Tener y perder
¿Quién no ha sentido el deseo de dejar de ser quien es? ¿De liberarse de uno mismo?
Daniel Mordzinski es un argentino pelirrojo que vive en París. Además es un hombre encantador y un fotógrafo monumental, uno de los mejores retratistas del mundo, especializado en escritores de las lenguas española y portuguesa. Este Mordzinski callado y laborioso como una abeja (el símil no es casual: siempre le recuerdo revoloteando con aplicación en torno a sus modelos) sufrió hace cosa de un mes una de esas catástrofes que te cambian la vida y de la que probablemente hayan oído hablar, porque se ha publicado bastante sobre el tema: por una concatenación de circunstancias absurdas no del todo aclaradas, sus archivos fotográficos de 27 años de profesión resultaron destruidos. Estaban guardados en un armario de un despacho de Le Monde, y una remodelación del lugar, más una tonelada de mala suerte, hizo que las fotos acabaran desapareciendo. Estas carambolas desdichadas suceden a menudo. A la vida parecen gustarle los dramas estúpidos.
He pensado a menudo en estas últimas semanas sobre Daniel. Los archivos estaban compuestos por negativos de antaño, y sólo se han salvado unos pocos centenares que fueron digitalizados para alguna de las numerosas exposiciones que Mordzinski ha hecho. Los demás retratos, muchos de autores ya fallecidos, se han perdido para siempre. Polvo sobre polvo. Para un fotógrafo que, como Daniel, ha vivido la vida a través de su objetivo, es como si le hubieran extirpado la memoria. No sólo ha perdido su capital de trabajo, sino que además debe de sentirse lobotomizado.
¿Quién no ha sentido el deseo de dejar de ser quien es? ¿De liberarse de uno mismo?"
Y sin embargo… Hace muchos años, mientras estaba de viaje, vi un documental inglés en la televisión de algún hotel. Un hombre de edad madura estaba contando la tragedia que había vivido cuando su casa se quemó y lo perdió todo; era un reportaje dramático sobre las víctimas de un gran incendio sucedido tiempo atrás, ahora no recuerdo cuando, quizá en la guerra, y al principio el hombre se mantuvo dentro de la línea narrativa convencional para este tipo de testimonios: contó que se vio frente a las ruinas humeantes sin otra posesión que lo que llevaba encima, desolado, incrédulo, sumido en la desesperación… De pronto se detuvo, carraspeó y añadió con cierta timidez: “Aunque debo decir que también sentí otra cosa… Fue muy raro, pero también me sentí libre. Ligero”.
Recuerdo sus palabras porque me chocaron: yo era joven y no sé si por entonces sabía lo mucho que puede llegar a pesar la propia vida. Pero hoy le entiendo bien. ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo de dejar de ser quien es? ¿De liberarse de uno mismo? Siempre me ha maravillado ese cuento magistral de Nathaniel Hawthorne, Wakefield, que narra la estrambótica historia de un probo caballero del siglo XIX que un día sale de su casa como quien dice para comprar tabaco y ya no vuelve a regresar en muchos años. Pero lo más genial es que el hombre se alquila un piso frente a su antiguo hogar, desde el que contempla, año tras año, la desolación de sus familiares y el hueco de su propia ausencia. Una idea estremecedora. Siempre me imagino a Hawthorne deseando desaparecer y añorando esa nada.
La vida es perder. Cada día vamos perdiendo posibilidades de futuro, amigos y familiares, vista, cabellos, dientes, neuronas. Lo vamos perdiendo todo inexorablemente hasta la gran pérdida final. Pero sin esas pérdidas, claro está, tampoco habría ningún movimiento, ningún devenir. Siempre seríamos el bebé en la cuna que se mea encima. Hay gente, sin embargo, que no soporta la menor idea de pérdida. Acaparadores patológicos incapaces de deshacerse de un periódico viejo o de la caja vacía de los cereales que ya se han comido; son los enfermos del llamado síndrome de Diógenes y terminan convirtiendo sus hogares en basureros inmensos.
Sin llegar a estos extremos, creo que todos los humanos tenemos cierta tendencia al almacenamiento de cosas innecesarias. Los armarios son agujeros negros que todo lo chupan y que acaban atiborrados de objetos increíbles; y, en cierto sentido, el coleccionismo, ¿qué es, sino un síndrome de Diógenes domesticado? En una de mis múltiples mudanzas, presa de la desesperación ante el batiburrillo de cosas, vacié todos los cajones de mi vieja mesa de despacho en bolsas de basura y lo tiré todo sin mirar. Nunca eché de menos nada. No estoy comparando esos cajones repletos de menudencias con la obra de una vida, como es el caso de los archivos de Mordzinski. Su desaparición es una verdadera pena para todos. Y sin embargo, quién sabe… Quizá gracias a esa pérdida y a esa inesperada ligereza, la creatividad de Daniel pueda volar todavía más alto.
Twitter: @BrunaHusky
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