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REPORTAJE

Pérez-Reverte y la airada banda del aerosol

Malas calles. Grafiteros clandestinos en su versión más radical de guerrilla urbana. Transitamos los escenarios de su nueva novela, ‘El francotirador paciente’, en compañía de personajes reales que le han servido de inspiración.

Jacinto Antón
El escritor junto a Suso 33, José y Óscar.
El escritor junto a Suso 33, José y Óscar. GREGORI CIVERA

“Barrios duros de chicos duros”, establece Arturo Pérez-Reverte proyectando la sombra de su afilado perfil sobre una pared cubierta de grafitis. “Fin del mundo”, reza una pintada delicuescente. “Organiza la rabia”, se lee en otra. Avanzamos militarmente al tresbolillo –si eso es posible siendo solo dos– por la calle de Galiana, en el madrileño barrio de Puerta del Ángel, distrito apache, digo Latina. El escritor va delante, deteniéndose en los cruces, como si previera riesgo al salir al descubierto. Me imagino que estamos en alguna zona de combate de esas que frecuentaba el excorresponsal de guerra y que desde las azoteas y terrados nos apunta algún tipo emboscado armado con un rifle. Es la influencia de la lectura de la última novela del autor, El francotirador paciente (editada por Alfaguara y a la venta el 27 de noviembre), que transcurre en el mundo del grafiti, entendida su parte más radical como guerrilla urbana, con unas leyes, tácticas y códigos dignos de los rangers de Salvar al soldado Ryan en Ramelle. Un mundo en el que la pintura fresca huele a gloria de la misma manera que olía el napalm para el teniente coronel Bill Kilgore (Robert Duvall) de Apocalypse now.

Estamos en territorio grafitero y vamos a ver a unos artistas del asunto que han asesorado a Pérez-Reverte en los aspectos técnicos de la historia, una historia, por lo demás, muy perezrevertiana, con épica, aventura, fracaso, malos y héroe cansado. Yo me he preparado para la ocasión y visto deportivas, vaqueros y sudadera con capucha (aunque, como diría Gigliola Cinquetti, non ho l’età), que es como van los grafiteros en la novela. Para mi sorpresa, Pérez-Reverte viste, en cambio, de lo más fino, incluida una chaqueta de ante. Como hemos llegado pronto a la cita, recalamos en un bar baqueteado, de barra de madera gastada y tercio de cerveza a 1,50 euros. En ese ambiente de Río Lobo, al novelista no se le ocurre más que pedir agua mineral y luego, al negar displicentemente el camarero y mirándole fijamente a los ojos, ¡una Fanta de naranja! Yo me apunto a lo de la Fanta, pero pongo cara de duro.

“Hay diferentes tipos de grafiteros,”, me explica Pérez-Reverte. “Un amplio espectro que abarca desde el que va a hacer daño hasta el que se incorpora al mundo comercial del arte, con muchas fases intermedias. Toda esa zona gris entre vandalismo y arte. Muchos lo van dejando. El que es legal no me valía para la novela, quería de protagonista al que se mantiene fuera de la ley, el que opina que si es legal no es grafiti y que las ratas no bailan claqué. El que no admite que los políticos llenen la ciudad de consignas, y los publicitarios, de tetas de modelos, pero que a él le acusen de ensuciar las paredes”. En El francotirador paciente, una especialista en arte contemporáneo trata de encontrar a un grafitero legendario, Sniper –cuyo tag, su marca, es su nombre con el punto de la ‘i’ convertido en una mira telescópica de francotirador–, considerado el summum de la integridad y el virtuosismo en esa áspera cultura del aerosol y la carrera. Un hombre que no ha claudicado, que no ha franqueado la línea que lleva de la calle a la galería de arte y la respetabilidad, y sigue en la brecha. El objetivo de la experta, que trabaja para una importante editorial de arte, es convencer al tipo, “una mezcla de Banksy y Salman Rushdie” –y mucho de Pérez-Reverte–, para incorporarlo al mundo de las galerías, las exposiciones y los libros lujosos. La fama y el dinero, en suma. Paralelamente, al grafitero misterioso, fan de Treinta segundos sobre Tokio, lo busca un millonario implacable para ajustarle las cuentas por la muerte de su hijo en una acción de pintado orquestada por él.

