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ENTREVISTA

“Uno puede ser más creativo bajo coacción”

El artista del momento aúna en sus obras ecología, espectáculo, juegos visuales y compromiso Olafur Eliasson afirma que desconectar y aislarse de la sociedad es un proceso poco productivo para la creación

Anatxu Zabalbeascoa
Olafur Eliasson, con el libro 'A view becomes a window' con páginas de vidrio que presentó en la galería Ivorypress de Madrid.
Olafur Eliasson, con el libro 'A view becomes a window' con páginas de vidrio que presentó en la galería Ivorypress de Madrid.JORDI SOCÍAS

Puede que el lugar en el que nacemos sea casi siempre un azar, pero el del artista danés más famoso del momento, y uno de los más destacados del mundo, lo fue más. Sus padres vivían en Islandia cuando su abuelo paterno desapareció. Su progenitor se fue tras él. Y cuando estaba en Dinamarca, su madre descubrió que estaba embarazada. Y lo siguió. Tenían 18 y 19 años. En Copenhague, su madre consiguió un trabajo de azafata en una línea de cruceros, “una azafata embarazada en una compañía de tercera”, apostilla Olafur Eliasson (1967). Él nacería unos meses después.

Sus trabajos son superproducciones. Autor de The weather project, un sol artificial formado por cientos de bombillas que se convirtió en una de las muestras más visitadas de la Tate Modern de Londres –donde los visitantes se sentaban en el suelo como quien se detiene ante una puesta de sol–, o de la obra New York waterfalls –que hizo aparecer cascadas en varios puntos de esa ciudad–, Eliasson ha llegado a la cita en la galería Ivorypress de Madrid con retraso, acalorado y con una lata de Coca-Cola Zero en la mano. Ha venido para presentar un libro de artista con páginas de vidrio. La pieza, imposible de trasladar sin una grúa, se expone en un atril que él también ha diseñado. “Puede que no sea económico, pero en la web tengo libros que se pueden descargar de forma gratuita…”.

Una de las cosas que más temo es el aislamiento. Estar solo entre la gente”

La historia del abuelo acabó mal. Su padre lo encontró, pero poco después sus progenitores se separaron. Como su madre tenía trabajo, decidió quedarse en Dinamarca. De ahí que Eliasson, además de nacer en Copenhague, se convirtiera en danés. Ese es su azar. Que su padre regresara a Islandia explica su afinidad y cercanía con esa isla. Explica incluso que él quisiera ser artista: “Supongo que quise serlo para impresionar a mi padre, para que me prestara atención”, espeta. “Yo vivía con mi madre. De manera que mi primer deseo de ser artista fue para impresionar a mi padre, porque por entonces estaba muy ocupado con su nueva mujer”.

PREGUNTA: “Si fuera una obra de arte, no me sentiría autosuficiente”. ¿Por qué? ¿Porque necesita 70 ayudantes?

RESPUESTA: ¿Yo dije eso?

P: Sí, en el libro Leer es respirar, es devenir, y continuaba: “La palabra autonomía no estaría en mi vocabulario. Sería una red de lugares, agentes e intenciones conectados…”.

R: ¡Guau!… [risas]. Buen principio…

P: ¿Por qué no se siente autónomo?

R: Una de las cosas que más temo es el aislamiento. No físico, sino psicológico: estar solo entre la gente. El aislamiento tiene que ver con no estar conectado, y si estás desconectado no estás a favor o en contra de las cosas, todo te es indiferente. Y tú terminas por serlo para los demás. En eso veo un gran peligro.

P: ¿Un peligro personal o social?

R: Creo que es un signo de los tiempos. Por eso es importante ver una obra de arte como un sendero, entendiendo de dónde llega y hacia dónde va. El arte que me interesa es el que al mirarlo da la sensación de un viaje. Uno puede ver en un pedazo de madera el árbol que fue e intuir su posterior descomposición. Una obra de arte te deja ver la conexión con otras cosas.

