La fractura europea
La crisis aumenta la brecha entre las regiones del norte y del sur de la UE
En la reciente cumbre del 28 de junio, la coalición formada por Monti, Hollande y Rajoy logró torcer el brazo de la canciller Merkel, forzándola a abdicar de su intransigente ajuste fiscal, que condenaba a la ruina a los países más endeudados (los GIPSies:Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia), para pasar a aceptar un principio de federalismo asimétrico, que concede ciertos rescates monetarios a cambio de mantener a ultranza la austeridad fiscal. ¿Quiere esto decir que la nave Europa ha corregido su actual deriva hacia el desastre financiero? Ojalá fuera así, pero eso sería esperar demasiado.
Es verdad que Merkel se ha visto obligada a ceder, por aritmética exigencia de la ley de Riker de coaliciones políticas. Pero su concesión ha sido mínima, pues el federalismo financiero que ahora propone no llega al punto de aceptar la mutualización de las deudas. Con lo que el trato que se aplica a los gipsies es cualquier cosa menos ventajoso, pues se nos expropia la soberanía fiscal —que debemos transferir y delegar a Fráncfort—, pero sin perdonarnos a cambio nuestras deudas, que deberemos seguir pagando con desmedida usura hasta el último dracma, libra, escudo, peseta y lira.
De modo que se mantiene intacta la actual fractura europea entre países deudores y acreedores. Una fractura fundada en la factura fiscal que los países de mayor renta pretenden girarles a los países de menor capitalización. En este punto el inflexible rigor fiscal que imponen los países germánicos con Alemania en cabeza recuerda demasiado a la actitud de la Lega Nord en Italia o a la de CiU en Cataluña, cuando se resisten a mutualizar su impuesto sobre la renta con el de los países meridionales pendientes de modernizar. Y esta fractura entre el Norte enriquecido y el Sur depauperado no ha hecho más que profundizarse, conforme prosigue su marcha esta crisis de nunca acabar que está extremando todas las desigualdades. Pero si bien la crisis está agravando la fractura europea (así como la italiana y española), no podemos pensar por ello que la esté creando, pues no es así. En realidad, la fractura territorial entre las diversas regiones de Europa es muy anterior a la crisis actual, pues ya tiene siglos de historia. Lo que pasa es que hasta ahora creíamos que el proceso de construcción europea contribuiría a reducir la fractura limando sus asperezas hasta terminar por allanarla. Pero ahora tememos que no sea así. Al revés, todo parece indicar que como consecuencia de la crisis la fractura se abre cada vez más.
La pugna entre igualitaristas y partidarios de la diferencia impide la salida de la crisis
¿Cuáles son sus causas remotas? A este respecto se han aducido muchos factores entre los que destacan dos: el económico, en función del distinto calendario de industrialización y modernización; y el geopolítico, a partir del resultado desigual de las recurrentes guerras europeas (lo que explica que los cuatro pigs mediterráneos fueran dictaduras tardías solo recientemente democratizadas). En cualquier caso, estos factores materiales están vinculados a otros factores culturales que, al decir de los expertos en investigación comparada (como Inglehart), son los que explican la fractura europea en última instancia. Aquí es donde interviene la religión, quizás el factor cultural más citado (yo mismo he abusado de él en estas mismas páginas) a la hora de interpretar las actuales disensiones entre las clases dirigentes europeas.
El argumento deriva de la influyente tesis weberiana que atribuye el espíritu del capitalismo a la ética protestante, especialmente a la puritana (calvinismo, pietismo alemán, metodismo anglosajón). A partir de ahí, las actuales élites protestantes tienden a culpar a los católicos del Sur de ser improductivos, derrochadores y tolerantes con la corrupción, tener propensión a endeudarse y vivir “por encima de sus posibilidades”. Inversamente, la prensa católica tiende a culpar a las élites protestantes de rigorismo implacable, que se niega a perdonar las deudas como si fueran pecados y condena sin piedad a los más débiles a la ruina y la desesperación. Por eso no debería sorprendernos que en la reciente cumbre del 28 de junio las coaliciones en pugna se alineasen por estricta profesión de fe: la tríada católica de Monti, Rajoy y Hollande contra la campeona luterana del bando protestante. Pera esta explicación religiosa podría parecer demasiado moderna, si tenemos en cuenta que la fractura europea ya preexistía con anterioridad a la Reforma.
Y entonces la pregunta (capciosa) sería: ¿por qué se hicieron los alemanes luteranos, los holandeses calvinistas y los ingleses puritanos, mientras que italianos, españoles y franceses persistieron como católicos? Es la cuestión que se planteó Emmanuel Todd: un demógrafo histórico francés (aunque formado en la Escuela de Cambridge con Peter Laslett), y actual mentor de Arnaud de Montebourg (el enfant terrible del socialismo galo), que se propuso investigar las raíces familiares de la fractura territorial europea. Y en su obra maestra La invención de Europa, formula una hipótesis fascinante: la de que todas las revoluciones europeas (la de la imprenta, la religiosa, la industrial, la burguesa, etcétera), están inspiradas por la forma familiar típica de cada territorio en que tuvo lugar. De modo que el genius loci, o espíritu del lugar, se debe al derecho civil, es decir, a las reglas de sucesión y reparto de la herencia que estructuran las relaciones entre padres, hijos y hermanos.
Los protestantes del norte tienden a culpar a los católicos del Sur de vivir por encima de sus posibilidades
Así surgen cuatro formas de familia: la troncal (típica de Alemania, Escandinavia, Francia suroriental, la Corona de Aragón y el País Vasconavarro), caracterizada por el autoritarismo paterno y la desigualdad entre hermanos por atribución de la herencia al primogénito, lo que habría de generar la revolución de la imprenta, el luteranismo y el paternalismo de la prusiana revolución desde arriba.
La familia nuclear absoluta (típica de Holanda e Inglaterra), donde los hijos se emancipan de sus padres con gran desigualdad entre ellos al repartir la herencia familiar, lo que generó la invención calvinista del individualismo y el capitalismo.
La nuclear igualitaria (típica del centro de Francia, de España y de Italia), donde los hijos se emancipan de sus padres pero mantienen una fraternal igualdad entre ellos, dando lugar a los ideales revolucionarios de “libertad, igualdad y fraternidad”.
Y la familia comunitaria extensa (típica del sur de Italia y España), donde los hijos igualitarios permanecen dependiendo de por vida del patriarca familiar, dando lugar a las mafiosas redes clientelares del familismo amoral.
Y Emmanuel Todd sugiere que esta arcaica antropología familiar, sedimentada en el derecho civil privativo de cada lugar, determina las culturas públicas de cada territorio europeo, cuya fragmentación abre una fractura entre el universalismo fraterno, típico de los países latinos y católicos (que reivindican la fraternidad fiscal de la caja común), versus el diferencialismo asimétrico de germanos, anglosajones, lombardos, catalanes y vasconavarros, a quienes horroriza el igualitario café para todos (y sus derivadas federales de mutualización de impuestos y deudas) porque prefieren mantener intactos sus identidades culturales y sus hechos diferenciales (forales o confederales), negándose a compartir sus haciendas solidariamente con los demás. Una pugna entre igualitarismo y diferencialismo que parece impedir hasta el momento tanto la salida de la crisis como el cierre de la fractura europea.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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