Dalí, visiones de un genio
Profeta de lo moderno. Rey del surrealismo. Enigmático, adorable, execrable y provocador El tiempo de Salvador Dalí es este más que nunca La exposición que se abre el sábado en el Reina Sofía marcará la temporada tras su éxito en París
Es la exposición definitiva, la más completa; la que ha batido récords de visitantes en el Centro Pompidou de París; la que da fe del gran Dalí pintor de enigmas, desde El gran masturbador hasta el El rostro de la guerra; la que muestra la letra original del superdotado escritor que fue; la que disecciona al cineasta precursor y visionario de Un perro andaluz, La edad de oro, fascinado igualmente por Hitchcock, Walt Disney, Chaplin o los Hermanos Marx; la que no deja de lado al monstruo surrealista retador de Breton, al finísimo intelectual. Pero falta lo surrealmente importante… Su obra de arte más completa y lograda:
ÉL.
Él en carne y hueso. Él metafísico, nuclear, absoluto y desoxirribonucleico. Él dalinizado y dalinizante. Porque aunque el tiempo ha venido a dar la razón a Salvador Dalí, durante muchos años se la había quitado. Cuando las diatribas, las discusiones, las polémicas, el amor, el odio, la veneración, el desprecio, la nunca alcanzada ni plena compresión de sus misterios, de sus manías, de sus delirios; cuando pasan las décadas y su figura se agranda y cae sobre nuestro atónito pesimismo con la pegajosa contundencia de sus relojes blandos; cuando miramos alrededor y todo lo que observamos es furor por un minuto de gloria furtiva, juguetes rotos, inconsistentes alardes a la hora de teorizar la modernidad, la posmodernidad, el presente, Dalí rompe el huevo, nos embadurna con la fuerza vitamínica de su yema y todo lo sobrevuela como el auténtico precursor de los tiempos presentes en que el futuro le ha convertido.
Contemplar la mejor y más jugosa carne de sus lienzos –también los hubo, y muchos, espantosos–, leerlo en profundidad, como apunta Pere Gimferrer, con sus fascinantes “aberraciones gramaticales”, buscar y sentir al tiempo pavor y entusiasmo con su cine radical y salvaje, el que convertía al alimón con Luis Buñuel a Jesucristo en marqués de Sade para La edad de oro, resulta un revulsivo en el edulcorado reino de lo light.
Pero aún lo es más comprobar cómo se convirtió en un auténtico genio de la autopromoción. Cómo en vida construyó persona y personaje con las armas al tiempo mezcladas y perfectamente engrasadas de un artista, un negociante, un teórico, un moralista de la amoralidad, un filósofo, componiendo un tótem entre divino y patético –qué ser humano no lo es, íntimamente– al que todavía quedan años para alcanzar a comprender en toda su profundidad.
Con cierta coquetería, a Salvador Dalí le gustaba decir que era mejor escritor que pintor”
Catherine Millet.
Dalí es el niño que, según él, nunca logró suficiente amor por parte de un padre notario obsesionado con el hermano muerto que le precedió y que se llamaba como él. También es el joven inadaptado, con pinta de mohicano, a quien sus amigos de la Residencia de Estudiantes –Lorca, Buñuel, Pepín Bello– apodaron el pintor polaco y junto a quienes se iba de farra, pagaba 25 pesetas por un cóctel en el Palace que costaba 3 y le indicaba al camarero: “Quédese con el cambio”. Pero además es quien en cierto modo les traiciona, quien se planta en París azuzando la vanguardia y se bate en duelo –intelectual, pero a metafórica hostia limpia– con André Breton para arrebatarle el liderazgo del grupo surrealista; quien dice y se desdice ideológicamente según su propia conveniencia política; quien se enamora con pasión mística –nada de sexo– de Gala y se aferra a ella como a una madre recaudadora mientras no disimula pulsiones homosexuales y se jacta de que alguien como Lorca intentó penetrarle; quien inventa las performances, crea y destruye escaparates en la Quinta Avenida cuando quiere que se sepa que ha llegado a Nueva York para conquistar la ciudad; quien no reniega del término Avida Dollars, aprendido a sangre y fuego en quienes después llevan su legado y convierten su museo de Figueres en un centro de arte ¡rentable!
Todo él polémico, discutible, juguetón y autodestructivo. Éxito rotundo y fracaso fluctuable, según le dé a quienes se apoderen del juicio sobre su figura para la posteridad. Quiso ser genial y construyó con sus actitudes superdotadas una idea propia de genialidad. Para ella utilizó todas sus armas. La asombrosa capacidad ultraperceptora que guía después sus cuadros y de la que ya tuvo conciencia en su infancia, su magistral y creativa escritura, una desconcertante habilidad para la comunicación fingiendo ser a veces autista, a veces exhibicionista… Esa genialidad la alcanzó de manera sublime, casi inalcanzable, en todo menos en lo que realmente parece que le importaba: la pintura.