Casa, comida y familia

Hijo de un cocinero aficionado al arte, Elias Hjorleifsson, y de una azafata de barco, Ingibjorg Olafsdottir, islandeses, la infancia de Olafur Eliasson (Copenhague, 1967) está marcada por la desaparición de su abuelo y por el divorcio de sus padres. Tras abandonar a su familia, el abuelo paterno (editor de vanguardia) terminaría suicidándose dos décadas después, sus progenitores reharían sus vidas con nuevas parejas y el padre llegaría a cocinar para muchas de las inauguraciones de su hijo hasta poco antes de su muerte, en 2002. Por esas fechas, Eliasson se casó con una historiadora del arte danesa, Marianne Krogh Jensen, y juntos adoptaron a un niño etíope, Zakarias, el primero de sus dos hijos. También juntos fundaron una organización de ayuda a los huérfanos de ese país, a la que el matrimonio aporta el 5% de sus ganancias y lo que logra arrancarles a quienes trabajan en el estudio, donde una caja de cartón les recuerda que no olviden dejar un euro para Etiopía. La familia Eliasson-Krogh, que tiene un piso en Berlín, vive en una casa del siglo XIX en Hellerup, al norte de Copenhague. Celoso de su intimidad, muy pocos amigos han visitado esa vivienda. Sin embargo, el artista la troqueló en el interior de un libro publicado por el MOMA de Nueva York titulado Your house. En la imagen, Olafur Eliasson en 1973.

P: ¿Tiene que ser arte para ofrecer eso?

R: Si uno es tan reflexivo, ¿no puede ver ese sendero en cualquier cosa? Intento verlo en todo. Y si no lo veo, me siento momificado. Uno se siente momificado cuando, sin ser ciego, no ve nada. O se siente entumecido cuando solo es capaz de ver las cosas como piezas autónomas, sin relación con el contexto en el que las ve. Por eso, si fuera una obra de arte, me gustaría ser parte de algo. Las obras de arte dependen del momento y el lugar en el que están hechas. No se pueden aislar.

P: La historia del arte está plagada de ayudantes y discípulos, pero ¿es habitual trabajar con 70 ayudantes? ¿Por qué necesita tanta ayuda?

R: Son como un amplificador. No solo me amplifican el mundo, también mis sentidos, el medio con el que puedo tocar el mundo.

P: ¿Qué ocurre con el aura, con la autenticidad del original cuando el trabajo es colectivo?

R: Hay una cualidad asociada a lo original, sea eso una cita cara a cara –en lugar de un chat– o una obra de arte extra­ordinaria. El problema estriba en que muchos historiadores del arte han valorado la autenticidad hasta el punto de asociarle valores esencialistas. Eso lleva a una jerarquía que conduce a una organización totalitaria de la estética y la ética.El reto es valorar qué aporta la autenticidad hoy. ¿Con qué tipo de mano puedes tocar el mundo para cambiarlo?

P: Contéstese usted.

R: Lo auténtico es cómo uno traduce una idea en acción. Y, como sabemos, eso es difícil porque el mundo no está muy centrado en conectar el pensamiento con la acción. Parece más concentrado en elegir entre pensar –académicamente– o actuar en desconexión completa con cualquier idea que no sea la de centrarse en el mercado. Esto significa que uno de los potenciales de lo auténtico es crear un puente entre el pensamiento y la acción. Eso también se llama arte.

Ha pedido un café. Le paso el azucarero y rechaza el azúcar: “con mirarla es suficiente”.

P: ¿Afecta a su libertad creativa sentir que tiene que pagar las nóminas de 70 personas a fin de mes?

R: La libertad es una ilusión. Y pienso que uno puede ser más creativo bajo coacción. Creo que pago a mis colaboradores cantidades responsables. Y hasta ahora he estado en una situación en la que tener que pagarles no me ha supuesto renuncias ni compromisos. Soy muy consciente de que si no hubiera alcanzado la reputación que tengo hoy, no podría mantener un equipo tan grande. Pero de momento no es un problema.

P: No podría hacer el mismo tipo de proyectos con menos gente.

R: Muchos no. Las cosas cambian y el mundo tiene subidas y bajadas, pero he trabajado en grandes proyectos arquitectónicos y en minúsculos objetos. He diversificado los medios con los que trabajo no por necesidad, sino por interés, y nunca he experimentado un éxito fulgurante. Por eso, aunque me gusta pensar en mí como en un artista relativamente joven, sé que he crecido gradualmente a lo largo de más de 20 años. Eso significa que mi pequeña actividad en el estudio se ha convertido en un sistema bastante robusto. Hemos sido muy cuidadosos tratando de evitar oportunidades sensacionales que podían convertirse en sensacionalistas. Trato de mantenerme más cerca del arte que del mercado.

P: ¿Y eso cómo se hace?

R: Cuando estudiaba en Copenhague, estaba obsesionado con ser un artista internacional, con hacer arte que se pareciera al que salía en la revista Artforum. La cosa cambió cuando, en Berlín, conocí a estudiantes alemanes con opiniones propias, con implicación política y con determinación. Estaban convencidos de que en el mundo había un lugar para el arte. Y me di cuenta de que con mis trabajillos sacados de analizar las revistas no llegaría a ningún sitio. Yo quería más gravedad, más hondura. Y lo primero que hice fue analizar quién era yo, tratar de entenderme.

