Bigas Luna, Eva bajo una higuera del Mediterráneo
Jugaba a elevar la impostura a obra de arte y poseía un hábil instinto para hacerse querer Dos amigos del desaparecido cineasta evocan su recuerdo con la imagen y la palabra
Bigas Luna se había tomado muchas ventajas a la hora de crearse un mundo propio. Su estética iba del ajo y la cebolla a la fibra óptica, del aceite virgen de oliva y los calçots a la física cuántica, de la paella seguida del consabido regüeldo a la inmaterialidad del ente digital. Esta horquilla se ampliaba más aun cuando trataba de someter a un diseño zen su obsesión por la leche femenina manando con violencia del pezón de una novicia, y su idea del sexo como fruta tropical, un erotismo de garrafa, envasado con el glamour de revista de lujo para ejecutivos masturbatorios. Bigas Luna tenía un lado de simpático e impúdico impostor, obsesionado por la seducción. Luchaba por descubrir la profundidad de la superficie de las cosas, por elevar el envase a filosofía; se sentía seguidor de la nueva mirada creativa que descubrió Marcel Duchamp sobre los objetos encontrados, pero Bigas convertía ese descubrimiento estético en un suceso siempre detonante. En lugar de transformar un urinario en escultura con solo cambiarlo de lugar, colocó un jamón recostado como un icono en una silla diseñada por Tusquets. Este juego requiere primero elevar la impostura a obra de arte.
Tenía un lado de simpático e impúdico impostor, obsesionado por la seducción”
A las cinco de la tarde de un día de agosto, bajo una ola de calor sahariano que invadía la soledad de un Madrid deshabitado, Bigas Luna había citado en un hotel de las afueras, cerca de los fulminados yesares de Arganda, al guionista Rafael Azcona para contarle el argumento de una posible película que podría interesarle. Como buen profesional, Azcona acudió puntualmente a la cita y esperó en el vestíbulo durante media hora. Finalmente, Bigas bajó de la habitación vestido de Bigas Luna: traje negro de Antonio Miró, sombrero blanco de paja y zapatos blancos, con un capachete en la espalda sujeto con dos reatas por las axilas. Frente a un agua mineral, Bigas comenzó a hablar.
“Se trata de una visión de la Quinta Avenida de Nueva York a plena luz del día. En medio del trajín ciudadano, de pronto cae del cielo un aerolito, impacta cerca del Central Park, produce una inmensa nube de ceniza, y del interior de esa nube, los gases forman la figura compacta de un humanoide, que toma vida y comienza a caminar. La película consistiría en seguir a ese extraño ser por la calles de Nueva York para ver qué coño le pasa. ¿Qué te parece?”.
Rafael Azcona, que había atendido a la narración, no sin asombro, con media sonrisa irónica, se levantó y le dijo sin más: “Oye, ¿y por qué no te vas a tomar por el culo?”. Dio media vuelta y se largó. Años después, cuando el productor Andrés Vicente Gómez le propuso escribir el guion de Son de mar, que iba a realizar Bigas Luna, Rafael Azcona volvió a comportarse como un profesional. Sometió su aceptación al criterio de Bigas, ante el temor de que, tal vez, podría sentirse agraviado todavía por aquella lejana afrenta, pero Bigas no solo recordaba el desplante con placer, sino que lo ponderaba como uno de los lances más graciosos que le habían sucedido nunca. Esa frivolidad era la esencia de su creación. En este caso, la usó para seducir a un guionista, al que admiraba sobremanera y con el que estaba obsesionado con trabajar.
Llevo asociada la imagen de este cineasta a instantes de placer, a risas de sobremesa”
Conocí a Bigas Luna más o menos por ese tiempo. Me lo presentó el montador Pablo del Amo ante un arroz meloso compartido. Desde el primer momento llevo asociada la imagen de este cineasta a instantes de placer, a risas de sobremesa, a viajes por el Mediterráneo con amigos en busca de localizaciones para la película Son de mar. Una vez más usó su talento especial para descubrir artistas en agraz, y lo hacía como un degustador. En Jamón jamón dio luz a tres estrellas de una tacada, Javier Bardem, Penélope Cruz y Jordi Mollà, y en Son de mar, a Leonor Watling, pero antes de darle el papel de Martina buscó a su nueva heroína en el mercado central de Valencia. Se paseó como un entomólogo por los pasillos iluminados por los altos vitrales modernistas tratando de cazar a través de la pantalla de su vídeo de última generación el rostro de cualquier adolescente lozana entre los puestos de frutas y verduras. Un casting con Bigas era una degustación.
Un mes de marzo, con la primavera mediterránea reventando por todas las costuras, cerca de Fallas, a las dos del mediodía disparaban la mascletá en la plaza del Ayuntamiento de Valencia, y aquel fervor de pólvora y ruido significaban el despropósito y exceso que Bigas necesitaba para excitarse. Por fuera parecía un pequeño buda, redondo, feliz, sonriente y sensual; por dentro era un ser convulso que siempre estaba a punto de atrapar el higo que deseaba y nunca lo alcanzaba, pero esta imposible conquista la compensaba con el instinto de hacerse querer por las actrices que elegía, a las que mimaba, les amasaba el alma con las propias manos, las adoraba hasta hacerlas creerse diosas durante el rodaje.
Ese instinto por agradar también lo desarrolló con Azcona. Aunque la empresa era difícil, bastaron un par de sobremesas junto al mar para que el guionista, a veces tan hosco, se rindiera ante las artes de Bigas. Azcona se refería a él con una simpática ironía como “el de Tarragona”. Años después, cuando me preguntaba por Bigas siempre decía: “¿Qué se sabe del de Tarragona?”. La masía que Bigas tenía en La Riera de Gaià, Can Virgili, era una especie de santuario donde habitaban todos sus dioses, hortalizas ecológicas, burros de colección y aparatos digitales.
