Una libra de carne fresca
Hay que exigir al Banco Central Europeo que garantice la sostenibilidad de la deuda pública española, con compras ilimitadas de la misma
Una libra de carne fresca de un hombre no es tan valiosa ni rentable como la carne de cordero o la de buey (Shylock en El mercader de Venecia, Acto I, 3)
Han pasado cinco siglos desde que Shylock exigiera como garantía de su préstamo al joven Bassanio una libra de carne fresca de su amigo Antonio, el Mercader de Venecia. Este aceptó el reto confiado en que sus barcos, repletos de mercancías, llegarían a puerto un mes antes de la fecha señalada para el vencimiento del bono, con lo que obtendría más de tres veces el valor del mismo. Por lo mismo, no fue capaz de calcular que estaba pagando una prima de riesgo excesivamente elevada. Más o menos hacia las mismas fechas en las que Shakespeare escribía su comedia, España había ya suspendido pagos por dos veces y entre 1557 y 1696 dejó de honrar parte o la totalidad de su deuda hasta en 14 ocasiones. Los ahora llamados hombres de negro comenzaron a visitarnos: eran banqueros alemanes y genoveses que controlaban desde las minas de mercurio a la fabricación de naipes, pasando por la producción de grandes extensiones de cereal pertenecientes a las órdenes militares. Y lo mismo sucedió otras 13 veces más a partir del desastre de finales del XIX. De modo que nuestra especial relación con la deuda soberana no es nada que deba sorprendernos, habituados como estamos desde hace 500 años a ver subir los impuestos, reducirse el consumo, descapitalizarse las empresas y aumentar el paro a consecuencia de las diversas burbujas financieras fabricadas por nuestra voluntad de imperio.
Estas desgracias se vieron compensadas, o al menos disfrazadas en parte a lo largo de la historia, por políticas inflacionistas y devaluaciones que desde 1999 no podemos acometer en solitario, dada nuestra integración en la moneda única. Nos encontramos ante una crisis financiera global, desatada en primer lugar por las hipotecas subprime de la banca americana, y concentrada ahora en Europa, donde los desequilibrios entre las diversas economías que sustentan el euro amenazan su propia existencia. Eso no significa que dicha crisis sea algo simplemente importado, también nosotros contribuimos a crearla, pero es imposible que la solucionemos por nuestra cuenta y riesgo. Necesitamos la ayuda de Europa tanto como Europa necesita la nuestra, porque el proyecto de la Unión supone trabajar por y para la soberanía compartida. A problemas globales hay que responder con soluciones globales, y quienes se lamentan, en el poder o la oposición, de que las políticas de austeridad nos vengan impuestas desde fuera desconocen por un lado la naturaleza de la propia crisis y, por el otro, las exigencias objetivas de un proyecto tan ambicioso como la construcción de la Europa unida. O sea que el Gobierno debería explicar, ya que el anterior no lo hizo, que la austeridad no es consecuencia de un mandato foráneo, sino respuesta obligada a un déficit fiscal originado por nuestros propios errores y por no pocos abusos.
España requiere un pacto nacional para afrontar una situación de emergencia
De cualquier modo, se ha repetido hasta la saciedad que solo con austeridad no saldremos de esta. Son precisas políticas monetarias que no está a nuestro alcance decidir y que es responsabilidad del Banco Central Europeo implementar cuanto antes si no queremos que el incendio declarado en las economías del sur de Europa se extienda como un reguero a toda la Unión. Antes de resolver las cosas importantes es preciso atajar las más urgentes. En esa categoría entra el evitar un pánico bancario que puede desatarse como corolario de las elecciones en Grecia y de la quiebra de Bankia. La puesta a disposición de los bancos españoles de una línea de crédito de 100.000 millones de euros no ha bastado para disipar las dudas, entre otras cosas porque se ha hecho de manera confusa, sin aclarar ni las condiciones del préstamo ni la cuantía final que alcanzará. También, por las disputas generadas en torno a su impacto en el déficit, la deuda pública y la política económica del Gobierno. La calamitosa forma de comunicar el tema no ha hecho sino aumentar el nerviosismo de los mercados, que apuestan desde hace meses, con más pasión que lógica, por una ruptura de la moneda única. Y esta semana pasada hemos visto con qué facilidad se contagia a la deuda soberana cualquier incertidumbre sobre el comportamiento de la banca. Es urgente garantizar la sostenibilidad de aquella cuanto antes, si no queremos que una eventual intervención del Reino de España acabe por generar un efecto dominó en toda la eurozona. La única forma posible de hacerlo es una declaración clara y contundente del Banco Central Europeo en el sentido de que comprará de forma ilimitada deuda soberana de los países del área, tanto en el mercado secundario (según ya hizo en agosto), como en el primario a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad, en cuanto se ratifique su creación por los respectivos Parlamentos. No basta con inundar los mercados de liquidez, como ha prometido Draghi. Es preciso también evitar la fragmentación del sistema financiero y la domesticación de la deuda, encaminando la acción del BCE hacia lo que necesariamente tiene que ser en el plazo más corto posible: un prestamista de último recurso que dé confianza y credibilidad a los mercados, lo que conllevará un forcejeo no pequeño con la señora Merkel para hacer que cambie su estatuto.