En ese campo caben todos los debates, cada una de las teorías posibles e imposibles y sus propios errores –que también pueden ser aciertos– al promover por ejemplo la falsificación de su propia obra. Era algo que casaba muy bien con su personaje ultrasurreal, pero bastante mal con el mercado de quien pretende convertirse en un artista serio. ¿Cuál era su prioridad? ¿Qué quiso ser Dalí en ese campo? ¿Un profeta adelantado de la resurrección del clasicismo aplicada al método paranoico-crítico, un concepto de su invención o sencillamente, como le han visto algunos después, un precursor del kitsch?
Su aportación va mucho más allá de los dos corsés que amarran la pregunta precedente. Según Montse Aguer, responsable de la Fundación Gala-Dalí y comisaria de la exposición junto a Jean-Hubert Martin, Jean-Michel Bouhours y Thierry Dufrêne, el debate estético no basta: “Es un artista que bebe del pasado para avanzar no solo hacia el presente, su presente, sino hacia el futuro”, afirma Aguer.
“Lo hace con nuevos lenguajes y medios de expresión, que recurren también a la ciencia y la tecnología. Dalí busca imprimir significados profundos a las imágenes del mundo real, imágenes que convierte a menudo en dobles o invisibles de manera que transforma tanto la realidad como la percepción que el espectador –el ojo, el cerebro del espectador– tiene de ella”, agrega la experta.
He ahí una clave del asombroso poder hipnótico que ejerce su obra: “Esta participación que apela al arte como un juego, como un espacio de memoria, nos provoca, nos atrae poderosamente y contribuye a crear la atmósfera de misterio, enigma y belleza que envuelve las obras de Dalí”, cree Aguer.
El recuerdo como gran payaso del mundo que él se propuso y logró ser sigue, por el momento, fascinando” Ian Gibson.
Y de llegar a esas aproximaciones trata la muestra que lleva por título Dalí: todas las posibilidades poéticas y todas las sugestiones plásticas. Aterriza desde el Centro Pompidou, donde ha sido la más visitada de su historia con 800.000 personas; se inaugura el 27 de abril en el Reina Sofía y permanecerá hasta el 2 de septiembre. En ese tiempo, Manuel Borja-Villel espera que la muestra sirva para alejarse de presunciones: “Volver a medir la obra de Dalí con el museo, leer entre líneas, participar en su reactivación fuera de lo daliniano”.
Pero también, por qué no, sin duda la muestra servirá para corroborar su genio, agrandar y afianzar su figura, convencer de su decisiva huella a los más escépticos. Como su propio biógrafo, Ian Gibson, que, después de haber abordado a Lorca y al pintor, se encuentra rematando su trabajo sobre Luis Buñuel. Con el cineasta, Gibson cierra años de estudio dedicados al famoso trío de gloria para la cultura hispánica a escala universal. “Cuando murió Dalí hace casi veinticinco años, yo creía –recordando lo del perro y la rabia– que sin la presencia física del pintor a ambos lados del Atlántico disminuiría el interés por el personaje tan esmeradamente elaborado a lo largo de décadas”, asegura Gibson.
Pero no ha ocurrido así. “Parece ser, sin embargo, que el recuerdo del Dalí showman, del pintor más exhibicionista de nuestra era, del experto manejador de los medios, del gran payaso del mundo que él se propuso y logró ser, sigue por el momento fascinando. Es verdad que en estos tiempos de crisis y de depresión generalizadas nos viene muy bien el Dalí lúdico, el Dalí irreverente, capaz a la vez de hacer morir de risa a sus compañeros de la Residencia de Estudiantes y de pintar cuadros como La sangre es más dulce que la miel –hoy por desgracia perdido–, Cenicitas o El gran masturbador. El inmenso éxito de la muestra del Pompidou lo confirma. Veremos qué pasa en Madrid”.
