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CLÁSICOS SOBRE RAÍLES / 2

Elogio de la lentitud

Es un fijo en la lista de los mejores trenes de lujo del mundo El Transcantábrico Clásico traiciona su nombre al discurrir en parte al sur de la cordillera. Une León con Santiago de Compostela, o viceversa, pasando por Palencia, Burgos, el País Vasco, Cantabria y Asturias Segunda entrega de viajes de autor por rutas emblemáticas del ferrocarril español

El Transcantábrico Clásico a su entrada en la estación de Cistierna (León).
El Transcantábrico Clásico a su entrada en la estación de Cistierna (León).GIANFRANCO TRIPODO

El Transcantábrico Clásico, que une León con Santiago de Compostela recorriendo Palencia, Burgos, el País Vasco, Cantabria y Asturias, ha cumplido treinta años. Nació en 1983 con la idea de hacer un tren de lujo en España, inspirado en parientes legendarios como el Transiberiano, el Canadiense o el Orient-Express. Recorre 1.032 kilómetros de vía estrecha a una velocidad muy moderada, y se convierte en una experiencia intensa por los paisajes y las ciudades, pueblos, museos e iglesias que se visitan casi sin pausa.

Su éxito lo avalan no solo su alta ocupación, sino también los numerosos premios recibidos, su aparición año tras año en la lista de los mejores trenes de lujo del mundo elaborada por la International Railway Travelers Society, o el hecho de que National Geographic lo incluya en sus propuestas viajeras. Frente a las prisas del AVE, el Transcantábrico es un elogio de la lentitud, de otra manera de viajar, en la que no importa la velocidad, sino el trayecto en sí, y en la que todo está pensado para la comodidad de un viajero que busca vivir a todo tren durante unos días, si se me permite la broma, en un viaje de corte cultural sin colas ni sofocos.

El tren. Cada coche cama tiene cuatro suites, todas con una ducha con hidrosauna y baño de vapor. La cama de matrimonio es ancha, pero no larga, lo que consigue algo insólito: que las personas bajas se alegren de su condición. Para los altos es el inconveniente de un tren de vía estrecha (el ancho es de un metro, sensiblemente inferior al ibérico y al europeo), pero eso mismo constituye también una ventaja, pues le permite tomar curvas más cerradas e internarse por lugares inaccesibles para otros trenes.

Las experiencias y los lugares se agolpan. Uno se sorprende pensando que si hoy es martes, esto es cabezón de la sal

Dentro del tren, la vida en sociedad se hace en cuatro bonitos coches salón Pullman, construidos en 1927 en Leeds (Reino Unido), con el deseable aire antiguo: suelo con alfombras y moquetas, carpintería de madera, sillas tapizadas de terciopelo y amplios ventanales, imprescindibles para disfrutar del paisaje, y con las comodidades actuales, como wifi. Desayunar en uno de esos coches, con los periódicos del día y el paisaje desfilando ante nuestros ojos, es uno de los placeres que ofrece este tren.

La comida. También la comida es algo que se cuida mucho en el Transcantábrico. En un par de ocasiones se come en marcha. El paisaje en movimiento lo hace más entretenido y es, además, lo que se espera de un viaje en tren a la antigua.

Si se empieza en León, el arroz con botillo y hortalizas del parador de San Marcos inicia las excelencias culinarias del viaje. El nivel es alto, y se disfruta de una variedad enorme, desde ternera del Esla y de Riaño hasta el cocido montañés, cecina y queso, morcilla y chorizo, fabada, merluza, mariscos, sin olvidar los postres, tartas, helados o unos riquísimos frixuelos (crepes) rellenos de manzana asada en el parador de Gijón, todo regado con vinos blancos y tintos. Se procura que se prueben las especialidades de las zonas por las que pasa, incluyendo la sidra, el chacolí o el albariño.