Necesitamos la ayuda de Europa tanto como Europa necesita la nuestra
Confianza y credibilidad. Dos conceptos que debemos recuperar cuanto antes para la imagen de España, dentro y fuera de nuestro propio país. El Gobierno se queja con razón de que, a pesar de las numerosas medidas que en muy corto plazo de tiempo ha tomado para hacer frente a la crisis, la prima de riesgo no ha dejado de subir. Eso se debe no solo a los ataques especulativos contra la moneda única, sino a la muy frágil política de comunicación del Gabinete y muy especialmente de los dos principales protagonistas de este entremés. Los ministros de Economía y Hacienda tienden a comportarse más como tertulianos de radio o columnistas que como líderes de un gran programa de transformación de nuestra política económica. Mariano Rajoy comenzó implementando reformas estructurales de gran calado que fueron apreciadas por sus colegas europeos, pero su resultado no ha de verse sino pasados unos años. También tuvo algunos gestos que más parecían propios de un Gobierno socialdemócrata que de los representantes del centro-derecha: limitación del sueldo de los ejecutivos de las empresas públicas y de los bancos que recibieran ayudas, aumento de la tributación de las rentas más altas, etcétera. Pero se equivocó retrasando tres meses los presupuestos por razones electorales y elaborando unas cuentas para este año en las que castiga la inversión sin reducir de manera significativa el gasto corriente. La acumulación de reformas financieras apresuradas y apenas exitosas y la ceremonia de la confusión organizada en torno a Bankia aumentaron la perplejidad de los mercados, incapaces de apreciar incluso que España, en la senda ya iniciada por Alemania, es hasta ahora el único otro país europeo que ha modificado su Constitución para garantizar la estabilidad presupuestaria. De igual modo podrían haberse aplicado mejores esfuerzos a subrayar algunas fortalezas de nuestra economía, como la capacidad exportadora y la internacionalización de muchas empresas. Con toda probabilidad todas esas reacciones de nuestros socios en el continente son injustas, pero no es este el momento de sacar pecho ni de dar lecciones morales a nadie, sino de aplicar políticas que infundan esperanza y nos enseñen el final del recorrido, por accidentado que este sea.
Los socialdemócratas suecos supieron en los noventa imponer renuncias dolorosas
También se echa a faltar en la clase política (Gobierno y oposición) una explicación suficiente y clara sobre la necesidad de salvar nuestro amenazado sistema financiero y cómo eso no está en contradicción con la austeridad general, sino que es la única manera de garantizar el funcionamiento de la economía. Comparto las demandas de transparencia y la exigencia de responsabilidades de todo tipo que desde la opinión pública se hacen, pero antes de castigar a los culpables del fiasco procede socorrer a las víctimas y, sobre todo, evitar que el desastre se extienda. En ese empeño no nos ha de valer ni la arrogancia de la mayoría absoluta ni la impertinencia de una oposición más empeñada en encontrar su espacio tras la debacle de las últimas elecciones que en arrimar el hombro. Es preciso, como reclama el PSOE, un gran acuerdo que incluya cuando menos a los dos grandes partidos y a los nacionalistas catalanes, pero que no excluya a nadie de cuantos quieran integrarse en él, para hacer frente a una situación de auténtica emergencia. La oposición debe asumir, no obstante, que no está en su mejor momento para poner condiciones y que no bastan declaraciones de buena voluntad. Son necesarios pactos escritos que incorporen, si es posible, a la sociedad civil, a las instituciones financieras, a las grandes empresas, a los representantes de las pequeñas y medianas, y a los líderes sindicales, obligados todos a cooperar en cuanto sea posible para salir del agujero. Ni España puede ella sola por sí misma, ni el Gobierno puede o debe hacerlo en solitario tampoco, por más que tenga capacidad de aprobar leyes. Necesita el aval de un consenso mucho más amplio que el de su electorado. Si este pacto no se lleva a cabo, asistiremos a una creciente deslegitimación de los partidos tradicionales, a un aumento galopante del populismo y a una fragmentación del voto que nos anuncia un panorama muy similar al de Grecia.