P: ¿Por qué había querido ser artista?

R: Mis padres me apoyaron desde el principio [se detiene un momento y empieza de nuevo]. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía tres años. A mi padre le interesaba el arte y, como le digo, pensé que si yo hacía cosas artísticas, se interesaría por mí.

P: ¿Qué tipo de artista era su padre?

R: En los primeros años setenta le interesaban Jasper Johns y Rauschenberg. También tuvo una época en la que trató de pintar como Bacon. Recuerdo haber visto de niño la cabra de Rauschenberg o el lienzo Flag de Jasper Johns en casa… Oh, quiero decir en libros, claro. Por otro lado, mi padre se ganaba la vida de cocinero en un barco que hacía pesca de altura.

JORDI SOCÍAS

P: ¿Ha tenido una relación estrecha con el mar?

R: Sí. Mi abuelo materno trabajó siempre en la industria pesquera islandesa. En mi familia no había gente con estudios superiores, dos de cada cien, o algo así. Pero uno de ellos se dedicaba a hacer copias de esculturas griegas para museos. Su casa estaba cubierta de polvo blanco y plagada de copias de esculturas famosas. Recuerdo que me interesaba más la capa de polvo que las esculturas. Este tío mío no tenía familia, solo gatos, pero para mí él y su casa eran lo más misterioso que había conocido. Por eso pensé que estudiar arte era el único camino que podía elegir.

P: Una decisión temprana…

R: Luego como adolescente, a finales de los ochenta, vi la opción de ser artista como una manera de desconectar de la noción de productividad tan agobiante en la sociedad moderna. De modo que asocié arte a libertad. De forma muy naif creía que ser independiente de la sociedad me daría sensación de libertad. Muy pronto me di cuenta de que todo eso era una ilusión y de que ser libre solo significaba estar solo y ser insignificante.

P: ¿Abandonó la idea del artista bohemio y recuperó la productividad?

R: Por un tiempo intenté ser bohemio.

P: ¿Cuánto tiempo?

R: Puede que tres meses, pero me aburrió tanto tratar de ser vanguardista… Es un poco injusto que diga esto porque tengo amigos que lo hacen y con éxito. Y yo les admiro. Sin embargo, entendí que desconectar de la sociedad era un proceso creativo muy poco productivo. La creatividad yo la veía en la relación con la sociedad.

P: Y con 27 años, en 1994, optó por mudarse a Berlín, donde todavía tiene casa. ¿Por qué?

R: Copenhague está muy cerca de Berlín. Empecé a estudiar arte en 1989, dos meses antes de que cayera el Muro. Entre varios estudiantes alquilamos un coche y condujimos hasta allí la noche que comenzaron a romperlo. Éramos jóvenes y no entendíamos bien el momento, pero tras pasar seis meses en Nueva York y dos años en Colonia decidí que quería volver a aquella ciudad en construcción. Berlín era un lugar por hacer.

P: La oportunidad de disfrutar de otra identidad en la vida está muy presente en sus escritos.

R: Salir de Copenhague se convirtió en una vía para averiguar en qué era bueno. Busqué mi sitio. Trabajar con asuntos con los que realmente me identificaba me hizo más preciso. Aprendí más en dos meses en Berlín que en tres años en la escuela de arte.

P: ¿Hoy es usted rico?

R: Me siento rico. Trabajo en un mundo, el del arte, en el que uno ve mucha riqueza. En ese contexto, no soy rico. Pero tengo la suerte de moverme en muchos círculos, de los más convencionales a los menos. Y en muchos de ellos sí soy una persona con muchos recursos. No sé si rico es la palabra adecuada. En cualquier caso, soy muy afortunado.

P: ¿Por qué cree que la naturaleza y la tecnología deben entrar en los museos de arte?

R: ¿Habla de mi trabajo?

P: Me refiero a proyectos como The weather project, el sol artificial que expuso en la Tate Modern de Londres.

R: Supongo que no hace falta meter eso en un museo. Pero si piensa en cómo funciona nuestra sociedad, verá que cada zona tiene cierto propósito. Y que no quedan huecos. Así es que los museos son únicos porque lo que allí se comunica no sigue las normas que decodificamos sin pensar. El museo nos exige. Y nos da. Como artista, eso es una oportunidad única.

P: ¿Para qué?

R: Para ofrecer otra mirada. No hace falta evadirse. A veces puedes ofrecer una visión microscópica de lo que está pasando fuera, en la calle. Para mí, el museo es un lugar para sincronizar con el mundo actual. Es como hacer un chequeo en tu cabeza.