Pues en Madrid reinará sin duda como la exposición de la temporada, o es al menos lo que esperan en el Reina Sofía. La ciudad que le acogió como estudiante compulsivo y antiacadémico –cuando un tribunal de Bellas Artes de San Fernando osó preguntarle en un examen por Rafael y les respondió que no tenían autoridad para hacerlo–; la ciudad que le abrió los ojos al mundo y al contagio creativo sufrido en la Residencia de Estudiantes –no es casual que tres de los iconos geniales de la España universal se criaran al socaire de aquel lugar clave para la historia de España inspirado por la Institución Libre de Enseñanza–; el espacio que recuerda en su Diario de un genio por esa época en la que hacía deposiciones que describe como “una innombrable ignominia pestilente, discontinua, espasmódica, salpicante, convulsiva, infernal, ditirámbica, existencialista, escocedora y sanguinolenta”… La ciudad pues que le abre sus puertas en primavera para una nueva y revitalizante consagración: la de su impacto en el siglo XXI.
Pero llegará Dalí y, si el ánimo lo provoca, reabrirá debates, destrozará convenciones, elevará quejas ante las actitudes más comodonas o recalcitrantes. Aparecerá y cortará por lo sano nuestra natural tendencia al conformismo, revolcará en su ciénaga del delirio ininterrumpido –bien plástico, bien fílmico, bien escrito– todos los convencionalismos. Nos aturdirá con su fascinación volátil por las moscas; implantará su nunca bien ponderada elegancia ultramoderna, que provocará estragos en nuestra indumentaria sanguínea; volará sobre nosotros con sus teorías científicas y sus compendios filosóficos quien presumió de haberse atiborrado de Nietzsche en tres días y haberlo comprendido todo perfectamente.
El marciano que fascinó a Sigmund Freud en Londres y que tras una visita lo definió como el perfecto ejemplo del fanático español; el hombre murciélago que se peinaba con brillantina, usaba bastón y exigía entrar en una orgía parisiense donde todos le recibieran desnudos salvo él, que podía presentarse vestido –según un servidor ha escuchado relatar a Eduardo Arroyo, presente allí–, Dalí bufón, Dalí iconoclasta, promete avivar el debate sobre su propia figura.
Hoy, para muchos, convence más el genio de la autopromoción que el pintor. Así lo ve Gimferrer en su artículo Dalí contracorriente publicado en el catálogo de la exposición: “A él lo que le gustaba era la destrucción, y la destrucción le concernía a él. Paralelo a otro hecho: la construcción de su propio personaje, que es quizá la obra principal que quería llevar a cabo”, apunta muy atinadamente el poeta catalán.
Crea con nuevos lenguajes y medios de expresión que recurren también a la ciencia y la tecnología” Montse Aguer.
Para ello fue preciso todo: matar al padre y rematarlo a disgustos como el que le dio con ese cuadro dedicado a su esposa al morir con esta frase: “A veces escupo por placer sobre el retrato de mi madre”. También destrozar la autoridad de cualquier sombra de liderazgo estético que pusiera en duda su protagonismo, como fue el caso de Breton; aniquilar lazos vitales y amistades demasiado brillantes –de Lorca, a quien sacó de sus casillas con bromas privadas en Un perro andaluz; a Buñuel, a quien traicionó medio delatándolo como comunista cuando trabajaba en el Moma–, admirando y enmendando la plana a leyendas como Picasso, riéndose de cualquier atisbo de autoridad, forrándose contra corriente aferrado siempre a un concepto propio y autojustificativo como el de Avida Dollars, mostrándose precursor de la cultura de masas, empequeñeciendo a Andy Warhol y todo el pop art que vino después ante la grandeza de su efigie, muriendo con barretina y haciendo testamento con polémica para ser Dalí después de Dalí, transfigurado y eterno.
En medio quedará la gran pregunta: ¿fue un genio de la egolatría que se sirvió de su vocación para la pintura, la escritura y el cine con el objetivo de crear un icono? ¿Ocurrió al revés, que se trataba de un pintor deseoso de pasar a la posteridad, para lo cual se sirvió de la fabricación de un personaje para lograrlo?
Que el debate siga abierto, que dé tanto que hablar, viene a confirmar la fe de su inabarcable empeño en quedar fijado con letras grandes dentro de la historia. Ya lo avisaba él en las primeras líneas de su Vida secreta, poco antes de empezar el relato nada más y nada menos que desde sus recuerdos intrauterinos: “Cuando tenía seis años quería ser cocinero, y a los siete, Napoleón. Desde entonces, mi ambición ha ido aumentando sin parar…”.
Una persona-arte
Siempre me ha llamado la atención una foto de 1978 en la que aparecen Salvador Dalí y Warhol besándose en la boca. Creo que es todo un monumento estético-histórico. Salvador Dalí está llegando al final de su histrionismo y Warhol está en la cumbre de su fama. Ambos reconocen la posibilidad de la persona del artista como objeto artístico. Dalí lo ha estado haciendo desde el principio: siempre hay alguien presente que hace la foto pertinente y Dalí siempre está dispuesto a jugar. Para Warhol toda esa teatralidad es la base de su obra. Ambos se reconocen mutuamente en esa coincidencia y Dalí transmite a Warhol los trastos de matar.
