esta casa decimonónica en origen y ampliada varias veces, rica en patrimonio artístico –ocho goyas, entre otros bienes–, también existen dos despachos. En los 86 metros del oficial tienen cabida un tapiz con cartón de Teniers, una escultura de Chillida o un dibujo de Picasso –Homme couché et femme asise–. Flores frescas frente a los sofás, una gran mesa de reuniones diseñada por el arquitecto Rafael Moneo y otra de trabajo muy despejada.

Los últimos gobernadores también se han refugiado para trabajar en un cuartito contiguo más pequeño –26 metros y teléfono rojo–, aunque con la misma altura de techos: 6,50 metros, detalla el conservador de la entidad, José María Viñuela. En esta dependencia, donde se han gestado rescates y fusiones financieras o límites al interés de los depósitos, a plazo hay cuatro grabados de Goya, una escultura de Julio González, un mapa de España del siglo XVII y la Virgen del Lirio, de Cornelis van Cleve, del siglo XVI. Mucho arte y bastante realidad: dos pantallas de ordenador, una de ella de la agencia de noticias financieras Bloomberg. La mesa, de 1,80 por 0,90 metros, tiene expedientes, alguna nota manuscrita y material de oficina, tijeras incluidas. Son los tiempos del euro y la globalización, con gobernadores que un par de veces al mes deben acudir a Fráncfort, a la sede del Banco Central Europeo. Aunque a 30 metros bajo tierra se mantenga la “caja del oro”, la cámara acorazada que solo se abre con la presencia de tres personas y otras tantas llaves. Hay cosas que no cambian

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