“No me parece bien ni justo que se aplique tabla rasa en los recortes”
¿Mecenas? No solo. Paloma O’Shea, creadora de la Fundación Albéniz y la Escuela Reina Sofía, casada con Emilio Botín, ha contemplado 40 años de gestión cultural en España. No oculta su inquietud por la crisis, teme la tabla rasa de los recortes y pide con urgencia una ley de mecenazgo.
Al llegar a la Escuela Reina Sofía, el vicepresidente, Vicente Ferrer, ofrece chocolate.Lo curioso es que se trata de un piano. Dulce ha sido la relación de Paloma O’Shea (Getxo, Bizkaia, 1936) con el instrumento para el que se formó como concertista. Casarse con Emilio Botín a los 22 años significó que se apartara de los recitales, pero no de un mundo que ella ha seguido revitalizando con su concurso, con la escuela y con la Fundación Albéniz, que preside. Hoy teme por el futuro y los recortes que amenazan los logros de los últimos 40 años. Entre otros, la puesta en marcha de una institución cuyos estudios especializados se convalidan en todo el mundo, un concurso de piano internacional que cuida las carreras de quienes se presentan al mismo y una fundación que ha puesto en práctica un arriesgado y ambicioso programa comprometido con la música. No le gustan los ataques a su legado vengan de donde vengan, habla sin tapujos de sus dificultades para levantar lo que levantó por incomprensión y alerta del peligro de que 40 años después, tras una exitosa y reconocida posición musical en el mundo lograda en España, gran parte del tejido cultural se evapore.
Más de 40 años no solo en el mecenazgo, sino en algo que ahora admitimos como una profesión de nuestro tiempo y que es la gestión cultural. ¿Dónde se siente más cómoda? ¿Cómo se observa la evolución del país en la cultura desde la transición hasta hoy? ¿Vamos a peor? Estamos en épocas de penuria. Si miro hacia atrás, veo que yo empecé, en mi esfera, con un concurso de piano porque pensé que era la mejor manera en la medida de mis posibilidades de formar una plataforma para músicos jóvenes. El concurso en sí era lo de menos, lo importante era la ayuda que les proporcionáramos una vez participaban en él. Al organizarlo me fui dando cuenta de en qué país estábamos.
¿En qué sentido? Al arrastre del resto de Europa. Muy atrasado en eso y, sobre todo, en un terreno como la música. Así que me dediqué a estudiar el panorama que nos rodeaba. Cómo se trabajaba en los conservatorios, en las orquestas, en los auditorios, y pensé que podíamos hacer mucho más por arrancar a nuestro país de ese complejo que teníamos. Fue entonces cuando creamos la Fundación Albéniz, sobre todo para contar con un marco jurídico en el que comenzar a trabajar seriamente. Para empezar, con la educación musical. ¿Por qué los intérpretes españoles no alcanzaban el nivel de otros? Porque faltaban escuelas especializadas, de excelencia.
¿Perfeccionar la materia prima del talento? Exacto. Fue entonces cuando me rondó la idea de montar una escuela de música internacional. Internacional, siempre. Nuestro primer concurso fue nacional, pequeño… desde abajo, cuando me dicen que soy mecenas, no me considero tal, me gusta verme como una auténtica trabajadora, que es mucho más que mecenas.
Bueno, es que un mecenas se reduce, en varios casos, a aportar, desgravar y disfrutar el resultado. Cuando se monta una fundación, y, desde coger el teléfono hasta sacar brillo a los pianos o entregar los premios, uno hace de todo, hablamos de otra cosa. Nunca me imaginé que fuéramos a conseguir estos resultados. Todo viene naturalmente, quizá el destino… Cuando yo fui al conservatorio de Santander a llevar a clase a mis hijos y me di cuenta de que podía aportar algo para mejorar las condiciones no era consciente de dónde me metía. Una cosa lleva a la otra, naturalmente.
La vida misma. Me comprometí desde el principio con Manuel Valcárcel, el director de aquella escuela, para montar nuestro primer concurso. Tuvimos la desgracia que, en mitad de la organización, se murió, de repente. Cuando llegué al final de todo el proceso me di cuenta de que podía con ello. Teníamos que hacer de todo. Desde esperar los pianos que venían de Madrid a las ocho de la mañana hasta formar el jurado, desde los programas hasta recibir a los concursantes. Involucré a mis amigos, y esa manera de colaborar desinteresadamente en ello me hizo caer en la cuenta de que podíamos pedir a la sociedad algo más. Así me lancé a montar la Fundación Albéniz, con un millón de pesetas. Me las prestó el Banco Santander…
Una ley de mecenazgo nos ayudaría mucho. A pesar de todo, la gente es generosa"
Me imagino. Pero las tuve que pagar.
