Obras que transforman el mundo
Convivimos con túneles, autopistas y aeropuertos. La costumbre de su presencia los convierte en trabajos que pasan inadvertidos aunque no sean invisibles Una exposición el próximo junio en CaixaForum retrata grandes obras de ingeniería de la empresa Ferrovial que han contribuido a cambiar la geografía del planeta
Más allá de los edificios, por encima de las ciudades, la ingeniería trabaja con la escala de la naturaleza: construye el mundo. Las suyas no son obras espectaculares, son empeños ingentes, tan osados como poco ostentosos. Atravesar un mar, construir en el aire que queda entre dos cimas, levantar edificios del tamaño de un portaaviones o desenmarañar un ovillo de autopistas para que miles de coches se muevan como si fueran pocos es el trabajo de los ingenieros, que calculan con un pie en la tecnología y otro en la reinvención de la geografía del planeta.
Su obra, tan útil como poco visible –no por invisible, sino por la costumbre de convivir con carreteras, túneles y aeropuertos–, retrata las prioridades de nuestra sociedad masificada, sofisticada y compleja, obsesionada con crecer, acelerar y llegar. Su trabajo oculta la osamenta del mundo al tiempo que desvela nuestros valores y prioridades. El fotógrafo José Manuel Ballester ha retratado las obras que la empresa española de infraestructuras y servicios Ferrovial ha levantado por el planeta en sus 60 años de existencia. Proyectos transformadores que alteran el lugar donde vivimos tanto como nuestra vida. La muestra Ferrovial según la mirada de José Manuel Ballester expondrá en CaixaForum esos escenarios inabarcables con la mirada, pensados para resistir.
El único capricho es el reto, la obstinación, “el empeño en llegar al límite de lo que el ser humano es capaz de resolver”. Lo cuenta el ingeniero de caminos Javier Manterola, uno de los expertos nacionales en tender puentes entre puntos que la naturaleza no ha querido unir. Para él, la osadía de tratar de ver más allá de lo evidente y la resistencia asientan la magnificencia de la ingeniería, la hermana técnica de la arquitectura con la que Brunelleschi, Pier Luigi Nervi, Félix Candela o Peter Rice materializaron no pocas de las obras maestras más necesarias de la historia.
Algunos de esos trabajos se encuentran en España. Y rara vez se visitan, simplemente se dan por hechos. Es poco habitual que los ciudadanos nos preguntemos de dónde llegan las cosas. El conocimiento de lo que se esconde detrás de un grifo por el que mana agua potable podría compararse a la conciencia. Saber de dónde salen las cosas y conocer cuánto cuestan cambia la percepción de la vida. Y la escala de valores. José Manuel Ballester lo confirma. Este fotógrafo formado como pintor recorrió el año pasado 31.416 kilómetros para cruzar las visiones estética, tecnológica, geográfica y social que se dan cita en las grandes obras de ingeniería. Sin embargo, todavía hoy no comprende cómo las hediondas aguas turbias estancadas junto a la depuradora de Bens, en A Coruña, rebrotan cristalinas tras un proceso industrial. No logra entender cómo un solo trazo resuelve la apelmazada circulación de una ciudad como Toronto.
La tecnología puede avanzar mucho más. la cuestión es si nosotros estamos preparados”
Tras un año tratando de encerrar en una imagen la grandeza y la complejidad del trabajo de los ingenieros, a Ballester le sorprende que el mundo siga teniendo espacio para los sueños de velocidad y movilidad de los hombres. Habla de Londres, donde su búsqueda fue subterránea. A 40 metros bajo tierra, dos nuevos túneles perforan el subsuelo de la ciudad, ignorante de cuanto se cuece en sus entrañas. Que nada se pare mientras ellos avanzan parece una de las consignas de los ingenieros. Ballester explica el caso de Dallas, en Estados Unidos, donde las obras de la autopista LVJ se realizaron sin que los ciudadanos tuvieran que aparcar sus coches. Ese esfuerzo monumental, pero discreto, de los ingenieros maneja una escala sobrehumana que reinventa el planeta. Y es en esa osadía donde se concentra el mayor logro y la mayor duda que se les puede plantear a estos técnicos. ¿Hasta dónde se puede modificar la Tierra? “Es difícil pronosticarlo”, responde Santiago Pérez-Fadón, que lleva 42 años trabajando en Ferrovial. “En Colombia estamos construyendo una presa como una montaña, de 300 metros de altura”. ¿Cuánto nos cambia esa transformación? “La velocidad de los avances tecnológicos viene más frenada por la adaptación del ser humano que por las posibilidades de la técnica”, asegura.