Pérez-Reverte charla con dos graffiteros.
Pérez-Reverte charla con dos graffiteros. G. C.

“Lo que me fascinó del grafiti es que es un mundo con su épica, sus héroes y villanos, sus chivatos y confidentes”, continúa el escritor. “Un mundo en que el respeto es muy importante. Y uno se gana el respeto siendo bueno en su trabajo, y osado, y omnipresente en el lienzo de la ciudad. Esa épica y el aspecto de guerrilla urbana me encantaron. Hay un sector del grafiti muy radical, de lucha social que es ya terrorismo urbano –incruento–, agresivo y gallardo, y ese es el que me sedujo. Es gente dura, y a mí me gusta la gente dura, literariamente es mucho más rentable”. Apuro mi Fanta apretando los dientes –Pérez-Reverte apenas ha tocado la suya– y salimos del bar. “Aprendes muchas cosas de esos tipos, muchas de ellas están en la novela. Como lo de que en el museo compites con Picasso, y en la calle, con los cubos de basura”. Caminamos hacia nuestro encuentro con los grafiteros, deteniéndonos a juzgar algunas pintadas. El novelista me explica que El francotirador paciente es en cierta manera una versión urbana y moderna de El corazón de las tinieblas, en la que el elusivo y misterioso Sniper es un Kurtz pintaparedes que reina en su propio territorio oscuro, con su guardia pretoriana, y al que vamos descubriendo durante el viaje en su busca a través de los testimonios de los que lo conocen. Pienso que es parecido a lo que hizo Walter Hill trasladando la Anábasis de Jenofonte al mundo de los pandilleros de Coney Island en The warriors (Los amos de la noche, 1979). Estamos en el terreno de la aventura –y no solo porque el destino quiere que caminemos por la calle de Athos (en Pérez-Reverte, grafitero rima con mosquetero)–, de la gran aventura. “Con trastienda corrosiva”, matiza el novelista, “con consideraciones sobre el grafiti y el mundo del arte”. Le pregunto a Pérez-Reverte por Hirst, por provocar y porque se me ha subido la Fanta a la cabeza. “El arte es otra cosa, jugársela, morir. Hay mucho de mí en el discurso de Sniper sobre el arte, lo que se dice en El francotirador paciente tiene un gran parentesco con lo que aparecía en La tabla de Flandes y, sobre todo, en El pintor de batallas”. Uno piensa que si se trata de un artista, Pérez-Reverte prefiere a Pistoletto.

Llegamos al lugar de la cita con los grafiteros, el estudio de Suso 33. “Suso es un artista al que admiro, y los otros dos, José y Óscar, mis contactos teóricos y tutores en el mundo del grafiti, a los que debo información sobre jerga y aspectos técnicos. Una gente estupenda. Tipos auténticos. Lobos solitarios, desconfiados, rápidos, en alerta continua. Viven en territorio enemigo. Muchos grafiteros, aunque consagrados, siguen saliendo a razzias urbanas. Les pone la adrenalina”. Entramos y Pérez-Reverte hace las presentaciones. José y Oscar (camisetas de Mighty Warrior, el primero con tatuajes, anillos y cadenas), a los que el novelista homenajea al inicio de su libro –se trasparentan en esos dos “lobos nocturnos, cazadores clandestinos de muros, bombarderos sin piedad” del espacio urbano que aparecen en el arranque y que descubren sobrecogidos una pintada de Sniper–. Infantería. Suso, en cambio, inspira algunas características del protagonista, y directamente, otros de los personajes. Observo que soy el único que lleva sudadera con capucha.