Y no falta alguna gracia, ya sea por lo que se come, como unas croquetas de bisonte (traído de Canadá) a unos pocos cientos de metros de las cuevas de Altamira, en el parador de San Gil, en Santillana del Mar, o por la ceremonia con que se envuelve, como en el mesón de los Templarios, en Villalcázar de Sirga, donde encontré refugio contra las moscas (moscas que no me molestaron del todo, pues me hacían más fácil imaginarme como un peregrino de una época en la que no existían insecticidas). Tras el estupendo lechazo churro, que se come con babero, y el postre, llega el licor del peregrino, una especie de queimada, pero con frutas. El mesonero lo quema diciendo unas palabras mientras con un cucharón lo remueve en su cuenco de barro, lo saca y lo vierte una y otra vez, convertido en una llama azulada. No sé si será capaz de resucitar a un muerto, pero mientras me ardía el gaznate sospeché que podría matar a un vivo.

En algún momento, ante la imparable sucesión de copiosas comidas y cenas, uno puede albergar la sospecha de que le estén cebando para convertirse él mismo en festín al término del viaje. Al fin y al cabo, los verdaderos peregrinos (pues el tren hace parte del Camino de Santiago Francés y del Camino del Norte) necesitan reponer fuerzas tras las caminatas, pero los pasajeros del Transcantábrico apenas hacen más ejercicio que algunos paseos y bajar y subir las escaleras del autobús que les lleva a los diferentes sitios que se visitan. Pero para el que se sienta agobiado por la sobrealimentación, también el Transcantábrico ofrece soluciones, y quien así lo decida puede saltarse la cena, quedarse descansando en su habitación y pedir que le sirvan algo más ligero, un sándwich o fruta. Aunque entonces será inevitable la sensación de haberse perdido algo…

Los viajeros y la tripulación. Los pasajeros del Transcantábrico suelen ser de edad bastante avanzada, pero, antes que viejos, viajados. Puesto que el viaje se prolonga durante siete días y en las comidas y cenas se comparten mesas, unos desde el principio y otros según se avanza, se van relacionando inevitablemente con los compañeros de tren. A lo largo de la temporada, alrededor del 55% son extranjeros, de países como Estados Unidos, México, Japón, Puerto Rico, Francia, Inglaterra, Australia, etcétera. Puede convertirse en una buena oportunidad para practicar idiomas, y en este sentido sería altamente recomendable para nuestros presidentes de Gobierno.

Para que el viajero no tenga queja, velan por su comodidad tres camareros, una guía que habla diversos idiomas y un técnico para solucionar los posibles problemas del tren, además del conductor del autocar, todos tan amables como requiere un viaje de estas características. Para algunos pasajeros, la apretada agenda resulta agotadora, y para otros, relajante, pues se da todo hecho con una eficacia extrema, y si uno quisiera ver tantas cosas por su cuenta, emplearía sin duda mucho más tiempo aún. Lo cierto es que las experiencias y los lugares se agolpan rápidamente, y no pocas veces uno se sorprende pensando aquello de si hoy es martes, esto es Cabezón de la Sal, y al segundo día tiene la sensación de que ya lleva cuatro o cinco viajando.

El viaje lo es también por las especialidades culinarias locales. En un par de ocasiones se come en marcha (en la imagen, el cocinero del tren en plena faena).
El viaje lo es también por las especialidades culinarias locales. En un par de ocasiones se come en marcha (en la imagen, el cocinero del tren en plena faena).GIANFRANCO TRIPODO

Una noche hay una actuación en directo de un cantautor, Javier Rovés; el último día, la tripulación organiza una fiesta de despedida, en la que se elige a Miss y Míster Transcantábrico, además de al pasajero más sexi y al más simpático. Y es que este tren tiene mucho de crucero sobre tierra. Recordando Vacaciones en el mar, la antigua serie estadounidense de televisión, uno imagina Vacaciones en el tren, con grupos variopintos de viajeros de diversos continentes y la tripulación de ambos sexos siempre atenta. Supongo que habría que hacer más fiestas y concursos y rebajar drásticamente el componente cultural del viaje para que semejante serie tuviera alguna posibilidad de éxito.

Imágenes y paisajes. El nombre del tren es traicionado por una parte del itinerario, que discurre por el interior, al sur de la cordillera Cantábrica, pero gracias a esa traición resulta más rico. La variedad gastronómica tiene su equivalente en la paisajística, y no muchos trenes pueden en el mundo presumir de tantos cambios en tan pocos kilómetros.