Ante las cantidades atroces (de kilómetros, de materiales) que arroja la visión de las tripas del mundo desde la primera fila de la tecnología, la pregunta es si esas medidas ingentes no serán demasiado grandes para nuestro tamaño como personas. ¿Necesitamos edificios como montañas? ¿Precisamos autopistas que nos permitan movernos a una velocidad que no alcanzamos a ver? La ingeniería transforma el mundo, y a nosotros como parte de ese mundo.
Ha sucedido siempre así. Pero parece que la velocidad y la escala no tienen vuelta atrás. Pérez-Fadón cita otra empresa española, Sacyr, que en Italia ganó el concurso para unir Sicilia con la península mediante un puente colgante de 3,2 kilómetros. “Más de tres kilómetros suspendidos en el aire. La tecnología puede avanzar mucho más. La cuestión es si estamos preparados nosotros”. Ballester lo duda. Pone como ejemplo los kilómetros de autopistas que ha recorrido para, al final, retratar a los coches desde un helicóptero: el ojo humano no daba para abarcar los bucles infinitos que forman las carreteras. “En España se juntan dos y tres carriles, pero en Estados Unidos se solapan nueve. Llega un momento en que la visión trampea y todas las carreteras resultan iguales”, explica. Se diría que es la escala, y no lo específico, lo que está definiendo nuestro paso por el mundo. Y la ingeniería, la huella de nuestro movimiento, atraviesa, envuelve y construye un nuevo orbe a escala 1:1.
Un paseo por 60 años en la historia de la ingeniería ilustra la evolución de esta disciplina, empeñada en superar retos y en hacer más cómodo el mundo. Así, las cubiertas que el ingeniero Eduardo Torroja empleó en el hipódromo de la Zarzuela de Madrid en 1941 son ondas de hormigón armado que parecen levitar sobre el edificio de Carlos Arniches y Martín Domínguez. De tan leves y armónicos, esos voladizos de casi 13 metros de ancho parecen sencillos, pero Torroja aclaró toda duda: “El resultado genial de un momento de inspiración es siempre el epílogo de un drama”, escribió relatando el descomunal esfuerzo que encierran las obras más limpias. Sin nervios ni refuerzos, esas cubiertas tienen la levedad de una hoja (cinco centímetros en los extremos) y el ritmo liviano del galope. Por eso demuestran la capacidad expresiva de un material calculado por un ingeniero: provocan la admiración ante quien se ha empeñado en conseguir una respuesta que mejora el mundo.
En la misma ciudad, los 65 años que separan el hipódromo y la terminal T-4 de Barajas definen una idea del progreso más industrial que humanista. La terminal tiene una escala planetaria, 1,2 kilómetros de longitud, pero la arquitectura esmerada de Richard Rogers y el Estudio Lamela está ya casi completamente industrializada. Son las partes las que forman el todo de este edificio, que a pesar de su tamaño se antoja él mismo como un fragmento que podría llegar a crecer hasta el infinito. Hay proyectos que delatan la mano del hombre. Otros la borran anteponiendo precisión a humanidad.
La historia de la ingeniería ilustra su empeño en superar retos y hacer más cómodo el mundo
Las visiones cruzadas entre el ojo que busca dónde agarrarse, y a veces dónde perderse, de Ballester y la tecnología de una empresa dedicada a levantar y mantener edificios empezaron en 1985, cuando el artista madrileño fotografió la ampliación de la estación de Atocha que realizó Rafael Moneo. De rastrear la obra terminada, Ballester ha pasado a retratar su proceso de construcción. Para preparar esta muestra descendió al subsuelo (a los más de seis kilómetros de nuevos túneles de Londres) y se elevó por los aires para plasmar la visión caleidoscópica de la autopista 407 ETR a su llegada a Toronto.