No nos hallamos ante una discusión ideológica, sino ante un problema de caja
Algunos europeos del norte, menos afectados por la crisis, se resisten a ayudar a quienes más la sufrimos si no implementamos políticas que ellos ya adoptaron precisamente para combatir males parecidos. Merece la pena recordar el caso de Suecia, donde un socialdemócrata, Goran Persson, enfrentó en los años noventa una situación casi tan preocupante como la nuestra de hoy. Como ministro de Finanzas, primero, y enseguida como primer ministro, asumió el poder en un momento en que el déficit publico de su país superaba el 12% del PIB y la prima de riesgo respecto a Alemania los 450 puntos básicos. Se vio envuelto así en la misma falsa polémica en la que ahora parecen atrapados los dirigentes europeos: ¿austeridad o crecimiento? Entonces se atrevió a explicar a sus ciudadanos que la contención del déficit era el primer requisito para cualquier política de crecimiento. De otra forma —les dijo— el déficit genera un aumento de la deuda, lo que a su vez provoca una ausencia de confianza, presionando al alza los tipos de interés. Todo eso redunda en una disminución del crédito y un aumento del paro, amén de obligar al Estado a asignar al servicio de la deuda recursos que deberían dedicarse a cubrir las necesidades sociales. De acuerdo con este enfoque, que nadie le tuvo que argumentar desde Berlín, Bruselas, o el Fondo Monetario, implantó una durísima política que incluía aumentos de impuestos y reducción de las pensiones y del subsidio de desempleo, amén de reformas en el sistema educativo y de salud. Lejos de querer desmantelar con ello el Estado de bienestar, en cuya defensa siempre se han distinguido los socialistas nórdicos, lo que pretendía y logró fue garantizar su futuro haciéndolo viable, a sabiendas de que tendría que imponer algunas renuncias dolorosas e impopulares. Se esforzó por lo mismo en que el coste de la crisis se distribuyera equitativamente. Hizo todo eso sin perder ni un minuto, enfrentándose a las bases de su partido y asumiendo la probabilidad de perder las elecciones, que, sin embargo, ganó años más tarde, gracias al éxito de su política. Tiempo después escuché una conferencia suya en la que explicaba que su éxito había radicado entre otras cosas en la transparencia y recomendaba a los gobernantes no mentir nunca, ni siquiera de forma piadosa, por más que fueran desagradables las noticias que se vieran obligados a dar. También insistía en no descuidar los pequeños ahorros en las finanzas públicas, eso que llamamos entre nosotros el chocolate del loro, y que supone despilfarros añadidos e innecesarios. Ignoro si los dirigentes del PSOE han acudido a los buenos oficios de su correligionario el señor Persson para tratar de mejorar su propia comprensión de la coyuntura. En realidad, según aclaró él mismo, lo difícil no es saber lo que hay que hacer, sino hacerlo. Y en efecto, subir el IVA, bajar el sueldo de los funcionarios, recortar el subsidio de paro y reducir pensiones son decisiones que no puede tomar en solitario un Gobierno, por mayoritario que sea, pero quizás no puede dejar de adoptarlas en circunstancias de extrema urgencia, aunque se encuentre en minoría. No nos hallamos ante una discusión ideológica, sino ante un problema de caja. Es obligación de la izquierda contribuir activamente a solucionarlo, no solo protestando por lo que se hace mal sino proponiendo alternativas concretas que resulten mejores. Por otra parte, una manera obvia de reducir los sufrimientos de los ciudadanos y acelerar la recuperación sería vender activos (desde los aeropuertos hasta las loterías), como en su día anunció el Gobierno de Rodríguez Zapatero, y fue tan incapaz como el actual a la hora de implementarlo.
El crecimiento consiste en ofrecer riqueza a los mercados, no sacrificios a los dioses
La economía española tiene fundamentos, y los ciudadanos voluntad y entendimiento suficientes, para salir de esta crisis en tiempo más breve y de forma más eficaz que la anunciada por los trompeteros del apocalipsis. Solo hace falta restaurar el consenso social necesario para aplicar los remedios adecuados a nuestra enfermedad. No son paliativos, sino quirúrgicos, y ya se ha perdido demasiado tiempo. Pero a Europa también le toca hacer lo suyo. No solo el Gobierno ni su presidente, la comunidad política, empresarial y ciudadana en su conjunto tienen que exigir al BCE y a las autoridades de la Unión que garanticen la sostenibilidad de nuestra deuda pública y de la italiana, a sabiendas de que eso exige que todos cumplamos los deberes. De ello depende la estabilidad del Estado de bienestar y del modelo social que nos rige, pero también el futuro de la propia Europa. Y será la única forma de evitar que acaben cortando en lonchas al mercader de Venecia, aunque solo sea por la cínica observación de que una libra de carne humana puede ser menos preciada que su equivalente en solomillo de vacuno. Pues el crecimiento consiste en ofrecer riqueza a los mercados, no sacrificios a los dioses.
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