Artista consolidado, Suso aún tiene actividad clandestina. “Hace poco me pilló la poli y me tomaron los datos”, dice. Parece mirar el encuentro con más distancia que sus dos colegas. Creo advertir reserva, cierto escepticismo que me recuerda la actitud de recelo de los grafiteros de la novela. Luego, Suso, un tipo de maneras y hablar suaves, con coleta, barba cuidada y una expresión melancólica, me explicará, tras recordar juntos a Los Rinos barceloneses (con los que una noche hace casi treinta años salí a pintar), que no tenía muy claro de qué iba todo aquello, y que había accedido a recibirnos, a Pérez-Reverte, al fotógrafo, a mí, porque al novelista le precedía su fama de escritor y de tío legal. “Suso es uno de mis inspiradores, podría haber sido nuestro hombre”, está diciendo Pérez-Reverte. “Es un autor reconocido, pero aún sale a la calle”.

Nos sentamos en torno a una mesa en el estudio, sorprendentemente ordenado, con una meticulosidad y pulcritud que difícilmente asociaría uno con el mundo del grafiti. Los aerosoles, cientos de ellos, están alineados perfectamente por colores en las estanterías, y hasta las zapatillas de pintar, colocadas juntas, parecen dispuestas como en una tienda. Pérez-Reverte habla de la novela. José la ha leído, pero los otros, no. “Es la historia de un flechero de Madrid de la época de Muelle que va evolucionando. Propone actuaciones agresivas en lugares emblemáticos que él coordina y a las que convoca a través de las redes sociales. La muerte del hijo de un millonario en una de esas acciones provoca que este ponga precio a su cabeza. Una especialista recibe el encargo de buscarlo”. Mientras el novelista habla, Suso dibuja. Los demás no sabemos qué formato ha de tomar el encuentro. Yo tomo notas.

Lo que me fascinó del grafiti es que se trata de un mundo con su épica, sus héroes y villanos, sus chivatos y confidentes”

“El protagonista es un híbrido raro”, aporta José. Una mezcla de escritor de grafiti con un concepto de mensaje tipo Banksy. En todo caso, la novela es muy fiel a la realidad”. “¿Por qué te dio por este tema?”, inquiere Suso a Pérez-Reverte. “Encontré que hay cosas en el mundo del grafiti que tienen mucha relación con mis novelas y con el tipo de héroe determinado que aparece en ellas”. El escritor revela que conoció al mítico Muelle muy jovencito, al llegar a Madrid, y descubrió en el grafiti “una aventura y una épica, una materia narrativa muy interesante, un universo con victorias y fracasos, noblezas y traiciones”. Muelle, Juan Carlos Argüelles, murió de cáncer a los 29 años y la práctica totalidad de sus grafitis fueron borrados.

Pérez-Reverte señala que él, como académico, es el responsable de la iniciativa de meter en el diccionario de la RAE la palabra ‘grafiti’, que aparecerá así en la 23ª edición (hasta ahora se escribe ‘grafito’). “Me decían en la Academia, ‘coño, Arturo, ¿cómo defiendes a esos vándalos?’, aunque, en fin, en realidad, allí no usan la palabra ‘coño”. El novelista lleva la voz cantante en la reunión, que a ratos adquiere la forma de entrevista, con Pérez-Reverte de insólito entrevistador. “Suso, tú eres un ejemplo de alguien que sin abandonar la pureza has llegado alto y tienes una respetabilidad, ¿cómo ha sido eso?”. “Bueno, no tienes nunca una estrategia en la cabeza, yo vengo del grafiti clásico, de firma, de tags, en realidad nunca me planteé ser artista. Era impensable que esto pudiera llegar a ser una forma de vida. Hacía de pintor de cualquier cosa, de escenografías, de pisos. Y paralelamente salía al espacio público sin permiso”. “¿Por qué sigues saliendo a la calle?”. “Para mí es lo más directo, me canso de las galerías, de las instituciones, de que me vean como producto, como ‘el Banksy español”. “¿El grafiti debe estar siempre en la calle?”. “Siempre estará en la calle; se ha desarrollado de una manera natural, sin estrategias comerciales, ni mercadotecnia, ni comisariados. Es un hecho en sí mismo”.