P: Ese chequeo ¿es político, es cultural, es espiritual?

R: Es humanista.

P: ¿No se puede hacer en la calle?

Para mí, el museo es un lugar para sincronizar con el mundo actual”

R: Sí se puede. A veces sucede frente a la buena arquitectura. A veces hablando con personas. Una atmósfera dinámica de ideas es la que te permite reconectarte con la sociedad. La gente debe ir a los museos no para desconectar del mundo, sino para conectar con él. Por eso defiendo llevar paisajes y tecnología al museo, para conectar a las personas con el mundo que está fuera de los museos.

P: Su trabajo habla de ecología, ética y responsabilidad. ¿Qué tienen de ecológico las cataratas que hizo brotar en Manhattan en su proyecto New York waterfalls por 15 millones de dólares? ¿Qué pasó con toda esa agua?

R: A veces pensamos en los paisajes que conocemos como algo inmóvil. Buscamos un lugar para que cuadre con lo que esperamos ver. Eso hace del mundo un lugar en dos dimensiones: buscamos el representado en el real. Pero uno no conoce a nadie en una imagen. Introducir una catarata es introducir movimiento; por tanto, tiempo y profundidad en un espacio que, a fuerza de verlo retratado, hemos terminado por aplanar. La diferencia entre ver dos o tres dimensiones es la diferencia entre ver imagen o espacio. Si ves espacio, ves gente. Si ves gente, ves diversidad, y cuando ves diversidad, la definición de lo que es normal se amplía.

P: ¿Y el agua?

R: Si puedes tocar, escuchar y sentir el agua, es más fácil que entiendas el papel del agua en nuestra sociedad que si lees un informe sobre lo mismo. El agua se reciclaba y volvía a salir.

P: En 2012, su estudio ideó una lamparita que funciona acumulando energía solar y ofrece luz para cinco horas. La llamaron Little sun. La publicidad mostraba a africanos subsaharianos alum­­brando sus casas o sus bicicletas con ella. ¿Cuántas ha vendido?

R: Creo que llevamos más de 200.000. Casi un tercio lo hemos vendido en África a un precio bajo. Dos tercios, en Europa por un precio mayor.

P: ¿La compramos nosotros, que no la necesitamos tanto?

R: La idea es compartir la responsabilidad del fin de los recursos. No es un producto que hable sobre el norte y el sur del planeta. Es un producto que habla sobre todos nosotros.

P: ¿A 19,50 euros la pieza, Little sun es una industria o una obra de arte?

R: La pieza es un producto. Todo lo que ha ocurrido con ella es una obra de arte.

P: El 5% de sus ganancias va a la asociación 121 Ethiopia para huérfanos de ese país, y a la vez trabaja para BMW o Louis Vuitton. ¿El arte puede servir a cualquier mecenas?

R: Disfruto arriesgando. En el mundo del arte convencional, puede ser un riesgo trabajar para estas compañías. Pero a mí me interesa la ingeniería, la artesanía y la innovación. Para liderar una compañía como esas se necesita mucho talento. Soy consciente de las brutales estructuras económicas que mantienen a estas compañías y de su falta de sensibilidad a la hora de potenciar identidades locales, pero trato de hacer balance y no creer nunca que soy demasiado bueno para trabajar para alguien. Si veo potencial para hacer algo creativo, no tengo miedo de trabajar con nadie.

P: En la última década se han escrito 45 libros sobre usted. ¿Tiene tanto que decir?

R: Y he venido a Madrid para hacer otro. Un libro es una manera de evitar hacer otra obra y evaluar lo que estás haciendo. No identifico libros con importancia. Solo hay que fijarse en todo lo que se publica.

P: Ha firmado la fachada del auditorio Harpa en Reikiavik, que ideó el arquitecto Henning Larsen y que ha ganado el Premio Mies van der Rohe, que concede la Unión Europea. Está terminando un puente en Copenhague y ha diseñado numerosos pabellones, incluido el de la Serpentine Gallery de Londres en 2007. ¿Qué aporta a la arquitectura?

R: Cuanto más trabajo con arquitectos, más sé que no soy uno de ellos. Respeto profundamente su profesión. Lo que puedo hacer es añadir a su trabajo lo que es el arte. Y esa aportación es compleja porque se acerca a un lugar de maneras inesperadas. Estoy a punto de comenzar un edificio entero de 600 metros sobre el agua de la costa danesa. Será para una fundación en la que trabajarán 150 personas.

P: ¿Y será una obra de arte?

R: Claro que sí.

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