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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El único mérito, el de la ciudadanía

Es cierto que es difícil moverse por Europa cuando uno no consigue estar cómodo en su propio país

Soledad Gallego-Díaz

El encuentro de Roma no oculta una de las realidades más preocupantes de Europa: no existe diálogo suficiente entre los dirigentes europeos, lo que se traduce en cumbres de resultados inciertos y en la imposibilidad de poner fin a las dudas sobre el futuro del euro. La irracionalidad del debate, sin un auténtico núcleo duro que ataje mensajes contradictorios y movimientos especulativos, está teniendo un coste “sistémico” en las relaciones de la ciudadanía con los poderes políticos.

Dirigentes que debían dar la impresión de afrontar juntos una de las peores crisis de la historia reciente aparecen enfrentados, defendiendo intereses nacionales y dando pábulo a todo tipo de estereotipos, es decir, proporcionando el aire imprescindible para que se propaguen, una vez más, lugares comunes sobre las características “nacionales” de unos pueblos y de otros. Ya sabemos lo que sucede cuando la austeridad impuesta sin freno se junta con los tópicos. El gobernador del Banco de Austria lo dijo esta semana sin tapujos: “Así nacen los fascismos”.

Por eso, porque lo más urgente es alentar el diálogo entre dirigentes y luchar contra los estereotipos, resulta tan dramática la ausencia de una diplomacia española dirigida a Europa. Salvo el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos, a quien nadie puede reprochar que no viaje continuamente para explicar su posición, no se puede decir que España haya desplegado una actividad diplomática propia, empezando por el presidente del Gobierno, que solo acude a los encuentros obligados, sin prácticamente iniciativa para adelantar movimientos que puedan ser útiles.

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¿Qué sentido tiene implicar ahora al Rey en el contencioso de Algeciras, en lugar de pedirle que organice un encuentro con su amiga, la reina Beatriz de Holanda, con el presidente de Alemania o que haga una rápida gira por Europa central? ¿Quién nos puede ser de ayuda? ¿No debería haber visitado ya varias veces Rajoy a su colega polaco, haber concertado conversaciones con el primer ministro italiano, antes y después de la reunión de Roma? Al fin y al cabo, todo el mundo cree en la Unión que no es concebible un escenario en el que España fracase e Italia tenga éxito. Y, finalmente, ¿no debería el Gobierno pedir ayuda al PSOE y al expresidente Felipe González, con bien ganado prestigio europeo, para que se movilicen allá donde al PP le resulte difícil llegar?

Es cierto que es difícil moverse por Europa cuando uno no consigue estar cómodo en su propio país. El problema con la decisión del presidente del Gobierno de no celebrar el debate sobre el estado de la nación no es si existen precedentes, sino que se pierde una magnífica ocasión para explicar, a través del Parlamento, cuáles son las expectativas de este país. Nadie en el entorno de Rajoy puede ignorar que su comunicación con los ciudadanos es desastrosa, no solo porque el contenido de sus mensajes es insuficiente, sino porque es vacilante y oportunista. Acudir al Parlamento podría haber ayudado a hacer olvidar su comparecencia del día del anuncio del rescate bancario, cuando, incomprensiblemente, dio la impresión de querer apuntarse un éxito. Ojalá Rajoy y sus asesores se convenzan del daño que hace esa política y preparen, al menos, su obligada intervención ante el pleno del Congreso a su vuelta de la próxima cumbre europea, con un discurso serio y veraz, con el que los ciudadanos podamos sentirnos respetados.

Un país sólido debería ser capaz de suplir la ocasional falta de liderazgo de sus dirigentes con el excelente funcionamiento de sus instituciones. La manifiesta incapacidad de las nuestras para concitar el respeto unánime de los ciudadanos debería ser motivo de reflexión, porque hasta ahora, si se piensa bien, lo único que realmente ha demostrado su mérito es la propia ciudadanía. Ha sido, por ejemplo, su indignación lo que ha llevado al presidente del Consejo General del Poder Judicial a dimitir y no el voto de muchos de sus colegas que, conviene recordarlo, optaron inicial, e indignamente, por cerrar los ojos.

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