Los paisajes, a menudo espectaculares, se presentan con un cierto orden, del verde y amarillo castellano en el estío al verde y azul o gris del Cantábrico en cualquier estación. En el Camino de Santiago Francés, en Castilla la Vieja y León, abundan los campos de cereales y los palomares, con árboles aquí y allá, y zonas de bosque. Probablemente Frómista, en Tierra de Campos, provenga de la palabra latina frumentum, trigo. Después vendrán los hórreos y el verde de los pastos del norte y el azul del mar. El cielo cambiante, despejado o tormentoso, contribuye a esa variedad. Dentro de esa sucesión ordenada, a veces se adelanta algo, y entre Mataporquera y Villasana de Mena se bordean 18 kilómetros del pantano del Ebro, y es como un aviso (o como un recuerdo, según sea el sentido del viaje) de las rías que están por llegar, pues el pantano es tan grande que se pierde la vista en el horizonte y parece abrirse al mar.

Las imágenes, ya sea a través de los ventanales del tren, desde las ventanas del autobús o vistas a pie, son tantas que resulta difícil elegir. Recuerdo la ría del Eo desde el parador de Ribadeo, con Castropol enfrente, un pueblín asturiano de fachadas blancas y tejados de pizarra, rodeado de montañas y pastos, con una iglesia en lo alto de la colina, equilibrado, limpio, armonioso; la playa de las Catedrales, en Lugo, donde las rocas juegan a construir puentes, arbotantes y naves de iglesias; el puente de Cangas de Onís, sobre el Sella, llamado Romano, aunque se construyó en tiempos de Alfonso XI, del que cuelga una reproducción de la cruz de la Victoria que se conserva en la catedral de Oviedo; el cementerio de Luarca, en el que está enterrado Severo Ochoa, con sus templetes y, al fondo, el mar y la playa con una línea de casetas de colores; el interior de la iglesia de Santa María en Viveiro, cuyo párroco abrió amablemente para los viajeros del Transcantábrico, con sus bellas y estilizadas columnas; la plaza del Obradoiro, con la catedral y el Hostal de los Reyes Católicos, impresionante final para el Camino de Santiago; la niebla avanzando como un ejército de fantasmas entre los bosques, con el Esla aguardándola; las calles de Santillana del Mar flanqueadas por antiguas casas de piedra blasonadas; la iglesia románica de San Martín de Frómista, preciosa en su sencillez; la neocueva de Altamira, cuyos bisontes pintados con increíble ingenio aprovechando los relieves de la roca emocionan incluso a sabiendas de que se trata de réplicas; el casco antiguo de León y el claustro del parador de San Marcos; los lagos de Covadonga, en los Picos de Europa, con varios buitres planeando en el cielo azul; y en fin, el propio tren, en una curva, como una serpiente blanca y azul, siendo engullido por un túnel que pronto te engullirá a ti…

Un viaje sirve para volver a mirar el mundo. Los contrastes no se dan solo en los paisajes, sino también en las actitudes

La campanilla. A las ocho de la mañana, todos los días el viajero oye, casi como en un sueño, el sonido de una campanilla que se va acercando y haciendo más fuerte. Es el toque de queda tradicional de un tren, y puede convertirse en una pequeña pesadilla para los dormilones o los trasnochadores que se hayan tomado una copa en el casino de Santander. Anima saber que esperan una confortable ducha y un excelente desayuno. Únicamente en Villasana de Mena el tren arranca antes de que la temible campanilla inicie su crescendo, y parece hecho adrede para recordar cómo es intentar dormir con el traqueteo de un tren, y disfrutar así más de la ventaja de no hacerlo. Cuando en el santuario de Covadonga, donde don Pelayo inició la Reconquista, veo la Campanona, me doy cuenta de que así es como se aparece en mis sueños la pequeña campanilla del tren.

Por la noche, el Transcantábrico se detiene en pequeñas estaciones de pueblo, para mayor comodidad de los viajeros y por la logística del propio tren.