Después de su muerte no ha dejado de aumentar la importancia del personaje Dalí, centro de irradiación de una gran variedad de intereses de todo tipo, como su trabajo en la escultura, su intensa actividad como ilustrador en revistas de EE UU, sus trabajos para la publicidad en general también en televisión, su actividad cinematográfica, su trabajo en decoración… Pero lo que más ha aumentado el interés por este paranoico admirador de Franco y de la Iglesia católica ha sido precisamente el reconocimiento creciente del personaje total; ya no es un loco histriónico, sino una persona-arte.
Casi todo el mundo reconoce, yo también, que lo mejor de la obra de Dalí se extiende por los años veinte y treinta, y que a partir de los cuarenta va perdiendo interés; lo que significa que en sus biografías y antológicas se pierden cinco décadas de su trabajo. Su obra se enfría, se domestica y toma según él formas "imperiales". Siendo yo muy joven, en Sevilla, me acuerdo de la popularidad que tenía Dalí, o más bien la pareja Dalí-Picasso. Se decía que Dalí era un maravilloso dibujante, mejor que Picasso (?). Es el momento en el que Dalí presentó el Cristo y la Madonna de Port Lligat, que tuvieron un gran éxito; sin embargo, estos cuadros ya eran muy diferentes de los anteriores, habían perdido profundidad. Daba la impresión de que Dalí había sido psicoanalizado.
Tengo la sospecha de que en una de las bases del surrealismo hay una cierta contradicción. Me explico. Por un lado se puede decir que este movimiento tenía una voluntad revolucionaria, vanguardista, con proyecciones políticas: comunistas. Pero que por otro lado presentaba un lenguaje formal más bien relamido, pompier, con fuentes muy claras en el simbolismo decimonónico o en el Renacimiento italiano. Dalí declama claramente su admiración por Bouguereau y Millet, y también por Rafael. Quizá sea el cambio en la sintaxis del cuadro lo que lo hace interesante, no su morfología.
Mis críticas a ciertos aspectos de Dalí no me ocultan el interés creciente que tengo por su obra, y cuando me pregunto por las razones de ese entusiasmo me acuerdo de un discurso dado por él en los cincuenta. Estaba ya en su segunda época y observaba lo hecho en los años veinte y treinta con intensa crítica y desagrado, y definía así esos años como pruebas de estos sentimientos: “La anarquía hormigueante y supergelatinosa, heterogeneidad viscosa, diversidad ornamental de las ignominiosas estructuras blandas exprimidas, supurando el último jugo de sus últimas reacciones”. Es un monumento a la estética surreal y nadie podría haber definido mejor la esencia de la primera parte de su obra ni las bases de mi admiración.
Luis Gordilo es pintor.
Dalí, un gran escritor
Con cierta coquetería, a Salvador Dalí le gustaba decir que era mejor escritor que pintor. Y se le podrá discutir esa opinión, pero es indudable que sus escritos, de todo tipo –poemas, ensayos teóricos, relatos autobiográficos, guiones e incluso una auténtica y gruesa novela–, son tan fascinantes como sus cuadros de múltiples imágenes imbricadas unas en otras. En cualquier caso, ese fue el Dalí que me interesó cuando escribía un libro de título un poco ilegítimo: Dalí et moi. Porque, desde luego, nunca conocí a Dalí (¡nunca tuvimos ninguna relación!), aunque estoy convencida de que un día coincidiré con él en el purgatorio de quienes, por decir la pura verdad, se ven obligados a sufrir el escándalo (cada uno en su justa medida, sin duda, puesto que el escándalo que suscita uno de mis libros no tiene nada que ver con el que suscitó Dalí durante toda su vida). Me imagino el asombro de algunos lectores: ¿Cómo? ¿Que Dalí, ese bufón, ese engañabobos, fue el cantor de la verdad? Pues sí, lo fue, de una verdad "sangrante", para retomar una de sus palabras, y a veces la verdad más difícil de reconocer, la verdad sexual. Ningún artista del siglo XX tiene tanta perspicacia como Salvador Dalí a la hora de juzgar su época, ninguno tiene su sinceridad al hablar de sí mismo, en especial de sus inhibiciones sexuales. Uno puede convencerse de ello mediante algunos fragmentos de su obra. Mis favoritos pertenecen a la Vida secreta de Salvador Dalí, escrita en 1941, y a su novela Rostros ocultos, escrita en 1943. Dalí escribió la mayor parte de sus textos en francés, un francés de ortografía parasitada por el catalán y el castellano. En la novela, Dalí describe con ferocidad el ambiente mundano que frecuenta (y en el que encuentra a sus primeros mecenas), frívolo y ciego ante la ascensión del nazismo. Y evoca, con un diagnóstico acertado y de manera a la vez alucinante, premonitoria… y cinematográfica, la muerte de Hitler. En cuanto al fragmento de Vida secreta, al mismo tiempo que relata los primeros paseos de enamorados con Gala por los paisajes mil veces celebrados, expresa también con toda crudeza la pulsión de muerte que se esconde en el fondo de cualquier pasión demasiado devoradora…
Catherine Millet es escritora. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Recordando ‘Recuerda’
A los niños y jovencitos de los años cincuenta y sesenta Dalí nos era exhibido como una artística gamberrada de sí mismo antes que como pintor. Incluso salía en el No-Do cuando en el noticiero cinematográfico aparecían más que ninguna otra cosa Franco y los pantanos. La contemplación de los ojos desorbitados y el bigote de Dalí era un espectáculo casi de circo, no ajeno a la voluntad del artista. Blanco y negro y una genialidad de celuloide oficial. Ese era el cine de Dalí.