Pérez-Reverte sigue preguntando. “¿Tie­­­­ne derecho un crítico de arte a juzgar un grafiti?”. “¡Para nada! No existe un canon para el grafiti. Hay normas de conducta”. “¿Si hay legalidad no hay grafiti de verdad?”, insiste Pérez-Reverte. “Claro. Se busca la transgresión”. Hablan de la vestimenta. Yo miro a otro lado. “Nunca hay que llevar ropa holgada, te puedes enganchar con algo tratando de huir”, aporta José. “La ropa de rapero no es recomendable”.

“¿Qué os llevó a la calle?”, pregunta Pérez-Reverte. “Style wars”, responde Óscar, refiriéndose al documental de Tony Silver y Henry Chalfant rodado en Nueva York en 1983. “Al salir del cine robé un rotulador, y no he parado desde entonces”. “Yo soy de tercera generación”, explica José. “Veía pintadas por mi barrio y pensaba: ‘¡Cómo mola!’. Comencé robando tizas del colegio y pintando por ahí como un acto de rebeldía, y una cosa llevó a la otra”.

El escritor les pide que hablen del respeto. “El respeto es básico, y la reputación”, reflexiona José. “Importa más el buen hacer que la estética, qué haces, cómo lo haces, con quién lo haces”. “Eso es lo primero que me dijisteis”, apunta el novelista, asintiendo; “que había códigos, reglas, transgresores. De ahí arranca la novela. De un hombre y su reputación. No en balde he escrito yo Alatriste”.

Somos una medalla fácil de colgar para la policía. Meternos una ‘crujida’ tiene poco riesgo comparado con pillar a un delincuente”

“Lo que importa no es lo más preciosista, eso es secundario”, interviene Suso. “Las normas de conducta, los valores…”. “El compañerismo”, acaba José. “El código de honor”, zanja Pérez-Reverte. “¿Habéis pintado vagones?”, interroga. “Claro”, responden todos. “Pintar un tren es un proceso natural”, dice José. “No somos escritores como Arturo, pero…” [risas]. “Los trenes vienen en el pack, circulan y eso es bueno, hace tu trabajo muy visible”, interviene Óscar. “El primer tren… estás temblando, pasas miedo, pero al hacerlo me sentí completo”. Pérez-Reverte ha notado que Suso, incómodo como si hablaran de su primera experiencia sexual, se concentra en dibujar. “¿Tu primer tren, Suso?”. “Fue un subidón total. Te sientes megavivo”. El novelista les pide que hablen del palancazo, el detener los coches tirando de la palanca de emergencia para que los demás grafiteros emboscados machaquen a pintadas con sus aerosoles los vagones, end to end, de cabo a rabo. En El francotirador paciente, la invención del sistema se le acredita a Sniper.

A Pérez-Reverte le interesa mucho todo lo que tienen de organización casi militar las acciones de los grafiteros. “Pasas muchas noches vigilando las cocheras”, dice Óscar. “¿Hacéis croquis, mapas?”. “Tanto no. Pero en otros países van muy fuerte. En Alemania nos decían que había que limpiar los botes ¡para no dejar huellas!”. “¿Adrenalina?”. “¡Y tanto!”. “¿Peligro? ¿Cuántas veces os habéis jugado la vida?”. “Constantemente”, responde Suso y cuenta la vez en que se cayó en una zanja en un solar en Cartagena –ante la mención de su ciudad, Pérez-Reverte sonríe lobunamente–, cerca del faro. “He visto tu marca allí, te reconozco, entrando por mar, con mi barco”. El novelista hace una pausa. Y luego: “¿Aún sales corriendo, Suso?”. “Hay cosas que no voy a decir”. “Yo sí, por las vías, perseguido por los vigilantes, hace menos de un año”, explica José. “A veces es lamentable, correr delante de un chaval que no tiene media hostia”, reflexiona Suso. “Y que igual tiene más miedo que tú”, añade José. “En el fondo es una tontería que se pongan agresivos, lo que haces es solo pintar, ensuciar, desde su punto de vista, pero solo eso, no destrozas nada, se limpia y ya está, pero nos ponen penas más fuertes que a los que roban carteras. En realidad sale más barato romperle la cara a alguien que pintar en la calle”.