Cómo son en la familia, ¿no? ¿Y el aval? Mío, que era muy seria…
Ah, bueno. Seguimos con las master classes, ayudada por Federico Sopeña. Tratábamos de mejorar el nivel de los españoles para que resultaran competitivos en el concurso. Pero me dije: no es suficiente. No basta. Me dediqué a viajar para ver cómo funcionaban los conservatorios por ahí y a estudiar las escuelas y los sistemas que había por el mundo. Así es como fuimos diseñando la escuela que es hoy. Pero entonces, que no existía nada similar, nos fuimos planteando los pasos: qué hacemos, sin dinero, con muchas ideas, la tarjeta de presentación del concurso y poco más, salvo el apoyo de la reina y de grandes músicos como Zubin Mehta, Rostropóvich o Menuhin, que me decían: España es un país fantástico y tu idea es maravillosa, pero para eso necesitas a los mejores.
Ha dicho usted sin dinero. Poca gente lo va a creer, siendo usted la esposa de Emilio Botín. Pues es un milagro. Pero es así.
¿Le ha costado separar una cosa de la otra? Es que una escuela como la Reina Sofía no debe ser patrimonio de una familia, sino de toda la sociedad. Para esto, aparte de muchos amigos y amigas, ha sido fundamental la estrategia de Vicente Ferrer, nuestro vicepresidente, que me dijo una vez: “Esto hay que venderlo. No pidas, véndelo, hay que saber venderlo”. La gente… es muy normal que crea eso: que lo pague Botín… Pero no. Hemos creado un producto fantástico y es lo que hacemos, venderlo. En primer lugar, la cátedra de piano al Banco Santander.
Muy bien. Se la vendí, se la vendí… Después, a Telefónica, al BBVA, que nunca me canso de darle las gracias y que tiene mérito, porque siempre nos identifican con otra marca. Pues encantados, encantados todos. Ellos merecen sus contrapartidas y se las damos. Nosotros les proporcionamos música. Ellos responden con su mecenazgo.
El banco de Santander me prestó un millón de pesetas para crear la Fundación Albéniz"
Y todo sin esa ley que piden y que no acaba de promulgarse. Nos ayudaría mucho. A pesar de todo, la gente es generosa. Pero una ley ayudaría muchísimo. Es fundamental. No entiendo todo lo que hemos conseguido sin ella. Hemos marcado una pauta.
Resulta imprescindible. Pero el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se niega. No quiere que nadie desgrave. ¿Estamos en un callejón sin salida? Todos lo han intentado y al final no ha cuajado. Tengo mis esperanzas, una buena ley dinamizaría mucho la cultura. Representamos el 4% del PIB, debemos defender esos puestos de trabajo. Pero debe ser una ley imaginativa. El único país de Europa que no cuenta con una ley seria y necesaria en este campo es España, da un poco de pena. A ver hasta dónde podemos seguir con lo que tenemos. Pero no se puede continuar así, tocando madera.
¿Hay responsabilidad política directa en lo que les ocurre a algunas instituciones culturales? O, si no, ¿cómo se explica ese rifirrafe que tuvo usted con el señor Villalonga, el hasta hace poco hombre fuerte de la Cultura en el Ayuntamiento de Madrid, cuando le acusó de pedir dinero público siendo la esposa de Botín? De eso no quiero hablar más.
¿Se zanjó? Bueno, no tenía que haber pasado, y punto.
Ya, entre otras cosas, porque él se fue. Pero debió de ser desagradable. Usted le acusó de sexista. No tenía que haber pasado. Espero que el Ayuntamiento nos apoye. Para este proyecto de la escuela, con el suelo que nos cedieron por 50 años, siempre buscamos unanimidad. Y así fue.
Unanimidad también produjo el rechazo a las críticas que le hizo aquel señor. Hasta Izquierda Unida salió en su defensa. En estos terrenos no había nada de valor. Diez años estuvimos de obras, al ser un lugar emblemático. Ahora, en el Ayuntamiento me siento respaldada, aquel ataque fue un caso aislado, que no se comprende.