Pequeñas sorpresas. Queda claro que para quien le guste improvisar, deteste los horarios fijos y le incomode compartir mesa con desconocidos, el Transcantábrico no es su viaje. Sin embargo, siempre hay lugar para lo inesperado: una libélula enorme, que hace casi tanto ruido como un helicóptero, amarilla, negra y azul, que irrumpe en la suite, y que obliga al viajero a ingeniárselas para expulsarla sin hacerle daño (en mi caso, usando una toalla como una red); la onírica imagen de la torre de una iglesia que emerge de las aguas del pantano del Ebro, y que me hace pensar por un momento no que soy una mariposa que ha soñado que es un hombre, pero sí Francisco I soñando con el renacer de la Iglesia; la parada en pendiente del tren en plena ducha, con lo que el agua rebosa el borde y el viajero no puede abrir la mampara, so pena de inundar el baño, hasta que se reanude la marcha…

Contrastes. Un viaje sirve también para reflexionar, para volver a mirar el mundo, y los contrastes no se dan solo en los paisajes, sino también en las actitudes. Desde el autocar vimos las ruinas del castillo de los condes de Saldaña, en el que murió doña Urraca I. En 1909, una riada se llevó el puente sobre el Carrión, y para reconstruirlo se utilizaron las piedras del castillo palentino, que quedó reducido a unas irreconocibles torres sobre una colina. Existe un dibujo del siglo XIX que nos permite comprobar cómo se hallaba antes de la riada humana, erguido y orgulloso. Apenas a seis kilómetros de allí, en la villa romana de La Olmeda, hallamos, frente a este ejemplo de falta de respeto por el pasado, uno de civismo, el de Javier Cortés.

La Olmeda fue una explotación agropecuaria del siglo IV después de Cristo. Abandonada en el siglo V, ocupada y destrozada en la época visigoda, acabó enterrada. Fue descubierta en 1968 por Javier Cortés Álvarez de Miranda mientras cultivaba los terrenos de su propiedad. Durante unos años se dedicó a sacar los restos a la luz, invirtiendo su dinero, hasta que comprendió que la tarea le superaba. La Diputación de Palencia se hizo entonces cargo de ellos, y se abrió al público. Lo más destacable son los mosaicos, un conjunto impresionante que ocupa 1.500 metros cuadrados y que no se ha movido de su ubicación original. Es una de las visitas que hacen que el Transcantábrico se grabe en la memoria.

Diametralmente opuestas han sido también las experiencias del Guggenheim de Bilbao y el Centro Niemeyer de Avilés, dos magníficos edificios que ilustran lo que la arquitectura moderna ha aportado al arte. Pero mientras el museo bilbaíno ha sido un revulsivo para la ciudad, el avilesino apenas sobrevive con respiración asistida. Bajarse del autocar del Transcantábrico y verlo, tan hermoso e inútil, resulta desolador, pero también muy instructivo. Es una metáfora de los dispendios y los errores de gestión de tantos años.

Espectador. El viajero del Transcantábrico se convierte no solo en un espec­­tador del pasado, sino también de la vida actual. Ese es el gran lujo escondido. Motoristas en sus Harley-Davidson, una tienda india (un tipi) en el jardín de una casa, un almacén con chatarra, un caballo corriendo, una casa con su huerto y la ropa tendida, un cazador con la escopeta y el perro, un pastor con su cayado observando cómo pacen sus ovejas, un cuervo posado en un trigal ya cosechado, unos niños que dicen adiós al tren, una anciana en Asturias que deja de barrer el suelo a los pies de un hórreo para lanzar besos a nuestro paso, gesto que nunca la convertirá en noticia…

Sentir cómo todo se suspende por unos segundos, en un túnel que no sabes cuánto durará, que te sume en la más completa oscuridad, para que de pronto todo estalle de nuevo en un paisaje colorido y hermoso. Mirar por la ventana, ver pasar el tiempo y la vida. Nadie pagaría por eso, pensando que se puede hacer en cualquier momento. Pero cuando acaba el viaje del Transcantábrico, ya de vuelta en casa, descubres con cierto asombro no que puedes hacerlo cuando quieras, sino que realmente lo has hecho, y que el inesperado tesoro que te regala este tren cuando está en movimiento es el sosiego de la lentitud.

Más información sobre el trayecto en la web eltranscantabricoclasico.com.

El viaje dura ocho días (siete noches). El precio en suite doble es de 2.700 euros por persona (3.700 en suite individual). Incluye todas las comidas, excursiones y entradas a los distintos recintos. El tren circula entre marzo y octubre.

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