La rueda
Un ataque de entusiasmo, propiciado por una amiga de Madrid que acude a clases para adultos de conversación en inglés, me impulsó a buscar algo similar en mi ciudad. Así fue como conseguí, todo en el mismo día, dar con la web, leer las posibilidades, llamar por teléfono, examinarme de nivel y matricularme. Qué suerte de tiempos, pensé.
Una vez en el centro, ante la profesora que realizó el examen oral, comprendí que yo ya había estado allí, y no precisamente en un sueño, sino cuando empezaba a bregar con la vida, con mi cuerpo todavía adolescente y la angustiosa necesidad adulta de encontrar mi lugar en este mundo. Aquel centro había sido precisamente el escenario primero de mi larga e irregular batalla con la lengua inglesa, desarrollada a salto de mata, como todo en mi educación de autodidacta, un poco aquí y un poco allá, entre profesores particulares ocasionales y baratos y sesiones de cine en versión original.
De aquel lugar recuerdo, sobre todo, lo grande y limpio –¡un instituto extranjero en la gris Barcelona de entonces, en torno a 1960!– y lo moderno que era, y lo avanzadas y esbeltas que me parecían las profesoras. Y tan jóvenes, ya fuera de casa, con un destino en el universo exterior: justo lo que yo pretendía alcanzar, y entonces consideraba imposible. Yo tenía mi favorita, cuyo nombre he olvidado, una pelirroja de cintura estrecha que vestía trajes de punto ceñidos a la diminuta cintura, y con falda de vuelo. Era como dar clase con un personaje de una comedia de la Fox: cuando intentaba introducirnos en los misterios de la pronunciación de la p, se colocaba un papel sobre los labios, los fruncía, modulaba y, zas, la p comparecía y chisporroteaba en el aula como un beso de broma, como una cariñosa pedorreta.
El futuro nunca ha sido fácil. Tampoco ahora para los que se ven expulsados”
Recordé todo eso y más cosas delante de la señora elegante, de cabello completamente blanco y edad algo inferior a la mía, que procedía a evaluar mis dotes. ¿Podía ser ella, aquella a quien convertí en mi predilecta durante el corto espacio de tiempo que duraron mis clases, fiel a mi sino de temporadas cortas de estudio, justo lo que el dinero permitía?
En cualquier caso, el centro parece ahora muy pequeño porque la ciudad y el país se han ensanchado a lo largo de estos años, décadas, bodas de oro de sobra, que han transcurrido entre aquel primer ingreso y el de hoy. Y ha envejecido, como yo. Me sentí muy ufana cuando saqué un nivel bastante aceptable y, en cierto sentido, pensé que había vuelto a casa.
A la salida, ya con un horario establecido y una hoja de matrícula, apreté contra mi pecho la carpeta con que había sido obsequiada, y pensé que tenía que comprarme uno de esos blocs amarillos, grandes, cuyas hojas poseen la levedad de las páginas del calendario.
Y recordé que durante aquella otra temporada, cuando emergía a la Barcelona real de aquellos mis desorientados años, me sentía como de vuelta a la mazmorra, a un campo de ortigas surcado de pantanos. No, el futuro nunca ha sido fácil. No lo fue para quienes queríamos huir de este país, aprovechando cualquier oportunidad, para ponernos a salvo de la mediocridad y de la servidumbre, ni lo es para quienes ahora, pertrechados con conocimientos y estudios como yo jamás he tenido, se ven expulsados de la tierra que les hizo las mejores promesas.
Pero caminad, hermanos, moved la rueda. Tarde o temprano se regresa a uno de los primeros puntos de inflexión, y uno ve que, pese a todos los inconvenientes, ha crecido y ha vivido.
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