Y sin embargo Dalí era no solo un fabuloso creador de imágenes pictóricas, sino también un activo creador de imágenes fílmicas o, por lo menos, recreadas en la pantalla por sus amigos, examigos, cineastas, figurinistas, productores y todo género de fabricantes de un merchandising extenuantemente genial.
Estábamos todavía en la fase sádico-anal del No-Do cuando se proyectó el film policiaco Recuerda (Spellbound en su versión original), obra de Hitchcock, llegada tarde, como de costumbre, a las pantallas provincianas de Torrelavega, mi localidad natal. En la película aparecía una secuencia en forma de pesadilla del protagonista, Gregory Peck, que había sido diseñada por Salvador Dalí. Con razón o sin ella, la película no está considerada entre las mejores del maestro del suspense, por lo que es recordada sobre todo por ese sueño daliniano, que ni siquiera fue rodado por Hitchcock, sino por uno de sus ayudantes. Y convenientemente recortado por el productor, que dejó solo dos minutos de los veinte originales. Para la petit histoire, esa es la película de la secuencia onírica y ya está. La primera vez que la vi me pareció que contenía menos cine que alguno de los lienzos de Dalí, que tienen tiempo y ensueño, dos cosas propias del cine, aunque los cuadros no se muevan de la pared en la que están fijados. Gracias a Richard Peña, director de la sección de cine del Lincoln Center de Nueva York, pude visionar en una ocasión la secuencia completa. A la imagen ya canónica de una enorme tijera cortando un ojo gigantesco le siguen un poco más allá la curiosa transformación de la carne turgente de Ingrid Bergman en estatua de yeso, para ser después cubierta de hormigas, imágenes cortadas en la versión establecida por el productor. De los planos respetados en el montaje, quizá unas líneas que se pierden infinitamente hacia el horizonte sean uno de los momentos más inquietantes. También lo es el de una figura humana que se arroja con lentitud desde lo alto de una torre. En realidad, Vértigo (Hitchcock, 1958) es más surrealista que este surrealismo prefabricado.
En ese viaje hacia atrás del conocimiento al que nos obligaba la pobreza cultural del aquel tiempo, tardamos algo más en poder asistir a la proyección de Un perro andaluz. Pero al fin pudimos contemplar en la sala oscura el arrastre de los pianos de cola, los burros putrefactos y los frailes atados. Las imágenes estaban ahí, casi se podían tocar. Y a la vez estaban en lo más profundo de nuestro cerebro. El cine las hacía reales hasta dar casi miedo. Y ahora recuerdo que Buñuel nos contó un día que Charles Chaplin amenazaba a sus hijos pequeños con proyectarles Un perro andaluz si no obedecían en irse a la cama cuando se lo ordenaban.
Salvador Dalí tenía una concepción del cine absolutamente radical, de imposible exigencia. En su combate contra el sentimentalismo y el arte putrefacto, coloca al cine en la primera fila, vanguardia de la vanguardia. Si él mismo había decidido que su pintura iba a ser “antiartística”, encontraba que el cine ya lo era por sí mismo. “El filmador antiartístico ignora el arte, filma de una manera pura, obedeciendo solo las necesidades técnicas de su aparato y al instinto infantil y alegrísimo de su fisiología deportiva”. Como tantas otras veces, algunas de las mejores representaciones de Dalí están en las imágenes de sus palabras.
Manuel Gutiérrez Aragón es escritor y cineasta.
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