La extraña bondad de los extraños
Hoy me limitaré a contar dos historias. La primera transcurre en una tienda de la calle mayor de Gràcia, no lejos de mi despacho. Hace unos meses mi hijo me pidió que fuera allí a canjearle varios juegos de la Play por uno nuevo. El dependiente que me atendió era un chaval alto y desgarbado. Una vez realizado el canje, me identifiqué para que apuntase la operación en la cuenta de mi familia. Ahí empezó todo. Tímido, turbado, el chaval dijo que había un problema y, blandiendo un par de tickets de caja, intentó explicármelo. Al final entendí que, en un canje anterior, una de sus compañeras nos había pagado 18 euros más de los que nos correspondían. Eché mano a la cartera y dije: “Entonces el problema es que os debo 18 euros, ¿no?”. El chaval pareció perplejo; balbuceó que sí pero no, que el error lo había cometido su compañera y que, si yo no quería pagar, no estaba obligado a hacerlo. “Pero vamos a ver”, me impacienté. “¿No me has dicho que tu compañera cometió un error? Si cometió un error, esos 18 euros son vuestros, no míos. ¿Sí o no?”. El dependiente asintió sin convicción y le di los 20 euros. Cuando me devolvió el cambio murmuró algo. “¿Perdona?”, pregunté. “Nada”, contestó. “Que todavía queda gente buena por ahí”. El comentario me desconcertó. Solté una carcajada, señalé al chaval con un dedo amenazante y grité: “¡Sí, pero no mucha!”. Al salir a la calle estaba furioso. Recordé que, según Juan Ferraté, cuando en Reus se decía de alguien que era una buena persona, siempre se añadía: “¡Un infeliz!”. Me avergonzó haberme comportado como un cincuentón friki. Me dije que no había actuado por bondad sino por instinto y que, si la bondad consiste en no quedarte con lo que no es tuyo, el concepto de bondad se ha devaluado mucho.
Al salir a la calle estaba furioso. Me avergonzó haberme comportado como un cincuentón friki
Pasó el tiempo; olvidé el incidente. Semanas más tarde volví a la tienda. Quería regalarle a uno de mis sobrinos un juego que salía a la venta aquella misma tarde. Cuando llegué, la cola de gente que esperaba para comprarlo salía por la puerta. Me sumé a la cola. Al rato le pregunté a una chica si sabía cuánto costaba el juego. “74 euros”, contestó; luego preguntó: “¿Lo ha reservado?”. “No”, contesté. “¿Había que hacerlo?”. “Claro”, dijo. “Si no lo ha hecho, tendrá que volver a recogerlo dentro de un par de días”. Desanimado, pensé en marcharme y comprar otro regalo, pero entonces vi a lo lejos al dependiente alto y desgarbado y me dije que, ya que en mi visita previa yo le había hecho un favor a él (o a su compañera), bien podía ahora él hacerme un favor a mí, vendiéndome aquella misma tarde el juego. Así que cuando llegué al mostrador le pregunté al dependiente: “¿Te acuerdas de mí?”. “Claro”, contestó. Le expliqué lo que quería; antes de que pudiera terminar, el chaval se apartó y fue a hablar con otro, que parecía su jefe. Señalándome, le oí cuchichear: “Es el tipo del otro día”. Pensé: “Eres un gilipollas”. Pensé: “Ya has vuelto a meterte en otro lío”. Pensé en salir corriendo. Pero, antes de que yo pudiera hacer nada, el chaval volvió con mi juego en la mano. Aliviado, le di las gracias y los 74 euros; el chaval me devolvió 22. Ahora fui yo el sorprendido. “¿No costaba 74?”, pregunté. El chaval me guiñó un ojo y dijo: “Para usted no”.
La segunda historia es más sencilla. El protagonista es Mario Rigoni, un soldado italiano que combatió en la II Guerra Mundial y narró en El sargento en la nieve su campaña de Rusia. El libro se publicó en 1953. Ese año, Borges lo leyó y quedó muy impresionado por cierta anécdota, que le contó a Bioy Casares y que éste cuenta así: Rigoni “se ha perdido de sus compañeros; vaga, con sed y con hambre, por la estepa. Ve una lucecita. Es una pequeña cabaña. Llega, golpea. Le abre una mujer. Adentro, sentados a la mesa, hay tres soldados rusos con ametralladoras. No tiene tiempo de atacarlos con la suya; piensa que, si entra o si huye, lo matan. Queda inmóvil. La mujer le señala, con un ademán, que entre. Entra. Sin apartarse mucho de él, la mujer le da de beber y de comer. Después lo acompaña hasta la puerta. Él le besa la mano, se va”.
No estoy seguro de entender del todo esas dos historias. Se dirá que son historias paralelas, unidas por un vínculo secreto; yo me pregunto si, por dispares que sean, en el fondo no son la misma
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.