La pianista que gestionó
Paloma O’Shea
Nacida en Getxo en 1936, descendiente de irlandeses, fue a parar a la ciudad vecina a Bizkaia, donde se casó con Emilio Botín, llamado entonces a presidir el Banco Santander. Ella comenzaba su carrera como pianista. Había recibido el Premio del Conservatorio de Bilbao, pero después llegaron unos cuantos más como mecenas e impulsora de proyectos educativos y culturales. Su gestión al mando de la Fundación Albéniz, la Escuela Reina Sofía y el concurso de piano con su nombre –que inició en 1972– le ha supuesto una Legión de Honor francesa, la medalla de la Academia de las Artes de San Fernando o la Picasso de la Unesco, así como el Honorary Fellow de la Royal Academy de Londres, entre otros.
¿Le ha pesado la sombra de que no le reconocieran los méritos por lo que ha hecho? Bueno, yo sigo trabajando, no puedes tener a todo el mundo contento, y a medida que pasan los años ya no afectan tanto los rechazos, más cuando te encuentras satisfecha por los resultados. Ver a estos chicos beber de sus profesores, trabajar hasta el alba, saber que su extracción, en su mayoría, el 90%, son de clase media baja, que están aquí por propios méritos. Critican que es una escuela de élite. Pues sí, pero por sus capacidades.
Cuando usted dejó como concertista el piano para casarse, ¿supo en su interior que no le cerraba la puerta a su instrumento? Yo seguí tocando mucho tiempo. Para mí.
Pero debió de ser duro. No. No sé. Todo llega naturalmente, insisto. Era muy joven. Tenía la ilusión de formar una familia, ser madre. Ahora se combina todo, pero hace 50 años, no.
Y más en una familia tan señalada. Debió de ser más difícil, si cabe, luchar por su sueño. No tanto, tuve mis hijos, uno detrás de otro, como quien dice, muy seguidos, cinco en cinco años. Luego vino otro y un marido que demandaba mucho, era difícil sentarse al piano. De vez en cuando, por la noche encontraba un momento, sí, pero despertaba a los niños… En fin. Pero me encantaba, aunque poco a poco, aunque la música no se olvida, los dedos no respondían. Cuando yo me dedicaba a ello me pasaba una hora con las escalas y cinco o seis con la música, pero hay que practicar muchísimo para crear algo en la interpretación. Yo escucho poca música grabada. Ya sé lo que va a ocurrir. Me gusta escuchar música en vivo y sorprenderme.
¿Cómo era Paloma O’Shea antes de ser la esposa de Emilio Botín? Una niña aficionada a la música, que se pasaba la vida en la Filarmónica y llegaba impresionada a casa de escuchar a Rubinstein, por ejemplo. Pero empecé a tocar el piano por casualidad, por una mujer que vino a cuidarnos a mi hermana Covadonga y a mí un verano y se presentó con un libro de solfeo. Ese mismo año me examiné ya con cinco años y terminé la carrera con 16. Me fui a estudiar fuera, a Poitiers, y gané el primer premio del conservatorio de Bilbao. Eso es lo que me dio la idea de hacer un buen concurso en Santander. Había uno, con dos premios de 5.000 pesetas, pero merecíamos más. Recuerdo mucho a Valcárcel, cuando le entraba miedo y soltaba: “Qué va a decir don Emilio…”.
¿Qué decía? ¿Lo entendía bien? Yo animaba a Valcárcel: “Usted, tire palante, de mi marido me ocupo yo”. Él no decía nada. Del concurso, no.
¿De otras cosas? ¿Celos del piano, quizá? No, yo creo que no. Él ha hecho una buena carrera también, ¿no?
¿Y don Emilio padre? Fue gracias a él que empecé. Cuando mi suegro dio su bendición a todos se les quitaron las dudas.
No creo que mi marido sienta celos del piano, él ha hecho una buena carrera también, ¿no?"
Cuentan que usted era el ojito derecho de su suegro. Era una persona fantástica, un humanista, me ayudó mucho.
Siempre ha querido usted marcar una independencia. ¿Le viene de su gen pianista? Son muy individualistas. Lo son, cierto. Los que más. Aquello, visto ahora, fue algo pionero. Me lo pensé un poco, pero podía más el convencimiento en mí y la necesidad de hacer algo por este país. Y tiré hacia delante. No era por la ciudad o la región, era por este país. Faltaba desarrollar el talento. Y se imponía que fuera algo nuevo.
