En Europa desconfiamos
Después de la crisis, la reforma institucional de la UE será crucial para restablecer la confianza
Si los billetes del euro llevaran impreso —como los dólares— un lema, este bien podría ser hoy "En Europa desconfiamos”. Durante décadas, los críticos de la Unión Europea han hablado de un déficit democrático. Yo nunca he aceptado esa recriminación lanzada contra la UE y sus instituciones, pero sí advierto un nuevo y peligroso déficit dentro de la Unión: un déficit de confianza, tanto entre los Gobiernos como entre los ciudadanos de distintos Estados miembros.
Esta falta de confianza ha llevado a la eurozona al límite de la implosión y está poniendo en duda el mismo futuro de la unidad europea. El arco de la historia de la UE parece inclinarse en dirección a la catástrofe, la clase de desastre histórico periódico europeo que la integración aspiraba a impedir. Por grandilocuente que pueda sonar, la desintegración del euro y la confusión en que se vería sumido el proyecto europeo, por no hablar de las repercusiones mundiales, desencadenarían una devastación comparable.
Pero son escasas las declaraciones, no digamos las políticas, encaminadas a combatir el déficit europeo de confianza y credibilidad. La crisis actual ha puesto de manifiesto tanto las carencias originales cuanto las grietas, que se ensanchan por momentos, que presenta el contrato social entre los ciudadanos de Europa y las instituciones de la UE; entre el norte y el sur de Europa; y entre sus pueblos y sus élites.
La deprimente imagen que actualmente proyecta Europa no hace justicia a la realidad
Ha surgido, efectivamente, un peligroso discurso visceral que refleja —y alimenta– los peores estereotipos del “perezoso Sur” y el “despótico Norte”. Resulta indicativo que el último sondeo de Pew Research, que data de finales de mayo, revele unanimidad sobre quiénes son los europeos menos laboriosos: por unanimidad resultan ser los meridionales y, especialmente, los griegos. Así mismo, las encuestas de opinión y las elecciones señalan el ascenso de los populistas en toda Europa, mientras que el comportamiento rapaz de los mercados financieros proviene del cínico cálculo de que la UE carece de los medios para restaurar su credibilidad.
Esta es, en definitiva, la base de la camisa de fuerza de la austeridad europea, que dificulta nuestras perspectivas de crecimiento y que, por tanto, tiene económicamente escasa razón de ser. El fin primordial de la austeridad es, precisamente, la restauración de la confianza: entre los europeos del norte, la confianza de que el dinero transferido a las economías aquejadas por problemas no será despilfarrado; y entre los pueblos afectados por dolorosos recortes del gasto, la confianza de que sus esfuerzos se vean reconocidos y apoyados.
Hablando desde el corazón del atribulado Sur, puedo dar fe de que la necesidad de austeridad ha sido el leitmotif del Gobierno de Mariano Rajoy, un rumbo que ha obtenido apoyo popular explícito en las recientes elecciones. La reforma de las cajas de ahorros de España, de su mercado laboral, de las disposiciones relativas a la Seguridad Social y del funcionamiento de las autonomías encabeza el plan de acción nacional, aunque debamos admitir el papel jugado por la insistencia de la Comisión Europea y de Alemania.
Pero restaurar la credibilidad exige más que la disciplina meridional. La Europa septentrional debe cumplir su parte del acuerdo. Alemania, en especial, debe reconocer que, lejos de ser una víctima inocente, su economía es la máxima beneficiaria de la eurozona y que lo ha sido desde los albores del euro. Esta realidad, unida a la calamidad económica que acarrearía en Alemania un hipotético colapso del euro, resulta en una singular obligación de contribuir a su mantenimiento.
La canciller alemana Angela Merkel es, desde hace ya algún tiempo, un blanco favorito de quienes se oponen a la austeridad, y resulta comprensible que, después de meses de haberse mantenido como espectadora de la dolorosa incapacidad de gobernar de la UE, Alemania haya, a regañadientes –más aún, de forma insuficiente–, empuñado el timón. Mirando hacia el futuro, a medida que la amenaza de desintegración adquiera mayor verosimilitud, la necesidad del liderazgo alemán será aún mayor. Pero, una vez la crisis haya pasado, la reforma institucional de la UE será un elemento de capital importancia a la hora de restaurar la confianza.
El supuesto déficit democrático de la UE es el corolario del “imperativo tecnocrático” que se ha constituido en chivo expiatorio favorito en el drama europeo en curso. Según esta opinión, la integración europea estaba viciada desde el principio, hace más de seis décadas, porque fue concebida y desarrollada como un proyecto elitista. Sin embargo, mientras que el proyecto europeo creó prosperidad, nadie se molestó en poner en duda su fundamento.
Hoy día, empero, la UE es el último punto de referencia en lo relativo a prosperidad. Según el sondeo de Pew, el índice de partidarios de la UE ha bajado en casi todos los Estados miembro desde 2007, habiendo caído 20 puntos en la República Checa y en España, 19 puntos en Italia y 14 puntos en Polonia.
Para que las instituciones de la UE recuperen confianza y relevancia, necesitan articular políticas concretas y cumplir satisfactoriamente en asuntos que afectan directamente a los intereses de sus ciudadanos; entre otros: desempleo juvenil, planificación urbana, atención sanitaria, investigación biotecnológica, conservación de la energía, transporte y protección a los mayores. Todas estas cuestiones formaban parte inseparable de la ambiciosa Estrategia de Lisboa de la UE (que en 2000 prometió convertir a Europa en la economía más competitiva del mundo en 2010), y todas ellas fueron rápidamente secuestradas por las distintas políticas nacionales. No se puede permitir que esto vuelva a suceder.
En realidad, el fracaso del euro no tiene nada de inevitable. La deprimente imagen que Europa proyecta actualmente al mundo no hace justicia a la realidad. La UE cuenta con la población más sana y mejor educada del mundo, la mayor economía global y enormes reservas de poder de influencia, en gran medida ligado a su compromiso con los derechos humanos y los valores democráticos.
Y así y todo, Europa se enfrenta al desastre. La disciplina y la moralidad bien pueden ser la clave para reforzar la confianza y la credibilidad entre el tejido social de Europa; un aspecto que los europeos del norte nunca se cansan de señalar. Pero, a menos que todos los europeos acepten la responsabilidad de salvar el euro –y, con él, a la UE–, todo lo demás es retórica hueca.
Ana Palacio es abogada, exministra de Asuntos Exteriores y ex senior vicepresident y general councel del grupo Banco Mundial.
© Project Syndicate
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