Hay pocas chicas, apunta Pérez-Reverte, que en su novela hace aparecer algunas, inolvidables, como As Irmas, Las Hermanas portuguesas. “Es cosa de ellas, ahora hay más. Eran pocas porque el grafiti venía del mundo del hip-hop, donde no había tías, no se las ha excluido, pero…”. “¿Muchos lo van dejando?”. “Algunos, se van normalizando y van a los muros legales. La acción se pierde un poco. La familia, las consecuencias pueden ser muy graves; las multas, muy fuertes, los embargos”. El novelista pregunta a Suso si la policía, al reconocerlo, lo trata diferente. “A veces me piden autógrafos. Otras te quieren pillar, como un reto”. “Los grafiteros somos una medalla fácil de colgar para la policía”, considera José; “meternos una crujida tiene poco riesgo si lo comparas con pillar a un delincuente”.

El escritor y el grafitero Óscar.
El escritor y el grafitero Óscar.G. C.

Pérez-Reverte saca a relucir la palabra aventura. “Sí, el grafito es aventura”, responde Suso. “Y explorar, todo eso tiene más tirón que la parte artística. Conoces la ciudad y la haces tuya”. En la mirada de Suso resplandece un mundo de trenes ilustrados y de paredes garabateadas. Pérez-Reverte habla de camaradería, respeto, peligro. Suso opina que ahí hay mucho tópico. Huelo pique. El novelista recuerda que ha estado en guerras, en acciones que ponían en juego vidas. “Lo sabemos, lo tuyo es más fuerte”, media José. Pérez-Reverte les pide que valoren la portada de El francotirador paciente. Les gusta. José explica que hay una gran curiosidad en el mundo del grafiti por ver lo que ha hecho el novelista.

Bajamos a la planta sótano del estudio, donde Suso nos reserva una sorpresa: una pan­­talla gigante en la que puedes pintar grafitis electrónicos con un mando en forma de aerosol. Pérez-Reverte pinta varios tags de su personaje, Sniper. Tiene mano.

Finalizada la sesión, el novelista me reserva una sorpresa. Cogemos un taxi hacia el centro de Madrid. En el camino le señalo la curiosidad de que la protagonista y narradora de El francotirador paciente sea una mujer, y lesbiana. Me recuerda que es el tercer punto de vista femenino en su obra, con La reina del Sur y La tabla de Flandes. Volvemos a los grafitis. Dice que ha hecho mucho trabajo de campo en los lugares escenario de la novela, Madrid, Lisboa, Verona y Nápoles. Ha salido con los grafiteros –en el extranjero– “a bombardear” de pintadas, aunque “no me jacto”. ¿Y disfrutaba? “Evidentemente. Llevo un año viviendo en el grafiti, leyendo, mirando, cazando. No soy un turista. Me ha quedado la mirada del grafitero. Toda caza marca al cazador. Pero, ojo, no glorifico el grafiti, no estoy ni a favor ni en contra. Es un escenario de trabajo como lo pueden ser la guerra, el narcotráfico o la esgrima. No juzgo, pero trato de comprender”. Dice el novelista que reconoce mucho de su vida de reportero bélico en la manera en que los grafiteros recorren su territorio viendo posibilidades, vías de escape, ángulos peligrosos, salidas. Hemos bajado del taxi en Sol y subimos a pie por la calle de la Montera. Pérez-Reverte me señala las prostitutas nigerianas. Llegamos junto a un sex shop, en el número 30, y, frente a una pared, el novelista mira hacia arriba. El rostro se le ilumina. “Es la última pintada que queda en Madrid de Muelle”, dice con tono reverente. “Cada vez que la veo me conmuevo”. Nos quedamos allí juntos contemplando en la noche el viejo grafiti, mientras la ciudad se llena de sombras y un ejército anónimo se pone manos a la obra y se eleva como un himno nocturno el desafiante zumbido de los pulverizadores,

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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