En la radio sonaba la trompeta de Chocolate Armenteros, camino de Dénia, con Ángel Sánchez Harguindey y Bigas en el coche. Buscado localizaciones para la película Son de mar, a mitad del trayecto nos detuvimos en un prostíbulo de lujo, levantado entre naranjos, que en ese momento estaban en flor con la consabida peste de azahar expandida por todo el reino. El establecimiento era propiedad de un tal don Juan, un sesentón con fular de seda, recién operado del estómago en una clínica de Navarra, que nos atendió con la amabilidad y la cortesía de un fino esnob, fumando a duras penas un pitillo de Chesterfield. En cuanto supo nuestro propósito se dispuso a enseñarnos todas las dependencias, habitaciones individuales y dobles, algunas hasta con siete camas, para orgías y despedidas de solteros, con vídeos, bañeras y jacuzzis colectivos, mármoles y grifería dorada. Bigas le seguía feliz tomando notas. Don Juan presumía de ser generoso con ese medio centenar de pupilas de las que ponderaba las cualidades de cada una como un tratante de ganado. Don Juan decía: “A mis chicas solo les exijo tres cosas, que no masquen chicle, que no arrastren los pies y que se sienten con las espaldas bien erguidas, con los riñones para dentro. El día de mi santo les doy fiesta, no trabajan y les permito que se bañen todas juntas en la piscina de la terraza. No sabéis qué alegría, cuántos gritos de felicidad, qué jolgorio. Si se rueda aquí la película el día de San Juan ya veréis qué espectáculo”.
La noche anterior había sucedido un percance grave en ese prostíbulo. Un cliente cayó fulminado por un infarto seco en mitad de la felación que le proporcionaba una brasileña. Hubo un desconcierto entre las pupilas porque el cliente no llevaba carné de identidad. ¿Qué hacer con el fiambre? Don Juan tenía la solución. Consistió en esperar a la hora de cierre del prostíbulo, las tres de la madrugada, e investigar los papeles del único coche que había quedado en el aparcamiento, que sin duda sería el del cliente muerto. En la guantera estaba su documentación. Era un rico huertano, un señor honorable. Don Juan llamó al domicilio del finado y a media voz contó el caso a uno de los hijos. Juntos convinieron en notificar a la mujer que su esposo había tenido un derrame cerebral durante la conferencia sobre enfermedades de los cítricos en el Círculo Mercantil. Bigas tomaba notas de estos lances de la vida en directo. Imaginaba que este percance podría formar parte de Son de mar, pero, como sucede a menudo, el lance quedó fuera del guion. Pese a su porte elegante y canijo, con apenas fuerzas para respirar, el dueño del prostíbulo era un tipo sumamente duro, nada que ver con los tópicos del mafioso al que nos tienen acostumbrados las novelas malas. Una inmobiliaria acababa de quebrar. Don Juan había invertido en ese negocio del ladrillo unos cien millones, la mayor parte en negro, producto de la trata de blancas. Solo tuvo que realizar dos llamadas, una al gerente de la empresa para exigir su dinero en 24 horas y otra a un número de teléfono desconocido. Al día siguiente se presentó en su despacho del prostíbulo un tipo con una bolsa de El Corte Inglés con todos los millones. Bigas Luna había realizado una película famosa sobre estos constructores de los huevos de oro, pero delante tenía a uno que no se parecía a Javier Bardem, era un auténtico ejemplar, más que ningún otro, de la codicia inmobiliaria que arruinó el litoral del Mediterráneo.
Mimaba a sus actrices, las adoraba hasta hacerlas creerse diosas durante el rodaje”
Los días que pasé en Dénia con los amigos Bigas, Ángel Sánchez Harguindey y Rafael Azcona, sin hacer nada sino dejarse llevar, fueron esa ocasión feliz por la que uno da por bueno estar en este mundo. En el silencio preternatural de una cala resonaba hasta alta mar el buril eléctrico de un tipo que estaba limpiando la herrumbre de una paellera para 1.500 comensales que iban a celebrar una fiesta el día siguiente. “La paellera estaba oxidada. Se ha pasado a la intemperie todo el invierno porque, debido a su tamaño, no puede entrar por la puerta del restaurante”, decía el dueño.
Durante un tiempo, Bigas me mandaba tomates y pimientos ecológicos que cultivaba en la huerta de su masía. Llegaban a Dénia en una caja de lujo como un tesoro, y yo le correspondía con otra caja de habas y alcachofas tratadas más o menos con el mismo amor. Cosa de intelectuales. El último Bigas que traté fue en el cabaré El Plata, de Zaragoza, donde le habían encargado montar el espectáculo. Una vez más, la desmesura y su instinto de voyeur llegaron al límite. Un baturro vestido con todos sus arreos, calzón, zaragüelles, alpargatas, faja, jubón y cachirulo, le cantaba una jota a una chica galáctica que hacía un strip-tease en medio de un festín de tetas manando leche, paellas y jóvenes priápicos; una vez más, todo el repertorio, desde el ajo hasta la fibra óptica, desde el sexo de garrafa hasta la finura del láser. Bigas Luna había empezado con películas rompedoras, Bilbao, Caniche; había terminado divirtiéndose en busca de la misma Eva bajo una higuera del Mediterráneo. Al final siempre acababa haciéndose querer. Era su arte.
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