En el camino
Hace poco, un lector me advirtió –con enorme educación, pero con firmeza– de que, cada vez que empieza a leer un artículo mío en el que me refiero a un viajecito que he hecho, él, que está en una situación que no le permite esas alegrías, interrumpe la lectura y pasa a otra cosa. Le respondí inmediatamente –nos estábamos comunicando por el milagro de los mensajes privados del Facebook–, proporcionándole explicaciones, y ello dio origen a una conversación que desembocó, creo, en una incipiente amistad. Final feliz, pues.
La anécdota –que no considero baladí– me hizo reflexionar. Y recordar aquellos días en que el relato de un viaje, realizado en vuelo low cost y hotel barato, no despertaba irritación. Hubo un tiempo en que, en cuanto asomaba el hocico en una ciudad distinta, me apresuraba a contarlo, convencida de que los lectores sentirían que viajaban conmigo, y que eso les entretendría. Eso se acabó. Ahora, los articulistas, que tenemos responsabilidades con nuestros lectores, no podemos caer en ciertas autoindulgencias. Los alardes, por mínimos o bienintencionados que sean, duelen. Y los temas que se agolpan alrededor son tan arduos que, por mucho que pretendas desengrasar con una historieta costumbrista, resulta contraproducente. El caballero que no llegó a leerme –aunque puede que lo hiciera, después de nuestro chateo– se habría enterado de que, en mi artículo, tras la mención a Roma, mandaba a tomar viento a muchos prepotentes del poder y de la mentira. Culpa mía si no continuó. No volverá a ocurrir, no más fardes acerca de dónde voy y lo que veo. Bastante hay que ver por aquí: corrupción e impunidad, y pagando el pato, quienes menos poseen.
Criticaba hace poco un ilustre escritor, en una entrevista, que los columnistas nos dirigimos a nuestros respectivos grupos para complacerles. Yo afirmo aquí que, en efecto, me dirijo a la gente afín a mí, pero que mi propósito no es otro que hacerles compañía, tanto como saberme acompañada por quienes tienen la bondad de leerme. Como no creo ser una pensadora profunda, ni una filósofa, ni siquiera una intelectual, utilizo mis escasas luces para iluminarme un poco el camino por el que avanzo, y si coincido con quienes me leen, entre todos andaremos un trecho sin sentir demasiado el frío que nos cae encima. Si siempre toco la misma cuerda es porque soy de esa cuerda, no para halagar las pasiones de nadie. Soy tan negada para la equidistancia como para mover el culillo con disimulo para que no se me noten los desplazamientos.
El verdadero oro macizo es poder escribir y sentir que los lectores están al otro lado”
Les cuento todo esto porque, en primer lugar, quiero que registren mi promesa escrita de que jamás volveré a nombrar asuntos agradables que me suceden a mi provecta edad, y que demasiadas personas en este país ya no se pueden permitir. Y, en segundo lugar, porque sí puedo hablarles de algo que resulta gratuito y que pienso que el señor que me escribió para reconvenirme y esta servidora hemos obtenido, como resultado de nuestro intercambio de mensajes. Cercanía, calor, comunicación. Y para esto sí escribo y seguiré haciéndolo mientras pueda.
Hace poco, unos niños vinieron a hacerme una entrevista para su colegio: me preguntaron qué significa ser famoso. Ellos asocian la fama con los libros y con publicar en los periódicos, a ser posible con un retrato. Traté de explicarles la diferencia entre fama y popularidad y, sobre todo, la diferencia entre ese par de sonajeros de latón y el verdadero oro macizo, que consiste en poder escribir y sentir que los lectores están al otro lado.
Espero que nadie se irrite porque, cuando escribo, no sufro, a pesar de la ardua época. Mirar, y ver lo que veo, provoca dolor. Escribir es el bálsamo, es la alegría de compartir.
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