A todos sus hijos les regala usted lo mismo cuando se casan. Un piano. Sí, a todos igual. Pero no es por ellos, es por mis nietos, para que aprendan música. Algunos empezaban por el violín, desafinaban, y yo les intentaba convencer: “Mucho mejor el piano, que te lo afinan”. Alguno toca muy bien.
¿Cuántos van ya? Diecinueve…
¿Mejor ser madre o abuela? Hombre, madre. Pero abuela tardía, con estos pequeñitos, es una delicia, divertidísimo. Geniales. Disfrutas porque te fijas en cada expresión, cada reacción. Me fascina su inteligencia, su habilidad, lo espabilados que salen. Ahora, a ver los bisnietos, se me casan dos nietos este año, cualquier día… Bisabuela.
¿Existe un gen Botín especial para educar banqueros? ¿Qué es eso?
Pues lo que hace que lleven ya cuatro generaciones en el mismo sitio. La cuarta generación tiene este apellido con apóstrofe, que vale mucho también.
Y que ha vuelto a los orígenes de su familia. Porque su hija Ana Patricia se encuentra al mando de Banesto, una corporación que creó, entre otros,… Un O’Shea.
Curioso círculo. ¿Cómo sabes eso?
Me entero de cosas. Qué gracia. Se lo mandé y se rio mucho… A ella le encanta que le digan que se parece a mí.
¿No se impone educarlos como si fueran una dinastía? Es lo más importante que he hecho en mi vida. Creo que a todos los he criado muy bien. Pero debes guiarte por un instinto de madre y una inteligencia, además, responsable. Les he hecho trabajar mucho desde niños, inculcarles que el día de mañana han de valerse por sí mismos. Me lo agradecen hoy en día. Precisamente, mi hija Ana Patricia me lo ha reconocido por obligarles a meterse en tantas cosas. Tantas, que muchos de sus amigos piensan que no soy una madre, sino una madrastra. Hablan tres idiomas perfectamente, nunca quise que les pasara como a mí. Que lo reconozcan da gusto.
¿Ni tuvo que vivir adolescencias distantes? De vez en cuando, alguno pasaba un sarampión, pero eso es normal, ¿no? Bueno…
Con este despacho en tonos tan claros, ¿cómo es que le gusta la negrura de un pintor como Gutiérrez Solana? A mí me encanta el arte. Me entusiasma sobre todo Goya. Pero al llegar a Santander descubrí a Solana. Y después de Goya, creo que es quien más me impacta, tiene esa fuerza. Con orígenes en Arredondo (Cantabria), capital del mundo.
Hija adoptiva santanderina, tampoco usted ha dejado, como dice, de sentirse muy vasca. ¿Qué es eso? Me siento del mundo. Entre mi apellido irlandés y mi parte vasca, ninguno de los dos lugares muy romanizado, de ahí también creo que viene mi obstinación.
Una familia, la suya, en la que su padre no ocultaba su admiración por los jesuitas, pero en la que también han convivido simpatizantes del Opus Dei. ¿Con quién se queda ahora? ¿Con la Iglesia de Ratzinger y Wojtyla o con la del papa Bergoglio? Pues no sé. Juzgo poco. ¿Por qué debo quedarme con una? Hay que ir con la bandera del cristianismo. Este Papa, sin duda, será bueno. Falla una unión, quizá. El cristianismo es una identidad cultural, aparte de la esfera íntima, que ayuda, en mi caso, a ser mejor.
¿Ha construido usted lo que quería o se ha quedado corta? Estoy más que satisfecha. Pasmada. Veo lo que sale de aquí y cómo nos consideran en el mundo. Convalidan nuestros estudios por todas partes, pero me da un poco de miedo el presente.
¿Qué, concretamente? Creo que todos debemos estrecharnos el cinturón, pero con inteligencia. La crisis llega a la música y a la educación. ¿Pero recortar por recortar y a todos por igual? ¿Hacer tabla rasa? Me da miedo que no se estudie cada caso y que se aplique un criterio similar a quien aporta y a quien no. No me parece justo. Con el trabajo que cuesta levantar una buena escuela, una orquesta, un coro, y que se puedan evaporar…
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