Ese ojo que perfora en los túneles del Crossrail londinense sufre de vértigo en el extrarradio de Éibar, cuando la autopista Bilbao-Behovia alcanza el viaducto de Chonta que sobrevuela, y parece rozar, los inmuebles que anuncian la llegada a la ciudad. Esa imagen paradójica que combina la resistencia de un puente, la audacia de un nuevo camino con un límite físico y la realidad de un mundo a capas encierra un puñado de términos contradictorios: violencia y belleza, audacia y resignación, velocidad y estancamiento. El destrozo que implica cualquier transformación puede leerse también en el reportaje de Ballester para Ferrovial. Que hacer implica deshacer o rehacer es evidente en ese viaducto que a finales de los sesenta coronó la llegada a Éibar del progreso que asociamos con una vía rápida.
Frente a esa sombra que proyecta la audaz autopista para que el mundo no se detenga, hay obras que literalmente reinventan el suelo. El muelle AZ1 del nuevo puerto de Bilbao también parece un proyecto infinito. Ganar terreno al mar es una constante en la supervivencia de países como Holanda, que se protegen de este invadiendo sus aguas con la construcción de diques y pólderes. Progreso para unos y desastre ecológico para otros, pocas intervenciones dan idea de la capacidad de la ingeniería para metamorfosear la naturaleza como la transformación de la materia, de líquido a sólido, que se da en las islas artificiales que Dubái ha sembrado en su costa o en los puertos holandeses, cada vez más adentrados en el mar del Norte.
Hace dos décadas que el puerto de Bilbao decidió trasladar sus muelles desde el centro de la ciudad hasta un lugar que antes no existía: los terrenos ganados a la bahía de El Abra. Se conquistaba así espacio para los ciudadanos y para nuevos negocios: se repoblaron barrios como Urbitarte o Abandoibarra. A cambio, nuevos territorios, como el muelle AZ1, se adentraron en el Cantábrico. A Ballester le contaron que para resistir la fuerza del mar, el muelle se tuvo que apoyar en cubos de hormigón de dimensiones descomunales. Pero todo estaba en calma cuando él llegó allí. Por eso eligió retratar la paradoja de ese paisaje: un lugar de bullicio en un momento de soledad; un espacio que, siendo nuevo, habla del paso del tiempo; un dique que, teniendo el mar a ambos lados, crece en vertical sembrado de molinos que acumulan energía eólica.
Más allá de recuperar el pasado, transformar el presente y anunciar el futuro, hay obras que estiran sus objetivos como si el tiempo tuviera cuatro puntos cardinales. También tienden puentes. La sede de CaixaForum que Jacques Herzog y Pierre de Meuron levantaron en Madrid no solo recuperó un edificio industrial, también convirtió el problema urbano que es una medianera en una oportunidad para ensayar en Madrid un jardín vertical proyectado por Patrick Blanc. La nueva cubierta de cobre, que en lugar de enmascarar al paso del tiempo lo anuncia con un cambio de color, y el verde frondoso del jardín bien mantenido constituyen un mensaje plural de colaboración y civismo.
El mundo se transforma con proyectos que nos empequeñecen, pero la escala diminuta de los insectos y las plantas de ese jardín importa. Innovación y conservación, mantenimiento y planificación, deben ir de la mano. El planeta se transforma con la ingeniería, lo que altera nuestras vidas. Sesenta años en la primera fila de esta disciplina lo demuestran: las infraestructuras anuncian retos que no somos capaces de imaginar. No deberíamos perdernos lo que no conseguimos ver. No deberíamos construir nada que no seamos capaces de cuidar.
La exposición ‘Ferrovial según la mirada de José Manuel Ballester’ se podrá ver en CaixaForum de Madrid desde el próximo 12 de junio hasta el 30 de julio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.